“Sacrosanctum Concilium” 1
Introducción
Con
ocasión del 40° aniversario de la promulgación de la constitución Sacrosanctum
Concilium del concilio Vaticano II, en casi toda la Iglesia católica se han
organizado encuentros y congresos, y se han publicado nuevas ediciones del
documento conciliar para conmemorar el acontecimiento.
El
significado de la conmemoración
Esas
iniciativas tienen un significado que va mucho más allá del simple hecho formal
de la conmemoración. A mi juicio, más bien, se trata de una invitación a
recordar los principios fundamentales de la constitución y a verificar su
acogida y actuación en las diversas Iglesias particulares. El Magisterio indicó
claramente las directrices: se encuentran bien delineadas en la carta
apostólica Vicesimus quintus annus y en otros documentos e
intervenciones del Sumo Pontífice y de la Santa Sede. Por tanto, la
conmemoración del 40° aniversario de la Sacrosanctum Concilium debe
considerarse ante todo como una invitación al pueblo santo de Dios a no perder
la memoria del pasado, a ser consciente del presente y a tener el espíritu
abierto al futuro. En efecto, el Espíritu Santo, que suscitó el movimiento
litúrgico, inspiró a los padres conciliares y ha acompañado la aplicación de la
reforma litúrgica, sigue actuando en la Iglesia a través de la palabra y los
signos sacramentales para sostener su camino hacia el Reino.
Una
alegría que se debe revivir
La
constitución Sacrosanctum Concilium fue aprobada el 4 de diciembre de
1963, al final de la segunda sesión del Concilio, presidida por el Papa Pablo
VI, con una votación prácticamente unánime de los padres conciliares (2.147
votos favorables y 4 contrarios). Sucedió entonces algo que no había acontecido
nunca en la historia de la Iglesia: ningún concilio había dedicado a la
liturgia todo un documento. En efecto, era la primera vez que una asamblea
ecuménica trataba sobre la liturgia en su totalidad, sobre sus principios
bíblico-teológicos, así como sobre sus aspectos celebrativos y pastorales
concretos.
Además,
es preciso reconocer que fue muy elocuente la decisión de poner en primer lugar
la liturgia, haciendo que la Sacrosanctum Concilium fuera el primer
documento promulgado por el Concilio. El Papa Pablo VI, plenamente consciente del
valor y del significado de esta circunstancia, se hizo intérprete de la alegría
de toda la Iglesia: «Nuestro espíritu exulta de gozo ante este resultado. Nos
rendimos en esto el homenaje conforme a la escala de valores y deberes: Dios,
en el primer puesto; la oración, nuestra primera obligación; la liturgia, la
primera fuente de la vida divina que se nos comunica, la primera escuela de
nuestra vida espiritual, el primer don que podemos hacer al pueblo cristiano,
que con nosotros cree y ora, y la primera invitación al mundo para que desate
en oración dichosa y veraz su lengua muda y sienta el inefable poder
regenerador de cantar con nosotros las alabanzas divinas y las esperanzas
humanas, por Cristo Señor en el Espíritu Santo» (Discurso de clausura de la segunda
sesión del Concilio, 4 de diciembre de 1963, n. 12: Concilio Vaticano
II, BAC, 1966, p. 974).
A
cuarenta años de distancia de la promulgación de la Sacrosanctum Concilium, conviene
recordar la profunda conciencia con la que el padre Yves Congar acogió ese
acontecimiento: «Ha sucedido y se ha consolidado en la Iglesia algo
irreversible» (Informations Catholiques Internationales 183). Estoy
profundamente convencido de que esa «irreversibilidad» radica enteramente en lo
que el Espíritu Santo ha querido decir a las Iglesias (cf. Ap 2, 7) a
través de la constitución conciliar sobre la liturgia. Aquí reside el núcleo
profundo, permanente y, en cuanto obra del Espíritu en la Iglesia, el núcleo
evangélico de nuestro texto.
Por
esto, el 40 aniversario de la Sacrosanctum Concilium no es más que una
invitación a renovar la escucha de aquella palabra y a revivir la alegría
y el júbilo del alma por el don del Espíritu a su Iglesia.
La
herencia del pasado
La
Sacrosanctum Concilium es el punto de llegada de la renovación de la
liturgia iniciado por el movimiento litúrgico, que la constitución misma
reconoce como «un signo de las disposiciones providenciales de Dios sobre
nuestro tiempo, como el paso del Espíritu Santo por su Iglesia» (n. 43). Así
pues, volver a la Sacrosanctum Concilium no sólo significa consultar un
documento conciliar, sino también beneficiarse del fruto maduro del largo y
arduo camino que ha llevado a la Iglesia católica a remontarse a las fuentes de
su liturgia para poder «favorecer con diligencia una reforma general de la
misma liturgia» (ib., 21). Por tanto, volver a la Sacrosanctum
Concilium significa en primer lugar no olvidar hoy la herencia del pasado y
sobre todo el interés, el estudio y el amor a la liturgia que caracterizaron el
camino del movimiento litúrgico y que hicieron posible ese documento, en el que
coincidieron el interés y el consenso de casi todos los padres conciliares.
Las
grandes líneas de teología y de vida de la «Sacrosanctum Concilium»
La
Sacrosanctum Concilium está estructurada en siete capítulos, precedidos
de una introducción de índole general y seguidos de un apéndice. El documento
conciliar no sólo contiene algunos principios doctrinales de gran importancia y
las líneas fundamentales de la renovación litúrgica, sino también indicaciones
concretas relativas al desarrollo de los ritos.
Las
fuentes de la «Sacrosanctum Concilium»
Para
comprender esta constitución es necesario conocer las fuentes en las que bebió
su auténtico espíritu, es decir, la comprensión del misterio cristiano, de la
imagen de la Iglesia como comunión, de la liturgia como celebración ritual del
misterio salvífico. En efecto, esa constitución está totalmente impregnada de
las fuentes bíblicas y patrísticas, en las que bebió.
En
la Sacrosanctum Concilium la sagrada Escritura se asumió como norma y
juicio para comprender la liturgia y para reformar su praxis. «Para procurar la
reforma, el desarrollo y la adaptación de la sagrada liturgia, es necesario
promover un amor suave y vivo a la sagrada Escritura» (ib., 24). Por
consiguiente, existe una íntima relación entre amor a la sagrada Escritura y
reforma litúrgica. Ya los antiguos textos mistagógicos atestiguan que el
conocimiento de la liturgia no es más que el conocimiento de la Escritura. La
relación entre Escritura y liturgia está claramente expresada en la
constitución: «De la sagrada Escritura reciben su significación las acciones y
los signos litúrgicos» (ib.).
Si
la sagrada Escritura es la fuente a la que debe acudir la renovación de la
liturgia, la praxis litúrgica primitiva de las Iglesias de los santos Padres,
es decir, la «pristina sanctorum Patrum norma» ha de considerarse la
norma y la regla que inspire la reforma misma. La praxis litúrgica de las
Iglesias de los santos Padres se convierte en forma originaria de la liturgia
cristiana, con la cual debe confrontarse y verificarse la vida litúrgica de la
Iglesia de todas las épocas. Precisamente por eso, la liturgia debe volver a su
sencillez originaria: «Los ritos deben resplandecer con una noble sencillez,
deben ser breves, claros, evitando repeticiones inútiles» (ib., 34). Y
también: «Deben simplificarse los ritos, conservando con cuidado su sustancia,
omitiendo lo que en el curso de los tiempos se haya duplicado o añadido con
poca utilidad; restablézcanse, en cambio, según la norma primitiva de los
santos Padres, las cosas que han desaparecido a causa del tiempo, siempre que
parezcan oportunas o necesarias» (ib., 50).
La
índole de la liturgia
La
vuelta a las fuentes bíblicas y patrísticas no sólo afecta a las formas
rituales, sino que también introduce en la comprensión de la índole misma de la
liturgia. La Sacrosanctum Concilium no formula en primer lugar un
concepto de liturgia, sino que indica lo que se realiza mediante ella: «Por
medio de la liturgia se ejerce la obra de nuestra redención» (ib., 2).
Así pues, mediante la liturgia los creyentes experimentan el misterio pascual
de Cristo en su integridad. Por tanto, la constitución indica los efectos de la
liturgia, la cual «edifica, día a día, a aquellos que están dentro para ser
templo santo en el Señor, morada de Dios en el Espíritu hasta la medida de la
plenitud de la edad de Cristo» (ib.).
Además
del concepto base de la liturgia como actualización de nuestra redención, la
constitución, siguiendo la línea de la gran tradición patrística, presenta
algunas indicaciones de fondo, en parte innovadoras, para una mejor comprensión
de la teología y del desarrollo de las celebraciones litúrgicas. Entre ellas
conviene destacar la unidad indisoluble entre el movimiento descendente de la
santificación y el ascendente del culto (cf. ib., 5-7), la centralidad
del misterio pascual (cf. ib., 5-6), la importancia de la
presencia de Cristo en la Iglesia y, de modo especial, en la liturgia: «Christus
Ecclesiae suae semper adest, praesertim in actionibus liturgicis» (ib.,
7). Ciertamente, la presencia de Cristo en la comunidad que celebra es uno de los
temas principales de la constitución.
Cumbre
y fuente
De
la reflexión sobre la índole y sobre los efectos de la liturgia deriva el
pasaje tal vez más conocido de la constitución, que se ha convertido en un
auténtico adagio teológico: «La liturgia es la cumbre a la que tiende la acción
de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (ib.,
10). En otras palabras, para la Sacrosanctum Concilium el objetivo
esencial de la Iglesia es hacer que los creyentes participen del misterio
pascual, misterio que se manifiesta y actualiza de modo pleno cuando la Iglesia
se reúne para la asamblea litúrgica, especialmente en el día del Señor para la
celebración eucarística. Los primeros elementos de la eclesiología del Vaticano
II, propuesta más tarde en la Lumen gentium, se encuentran en algunos
textos fundamentales de la constitución litúrgica sobre la relación entre la
celebración litúrgica y la Iglesia. En esas celebraciones «tiene lugar la
principal manifestación de la Iglesia» (ib., 41), pues «en cierto modo
representan a la Iglesia visible establecida por todo el mundo» (ib., 42;
cf. nn. 2, 5-7).
La
promoción de la educación litúrgica
Si
esta es la índole de la liturgia y esa es su importancia en la vida de la
Iglesia, hasta el punto de que «ninguna otra acción de la Iglesia iguala su
eficacia» (ib., 7), se comprende la apremiante invitación de la
constitución a promover la educación litúrgica de los cristianos. Formar en la
comprensión de la liturgia significa permitir a los fieles entrar en contacto
con la esencia misma del misterio cristiano. Por eso, se afirma: «La liturgia
es la primera y más necesaria fuente en la que los fieles beben el espíritu
verdaderamente cristiano» (ib., 14). Definir la liturgia como la fuente
primera y más necesaria en la que los cristianos pueden beber el
espíritu de su fe significa reafirmar el vínculo esencial que une la vida del
cristiano y la liturgia.
La
liturgia no es ante todo una doctrina que hace falta comprender, sino una
fuente inagotable de vida y de luz para la inteligencia y la experiencia del
misterio cristiano. Según la constitución, la Iglesia debe garantizar a todo
cristiano una vida litúrgica auténtica, pues para la calidad de su vida de fe
es necesaria una profunda sintonía entre lo que la liturgia transmite y lo que
él vive, según la fórmula litúrgica tomada de la constitución: «Conserven en su
vida lo que recibieron en la fe» (ib., 10).
La
participación en la liturgia
A
este fin se dirige el deseo de la Iglesia, expresado en la constitución
litúrgica: «La madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los
fieles a la participación plena, consciente y activa en las celebraciones
litúrgicas» (ib., 14). La voluntad de una «plena et actuosa
participatio» de los fieles en la liturgia constituye uno de los temas
principales del documento. Ante todo, se invita a los pastores a fomentar «la
participación activa de los fieles, interna y externa» (ib., 19).
Esa
invitación expresa la solicitud de la Iglesia por lograr que los fieles
«participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada» (ib.,
48; cf. n. 11). Insistiendo en la calidad de la participación en la celebración
litúrgica, la constitución reafirma con fuerza que en la liturgia de la nueva
alianza todo cristiano es plenamente leiturgos, puesto que la ofrenda de
su vida, en comunión con el sacrificio de Cristo realizado una vez para
siempre, es el culto espiritual agradable a Dios.
Por
consiguiente, la ofrenda existencial exige la participación consciente, plena,
activa, interna y externa, en la ofrenda sacramental. Por eso, el cristiano que
celebra su fe debe otorgar la primacía a la interiorización, es decir, a la
apropiación personal de lo que escucha y realiza en la liturgia. Sólo una
auténtica interiorización garantiza una exteriorización capaz de expresar lo
que se vive en profundidad. Este es el modo plenamente activo de vivir la
liturgia, tal como lo pidió la constitución Sacrosanctum Concilium.
«Para
muchos el mensaje del concilio Vaticano II ha sido percibido ante todo mediante
la reforma litúrgica», afirma también el Papa Juan Pablo II en la constitución Vicesimus
quintus annus (n. 12).
En
efecto, el mensaje del Concilio sigue entrando también hoy en la vida de la
Iglesia a través de una liturgia comprendida y vivida según el espíritu de la Sacrosanctum
Concilium. Por eso, cuarenta años después de su promulgación, la
constitución sobre la liturgia sigue siendo punto de referencia para el camino
de la Iglesia.
La
reforma de los ritos y de los textos
Los
padres conciliares no se limitaron a enunciar los altiora principia de
la liturgia, sino que, por la relación inseparable que existe entre el
principio teórico y el desarrollo de los ritos, decidieron tratar también sobre
la acción litúrgica en sus aspectos más concretos, porque en los ritos el
Espíritu y la Iglesia actúan conjuntamente a través de signos sensibles.
No
se dejó de tratar ningún problema litúrgico. Todos los aspectos de la liturgia
se afrontaron con valentía y clarividencia, y a cada uno se indicó la solución,
de acuerdo con la genuina tradición eclesial y con los fundamentos
bíblico-patrísticos, para responder a las nuevas exigencias de la acción
pastoral y con el fin de fomentar la formación del pueblo de Dios y su
participación fervorosa, activa, consciente y comunitaria en la liturgia.
La
pastoral litúrgica compromiso permanente
Las
disposiciones de la Sacrosanctum Concilium se aplicaron con la
publicación de los libros litúrgicos y con oportunas indicaciones. Realmente,
se puede decir que «los pastores y el pueblo cristiano, en su gran mayoría, han
acogido la reforma litúrgica con espíritu de obediencia y, más aún, de gozoso
fervor. Por ello conviene dar gracias a Dios por el paso de su Espíritu en la
Iglesia, como ha sido la renovación litúrgica» (Vicesimus quintus annus, 12).
Por
tanto, «la reforma de la liturgia querida por el concilio Vaticano II puede
considerarse ya realizada; en cambio, la pastoral litúrgica constituye un
objetivo permanente para sacar cada vez más abundantemente de la riqueza de la
liturgia aquella fuerza vital que de Cristo se difunde a los miembros de su
Cuerpo que es la Iglesia» (ib., 10).
La
imagen de la Iglesia
La
liturgia es la expresión más completa del misterio de la Iglesia; así, se puede
afirmar que, con el modo de vivir la liturgia, la comunidad cristiana expresa y
manifiesta la experiencia de Iglesia que vive. Por eso, el compromiso
permanente de la pastoral litúrgica debe proseguir y tender a sus objetivos más
altos: la participación activa, la formación espiritual y la corresponsabilidad
ministerial. Estas siguen siendo las perspectivas de la liturgia también para
el futuro. Así se trata de expresar y construir una imagen de Iglesia, pueblo
de Dios, que celebra el Misterio: la imagen de Iglesia que se manifiesta en la
comunidad real y diaria, la que celebra el domingo, la que vive el ritmo del
Año litúrgico, la que se anima con sus fiestas y tradiciones particulares, la
que está atenta a los pobres que viven en medio de ella.
En
efecto, el pueblo de Dios, en su totalidad, es pueblo sacerdotal y, quedando a
salvo la distinción de los ministerios ordenados y no ordenados, todos los
laicos, tanto hombres como mujeres, son sujetos litúrgicos capaces y
habilitados para el ministerio litúrgico en las diversas formas.
Quien
lee con inteligencia espiritual la Sacrosanctum Concilium capta la
intuición profunda que la impregna: de la reforma litúrgica conciliar no deriva
únicamente la renovación de los ritos, sino también la de la Iglesia en su
totalidad. Por eso, de la acogida concreta de la reforma litúrgica no sólo
depende la renovación de la liturgia, sino también, y más aún, la fidelidad
evangélica de la Iglesia. Únicamente de este modo la ley de la oración no será
sólo la ley de la fe, sino también la ley del ser y del actuar de la Iglesia.
La
participación activa
En
la primera fase de aplicación de la reforma, la participación tuvo que asumir
un aspecto marcadamente exterior y didáctico, que luego, a menudo, degeneró en
una especie de participacionismo a toda costa y en todas las formas. Es
evidente que eso puede haber impedido y puede impedir descubrir y asimilar los
valores y las actitudes profundas del Misterio. Por una reacción excesiva a la
condición de extrema pasividad a la que se hallaban reducidos los fieles al
participar en la así llamada «misa tridentina», en estos últimos decenios tal
vez se ha insistido demasiado en la exteriorización en la liturgia.
Se
ha afirmado la necesidad de expresar los sentimientos, de manifestar las
emociones, con el deseo de conferir a la liturgia un clima por lo general de
fiesta y alegría. Pero la liturgia cristiana no es la simple suma de las
emociones de un grupo, ni mucho menos el receptáculo de sentimientos personales
y colectivos. Al contrario, la liturgia es tiempo y espacio para interiorizar
las palabras que en ella se escuchan y los sonidos que se oyen, para hacer
propios los gestos que se realizan, para asimilar los textos que se recitan y
cantan, para dejarse penetrar por las imágenes que se contemplan y por los
perfumes que se huelen.
Por
consiguiente, uno de los deberes principales de la pastoral litúrgica será
responder al deseo expresado de muchos modos, a veces incluso implícitamente,
de volver a encontrar una liturgia que sea tiempo de meditación, de acogida y
de interiorización de la palabra de Dios escuchada, meditada y orada; una
liturgia que sea espacio orante en el que se pueda hacer una auténtica
experiencia de encuentro y reconciliación con Dios, consigo mismo y con la
comunidad cristiana a la que se pertenece; una liturgia que sea lugar en donde
cada creyente es progresivamente modelado por el misterio que celebra y por la
fe que profesa. Sólo de este modo la asamblea litúrgica podrá llegar a ser
realmente el seno materno de la Iglesia, como los santos Padres y la liturgia
misma la han entendido desde sus orígenes; el seno materno de la Iglesia en la
que el cristiano nace, crece y se alimenta de la Palabra y del Pan, para llegar
a la madurez del hombre perfecto.
Por
tanto, ahora es necesario que, en la celebración, la pastoral litúrgica centre
su atención en el «ser», más que en el «hacer», buscando así el
redescubrimiento de la liturgia como «fuerza vital que de Cristo se difunde a
los miembros de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Vicesimus quintus annus, 10)
y como experiencia del Espíritu. En síntesis, es necesario un salto de calidad
para llegar al genuino espíritu de la liturgia.
La
calidad de los signos
Para
que la comunidad que celebra pueda ser cada vez más imagen de la Iglesia,
además de la participación activa y de la corresponsabilidad ministerial, es
esencial promover hoy más que nunca la formación espiritual y la calidad de los
signos: el signo de la asamblea que «da, en cierto modo, hospitalidad a Cristo
y a los hombres, a quienes ama» (Discurso del Papa a los obispos de
Provenza-Mediterráneo, 8 de marzo de 1997, n. 5: L'Osservatore Romano, edición
en lengua española, 21 de marzo de 1997, p. 8), el signo de la palabra de Dios,
el canto, la música, el silencio.
Eso
exige también la valoración de los lugares de la celebración, como la fuente
bautismal, el ambón, el altar y la sede del celebrante. Esos lugares expresan
el seno en el que el cristiano es engendrado por el Espíritu Santo, el ambiente
en el que el cristiano vive y va madurando, el espacio en el que el cristiano
vive la comunión con Cristo y con los hermanos. En otras palabras, son la
expresión de la Iglesia.
Con
este fin, la pastoral litúrgica ordinaria deberá afrontar pacientemente el
analfabetismo de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo por lo que atañe a
los contenidos fundamentales de la fe cristiana. A menudo analfabetismo incluso
de los cristianos que frecuentan la comunidad eucarística.
Estoy
profundamente convencido de que la pastoral litúrgica, y con ella la catequesis
de los próximos decenios, debe asumir cada vez más los rasgos de una auténtica
mistagogia, apropiándose de sus finalidades, su naturaleza y su método. En
efecto, la comprensión del signo no es elemento extrínseco a la calidad del
signo, sino que es parte integrante del mismo.
En
el documento final de la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los obispos de
1985 con motivo del vigésimo aniversario de la clausura del concilio Vaticano
II, los padres sinodales indicaron que la mistagogia constituye uno de los
principales elementos con vistas a la renovación de la liturgia, al afirmar:
«Las catequesis, como ya sucedía al inicio de la Iglesia, deben volver a ser un
camino que introduzca en la vida litúrgica (catequesis mistagógica)».
La
presidencia litúrgica
La
calidad de los signos exige sobre todo la calidad en la presidencia de la
celebración. El que preside la asamblea no sólo es contemplado, sino también
aprobado y juzgado en el desempeño de su función, que se realiza in Persona
Christi. Con todo, esa presidencia no puede desempeñarse sin tener en
cuenta la calidad de la asamblea y sin ser capaz de responder a las
expectativas del pueblo de Dios. En efecto, el que preside, de algún modo,
preside también in Persona Ecclesiae.
Evitando
cualquier forma de protagonismo, el presbítero, impregnado de un auténtico
espíritu de la liturgia, presidirá la celebración «como el servidor» (Lc
22, 27), a imagen de Aquel de quien es un pobre signo. Por eso, la calidad de
la presidencia litúrgica, en su forma más alta y fecunda, es mucho más que un
simple arte de presidir, mucho más que un mero savoir fair; debe llegar
a ser principio de comunión, con la íntima convicción de que el conjunto de los
dones del Espíritu Santo se encuentra únicamente en el conjunto de la Iglesia.
La belleza
y la dignidad del culto
Al
inicio del tercer milenio, es necesario dar la imagen de una Iglesia que
celebra, ora y vive el misterio de Cristo en la belleza y la dignidad de la
celebración. Una belleza que no es sólo formalismo estético, sino que se funda
en la «noble sencillez» capaz de manifestar la relación entre lo humano y lo
divino de la liturgia. Se trata de la dinámica de la Encarnación: lo que el
Unigénito, lleno de gracia y de verdad, hizo visiblemente, ha pasado a los
sacramentos de la Iglesia. La belleza debe dejar traslucir la presencia de
Cristo en el centro de la liturgia; eso será tanto más evidente cuanto más se
puedan percibir en las celebraciones la contemplación, la adoración, la
gratuidad y la acción de gracias.
«Honor
y majestad lo preceden, fuerza y esplendor están en su templo» (Sal 95,
6). El salmista no sólo canta la belleza de la morada del Señor; en otro salmo,
confiesa: «Esplendor y belleza son su obra» (Sal 111, 3). ¿Qué otra
realidad de la Iglesia, mejor que el espacio litúrgico y la acción litúrgica,
está llamada a unir y expresar la belleza? No sólo el lugar, sino también la
acción, o sea, el gesto, la postura, el movimiento, las vestiduras, deben
manifestar armonía y belleza. El gesto litúrgico está llamado a expresar
belleza, puesto que es gesto de Cristo mismo.
Así,
la liturgia seguirá siendo, también gracias a su belleza, fuente y cumbre,
escuela y norma de vida cristiana.
Una
consigna
«Nuestra
recomendación es esta —dijo el Papa Pablo VI el 1 de marzo de 1965, en vísperas
de la primera actuación de la reforma litúrgica—: dedicaos con sumo cuidado
(...) al conocimiento, a la explicación y a la aplicación de las (...) normas
con que la Iglesia quiere celebrar (...) el culto divino. No es cosa fácil; es
cosa delicada; exige interés directo y metódico; exige vuestra asistencia,
personal, paciente, amorosa, verdaderamente pastoral. Se trata de cambiar
muchas costumbres (...); se trata de incrementar una escuela más activa de
oración y de culto en cada asamblea de fieles; (...) en una palabra, se trata
de asociar al pueblo de Dios a la acción litúrgica sacerdotal. Repetimos: es
cosa difícil, delicada; pero, añadimos: necesaria, debida, providencial,
renovadora. Y, esperamos que sea también consoladora. (...) Harán falta años,
pero hay que comenzar, volver a comenzar, perseverar para lograr dar a la
asamblea su voz grave, unánime, dulce y sublime».
Es
una «consigna» siempre actual para la pastoral litúrgica, que es preciso asumir
con renovado empeño como el del antiguo pueblo de Dios en el desierto del
éxodo, en el que, con los signos de la benevolencia y de la obra de Dios, no
faltaron momentos de nostalgia, contradicciones y resistencias. Y, sin embargo,
el pueblo de Dios está siempre en camino, y todos nosotros debemos caminar con
júbilo, porque estamos seguros de que el Espíritu nos envuelve como una nube y
nos guía como una columna de fuego. Sí; ¡que la liturgia del Concilio sea para
nosotros la columna de fuego del Espíritu que renueva continuamente el corazón
de la Iglesia en su éxodo hacia el Reino y lo llena de belleza siempre nueva,
de alegría y de esperanza!
Monseñor Piero MARINI
Arzobispo titular de Martirano
Maestro de las celebraciones litúrgicas pontificias
Arzobispo titular de Martirano
Maestro de las celebraciones litúrgicas pontificias
[1]El artículo está tomado de la “Presentación” escrita por S.E.
Mons. Piero Marini para el volumen Renouveau liturgiche – Documents
fondateurs, Centre national de pastolare liturgiche, éditions du Cerf,
Collection Liturgie n° 14, Paris, 2004
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