Anuncio
de los últimos tiempos
(Lc.21,5ss)
No
quedará piedra sobre piedra que no sea destruida, Después de lo
anterior seguía la cuestión de la viuda, pero sobre este tema ya hemos hablado
bastante en el tratado que escribimos acerca de las viudas, ahora lo
dejaremos a un lado. Lo dicho en el texto se aplica con verdad plena al templo que
construyó Salomón,
igual que a su destrucción por el enemigo antes del día del juicio; pues es
cierto que ninguna obra de nuestras manos puede existir sin que sea
deteriorada por el tiempo, la mine la violencia o la consuma el fuego.
Existe, sin embargo, otro templo, construido con piedras preciosas y adornado con ofrendas, que es el que parece
el Señor significar que será destruido; en otras palabras, hace referencia a la
Sinagoga de los judíos, cuya vieja construcción se disolvió cuando surgió la Iglesia.
En verdad, también
en cada hombre existe un templo que se derrumba cuando falla la fe, y, especialmente, cuando
uno lleva hipócritamente el nombre de Cristo, sin que su afecto interior corresponda a
tal nombre.
Quizás sea ésta la exposición
que mayores bienes me reporte a mí. Porque ¿de qué me sirve saber el día del
juicio? Y puesto que tengo conciencia de
tantos pecados, ¿de qué me aprovechará el que
Dios venga si no viene a mi alma ni a mi espíritu, si
no vive en mí Cristo ni El habla en mí? Por esa razón Cristo debe
venir a mí, su venida tiene que llevarse a cabo en mi persona. La segunda venida
del Señor tendrá lugar al fin del mundo, cuando podamos decir: El mundo
está crucificado para mí y yo para el mundo (Ga 6, 14).
Pero
si el fin de este mundo encuentra a tal hombre en lo alto de su
casa (Mt 24, 17), de manera que es ciudadano del cielo por anticipado (Flp 3, 20), entonces será destruido el templo material y visible,
así como también la Ley, la pascua y los ázimos materiales y
sensibles; y ahora me atrevo a decir que el Cristo temporal existió
para Pablo aun antes de que creyese en El (Ga 4, 14), ya que para quien el mundo
ha muerto, Cristo es eterno. Para él tanto el tiempo como la Ley y la pascua son
espirituales, puesto que Cristo murió una sola vez (Rm 7, 14); él se alegra con los ázimos (1 Co 5, 8), no
elaborados con los frutos terrenos, sino con los de la justicia. El, en realidad, tiene
muy presente la sabiduría,
la virtud y la justicia, así como la redención; pues Cristo efectivamente murió una sola vez por los pecados
del mundo, pero con la intención de
perdonar diariamente los pecados del pueblo.
Cuando oyereis hablar de guerras
y revueltas. Al ser preguntado
el Señor sobre cuándo acaecería la futura destrucción del templo
y cuál sería el signo de su venida, El condescendió en hablarles
de las señales, pero en cuanto al tiempo no creyó oportuno indicárselo.
Sin embargo, Mateo añade una tercera pregunta (24,
1-3), de manera que los apóstoles interrogaron al Señor acerca del tiempo de
la destrucción del templo, acerca de la señal de su
venida y sobre el fin del mundo, pero Lucas creyó que sería suficiente
saber cuándo vendría el fin de mundo si se daban las señales de la
venida del Señor.
Nadie mejor que nosotros, sobre
quienes vendrá ese fin del mundo,
podrá testimoniar la verdad de estas palabras celestiales. ¡Cuántas
guerras y qué de clamores guerreros soportamos constantemente! Los hunos se levantan contra los alanos, éstos contra los godos, los godos contra los taifales
y los sarmatos, y aun nosotros
hemos estado desterrados de nuestra patria en Iliria por los
godos, desterrados también a su vez; pero no es esto todo. ¡Qué
hambre hay por doquier! Esta es la peste no sólo de los bueyes,
sino también de los hombres y de toda clase de animales,
y esto hasta tal extremo, que aún los mismos que no hemos sufrido
la guerra, hemos recibido de esa peste un impacto igual al
de los países beligerantes. Y esta aparición de enfermedades está asolando el
mundo porque nos encontramos en su ocaso. Esas enfermedades del mundo son: el
hambre, la peste y la persecución.
Además hay otras clases de
guerra que tiene que librar el hombre que es cristiano, es decir, la lucha
contra las distintas pasiones, los combates contra los malos deseos, y es una
verdad inconcusa que los enemigos internos son de más
peligro que los de fuera. En verdad, la avaricia nos excita, nos inflama la pasión, el
miedo nos atormenta, la cólera nos zarandea, la ambición nos desasosiega, los
malos espíritus que vagan por los aires (Ef 6, 12) intentan
aterrorizarnos. Y por eso, en realidad, se asemejan a combates que nos
hacen entablar, y, como si fueran terremotos, dejan su huella en las partes
más débiles del alma cuando ésta se
halla agitada.
Pero el que es más fuerte dice: Aunque acampe contra mí
un ejército, no temerá mi corazón; aunque me acucien a la batalla,
en El esperaré (Sal 26, 3). Así,
en medio de la lucha, permanece en pie,
ofreciendo su pecho al enemigo; y aunque surja algún
Goliath, feroz y gigante, sin embargo,
entre la multitud de los cobardes, se
levanta como el humilde David, rechazando las armas
del rey terreno (1 S 17) y, tomando los dardos más ligeros de
la fe, y lanzando con la honda de las tres cuerdas el proyectil
de una pura confesión de fe, hiere el descaro del perseguidor,
despreciando sus amenazas, haciendo caso omiso de su poder y
aun mereciendo que el mismo Cristo hable en él. Unas veces habla
Cristo, otras el Padre y otras el Espíritu del Padre. Y ciertamente todas
estas cosas no se contraponen, sino que concuerdan perfectamente. Lo que uno dice, lo dicen los tres, porque la Trinidad no tiene más que una voz. Ante aquel
vencedor que golpeó a Goliath
con su espada, exponiéndose a la muerte por Cristo y poniendo
en fuga a los filisteos, iban los muchachos, que son como
los ángeles, diciendo: Saúl mató a mil y David a diez mil (1 S 18, 7). Lo
cual es señal de que los que vencen a este mundo son superiores a los príncipes. Y así los mártires sucederán a los reyes muertos en el reino que no
acabará en virtud de la gracia celestial,
y así los primeros serán los inferiores y los segundos los patronos.
Pero hay otra clase de espada de
Goliath y un segundo dardo
del enemigo; me refiero a esas palabras de los herejes. El hombre
que sabe cantar se prepara para vencer al enemigo; y este
tal, aun oyendo que hay guerras, no toma en ello parte, y no le inquieta ni le
atormenta ningún viento de doctrina (Ef
4, 14), y, al sentirse saciado por la
abundancia de la Escritura divina, desconoce
el hambre de la palabra; y ese tal no teme importunar a
quien es capaz de hacer vanos los propósitos de los herejes. Por esto,
el que esté enfermo, que sufra su postración para no causar a
los otros un perjuicio cargándoles con una obligación más pesada.
Que venga David, al que abre Cristo la boca, para que revele los
misterios; y que venga también aquel Nazareno, cuyos cabellos no
se caían porque Él no tenía nada superfluo que pudiera caer ni
podría perder lo más mínimo de sus virtudes más esclarecidas, El
que era un hombre casto por su sobriedad, valeroso en la paz, maestro en
guardar hasta el extremo todos sus sentidos y su lengua.
¡Que se predique el Evangelio
para que sea consumido el mundo! Y del
mismo modo que la predicación del Evangelio atravesó
todo el orbe de la tierra, en el cual creyeron los godos y
los armenios, razón por la que creemos que el mundo está tocando a su fin, así
también el hombre espiritual anuncia el Evangelio cuando lleva a
cabo todo el proceso de la sabiduría y practica todas las virtudes, y, mientras canta con el alma y con el espíritu (1 Co 14, 15), va destruyendo la última muerte. Ya que el
fin tendrá lugar cuando Cristo
entregue en sí mismo el reino a Dios Padre y haya sometido todo a Aquel que le sometió a El todo, con objeto de que sea Dios todo en todas las cosas (ibíd. 15, 24-28). Y será predicado el Evangelio por todas las ciudades, es decir, por todos los lugares de Judea, pues Dios es
conocido en Judea (Sal 75, 1). Y, en efecto, sólo cuando se ponen las
virtudes como fundamento, es cuando se edifican las ciudades de Judea
(Sal 68, 36).
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