La pecadora y su unción
(Lc 7, 36-50; cf. Mt 26, 6)
Y he aquí que se presenta una mujer que era conocida en la ciudad como pecadora...
Este pasaje resulta difícil a muchos y les sugiere no pocas cuestiones: ¿es que dos evangelistas están en desacuerdo en su testimonio?;o bien, ¿han querido señalar un misterio diferente por la diversidad de expresiones? Efectivamente, en el evangelio según San Mateo se lee: Hallándose Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso, llegóse a él una mujer con un frasco de alabastro, lleno de perfume de subido precio, y lo derramó sobre la cabeza de Jesús, que estaba puesto a la mesa (Mt 26,6-7). Luego aquí el fariseo se dice a sí mismo: Si éste fuese profeta, sabría que ella es pecadora, y debería evitar su perfume, mientras que allí el perfume derramado hace protestar a los discípulos. Es necesario explicarlo uno y lo otro; pero lo que viene en primer lugar en los escritores, debe ser también lo primero en la interpretación.
El Señor Jesús vino, pues, a casa de Simón el leproso. Se ve su plan: El no huye del leproso, no evita al impuro, a fin de poder limpiar las manchas del cuerpo humano. En cuanto a la casa del leproso, está en Betania, que se interpreta y quiere decir: casa de la obediencia. Luego toda la localidad era Betania, y la casa de Simón sólo una parte de la localidad. ¿No te parece que Betania es el mundo, en el que nosotros estamos obligados a hacer un servicio de obediencia, y que la casa de Simón el leproso es la tierra, que forma parte del mundo? El príncipe de este mundo es, en cierto modo, Simón el leproso. El Señor Jesucristo ha venido de las regiones superiores a este mundo y ha descendido a la tierra. No estaba en este mundo; pero con una obediencia religiosa ha sido enviado a este mundo; El mismo lo dice: Como me envió a este mundo (Jn 6,58). Esta mujer oyó que había venido el Señor y entró en la casa de Simón: esta mujer no habría podido ser sanada si Cristo no hubiese venido a la tierra. Y si ella entró en la casa de Simón, puede ser que sea figura de un alma elevada, o la Iglesia, que ha descendido sobre a tierra para atraer a los pueblos en torno suyo por su buen olor.
Mateo, pues, hace entrar esta mujer que derrama perfume sobre la cabeza de Cristo, y, tal vez por esto, no haya querido llamarla pecadora; pues, según Lucas, la pecadora ha derramado el perfume sobre los pies de Cristo. Puede ser que no sea la misma, para que no parezca que se contradicen los evangelistas. La cuestión puede resolverse por una diferencia de mérito y de tiempo, de suerte que una sea pecadora y la otra más perfecta: pues si la Iglesia, o el alma, no cambia de personalidad, sí en cuanto al progreso. Suponte un alma que se acerca a Dios con fe; aquí, en lugar de pecados torpes y obscenos, sirve piadosamente al Verbo de Dios, que tiene la seguridad de una castidad sin mancha; tú verás que ella se eleva hasta la cabeza misma de Cristo —y la cabeza de Cristo es Dios (1 Co 11,3)— y derrama el perfume de sus méritos : pues nosotros somos el buen olor de Cristo por Dios (2 Co 2,15). Pues Dios es honrado por la vida de los justos, que exhala un buen olor.
Si entiendes esto, verás que esta mujer, verdaderamente feliz, es nombrada "por todas partes donde sea predicado este evangelio" (Mt 16,13), y que su recuerdo no se esfumará jamás, porque ella ha derramado sobre la cabeza de Cristo el aroma de las buenas costumbres, el perfume de las acciones justas. El que sube a la cabeza ignora exaltarse como el que está verdaderamente inflado en su espíritu carnal y no está adherido a la cabeza (Col 2,18). Más quien no se adhiere a la cabeza de Cristo, debe adherirse al menos a sus pies, ya que el cuerpo alimentado y trabado por medio de las coyunturas y ligamentos, crece con crecimiento de Dios (ibíd., 19) ".
La otra —en cuanto a la persona o en cuanto al progreso— está cercana a nosotros. Pues nosotros aún no hemos renunciado a nuestros pecados. ¿Dónde están nuestras lágrimas, dónde nuestros gemidos, dónde nuestros llantos? Venid, adoremos y postrémonos ante El y lloremos ante nuestro Señor que nos ha hecho (Sal 94,6), a fin de poder llegar al menos a los pies de Jesús; pues nosotros no podemos llegar a la cabeza: el pecador a los pies, el justo a la cabeza.
Sin embargo, aun la que ha pecado posee un perfume. Apórtame tú también después del pecado la penitencia. En todas partes donde oigas que ha llegado el justo, ya a la casa de un indigno, ya a la casa de un fariseo, apresúrate; consigue la gracia del huésped, consigue el reino de los cielos, pues desde los días de Juan el Bautista hasta el presente, el reino de los cielos padece fuerza, y hombres esforzados se apoderan de él (Mt 11,12). En todas partes donde oigas el nombre de Cristo, sal al encuentro; cualquiera que sea la morada interior en la que sabes que ha entrado el Señor, tú apresúrate también. Cuando hayas encontrado la sabiduría, cuando hayas encontrado la justicia en el interior de alguien, acude a sus pies, es decir, busca al menos la parte inferior de la sabiduría No te desligues de los pies; una tocó la fimbria y fue curada (Lc 8,44). Confiesa tus pecados con las lágrimas; que la justicia celestial diga también de ti: Con sus lágrimas regó mis pies y los enjugó con sus cabellos.
Y tal vez Cristo no ha lavado sus pies, para que los lavemos nosotros con nuestras lágrimas. ¡Buenas lágrimas, capaces no sólo de lavar nuestros pecados, sino también de regar los pasos del Verbo celestial, para que prosperen en nosotros sus caminos! ¡Buenas lágrimas, donde no sólo se encuentra la redención de los pecados, sino el alimento de los justos! Pues un justo es quien dijo: Mis lágrimas me sirven de pan (Sal 41,4).
Y si tú no puedes acercarte a la cabeza de Cristo, que con sus pies Cristo toque tu cabeza. La fimbria de su manto sana, y sanan también sus pies. Extiende tus cabellos; prosterna ante El todas las dignidades del cuerpo. No son mediocres los cabellos que pueden enjugar los pies de Cristo. Testifica esto aquel que, cuando tuvo cabellos, no pudo ser vencido. No conviene que una mujer ore con los cabellos cortados (1 Co 11,5). Sí, que ella tenga cabellos para envolver los pies de Cristo, para enjugar con sus bucles —su belleza y su adorno— los pies de la sabiduría, a fin de que sean humedecidos por el último rocío de la virtud divina; que bese los pies de la justicia. No tiene un mérito vulgar aquella de la que la sabiduría ha podido decir: Desde que entró no ha cesado de besar mis pies.
No sabiendo hablar más que de la sabiduría, ni amar más que la justicia, no encontrando gusto más que en la castidad, ni sabiendo besar más que la pureza. Pues el beso es el sello del mutuo amor: el beso es la prenda de la caridad.
Bienaventurado el que puede ungir con óleo los pies de Cristo —Simón no lo había hecho todavía—, pero más feliz aún aquella que los ha ungido con perfume; pues, habiendo concentrado la gracia de muchas flores, expandió olores suaves y variados. Y tal vez nadie pueda ofrecer tal perfume más que la Iglesia sola, que posee innumerables flores con olores variadísimos; ella toma a propósito la apariencia de una pecadora, pues también Cristo ha tomado la figura de pecador.
Por lo mismo, nadie puede amar tanto como ella, pues ama en la multitud. Ni siquiera Pedro, que ha dicho: Señor, tú sabes que yo te amo (Jn 21,17); ni siquiera Pedro que se afligió cuando le fue preguntado: ¿Me amas tú? —pues era evidente que él no amaba como se busca una cosa desconocida—. Luego ni el mismo Pedro, pues la Iglesia amó en Pedro; ni tampoco Pablo, pues Pablo forma también parte suya. Tú también ama mucho, para que se te perdone mucho. Pablo ha pecado mucho: él mismo ha sido perseguidor, más él ha amado mucho, puesto que ha perseverado hasta el martirio; sus innumerables pecados le han sido perdonados porque ha amado mucho; y no perdonó derramar su sangre por el nombre de Dios.
Observa el buen orden: en la casa del fariseo está la pecadora, que es glorificada; en la casa de la Ley y de los Profetas no es justificado el fariseo, sino la Iglesia; pues el fariseo no creía y ella sí. Él decía: Si fuese profeta sabría quién y qué talla mujer que le toca. Luego, la casa de la Ley es la Judea: ella está escrita no sobre piedras, sino sobre las tablas del corazón (2 Co 3,3). Allí es justificada la Iglesia y en adelante superior a la Ley : pues la Ley ignora el perdón de los pecados; la Ley no tiene el sacramento donde son purificadas las faltas secretas, y por lo mismo, lo que falta a la Ley tiene su cumplimiento en el Evangelio.
Un acreedor, dice, tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y otro cincuenta.
¿Quiénes son estos dos deudores? ¿No se trata de dos pueblos: uno constituido por los judíos y el otro por los gentiles, entrampados con el acreedor de los tesoros celestiales? Uno, dice, debía quinientos denarios y el otro cincuenta. No es una cosa de poca monta este denario, en el cual se dibuja la imagen del rey y tiene grabado el trofeo del emperador. El dinero que debemos a este acreedor no es material, sino el peso de los méritos, la moneda de las virtudes, cuyo valor se mide por el peso de la gravedad, el brillo de la justicia y el sonido de la alabanza. ¡Ay de mí, si no tengo lo que recibí!, o mejor, ¡qué difícil es que alguien pueda pagar íntegramente su deuda al acreedor! ¡Ay de mí, si no pido; dame lo que me debes! Pues el Señor no nos habría enseñado a pedir en la oración que sean perdonadas nuestras deudas si no supiese que difícilmente se encontrarían deudores solventes.
Pero ¿cuál es este pueblo que debe más, sino nosotros, a quienes se nos ha confiado también más? A los otros se les han confiado los oráculos de Dios (Rm 3,2), a nosotros se nos ha confiado el Hijo de la Virgen. Tú tienes un talento, el Hijo de la Virgen; tú tienes el céntuplo, fruto de la fe. Nos ha sido confiado el Emmanuel: Dios con nosotros; nos ha sido confiada la cruz del Señor, su muerte, su resurrección. Aunque Cristo ha padecido por todos, sin embargo, por nosotros ha padecido de un modo especial, porque Él ha padecido por la Iglesia.
De esta forma, con toda certeza, debe más bien quien más recibió, y entre los hombres más desagrada el que más debe; pero la misericordia de Dios ha cambiado la situación de tal forma, que ame más quien más debe, si consigue la gracia. Pues el que da está en gracia, y el que la posee, por el mismo hecho de poseerla, paga; pues dando se tiene, y teniendo se da.
Consiguientemente, puesto que nada hay que podamos dar a Dios dignamente, —¿qué le daremos por la humillación de la encarnación, por los golpes, por la cruz, por la muerte, por la sepultura? —¡ Ay de mí, si yo no amo! No temo decir: Pedro no ha pagado y él ha amado más; no ha pagado Pablo; ciertamente dio muerte por muerte, pero otras cosas no pagó, pues debía mucho. Escucha a él mismo, que dice que no pagó: ¿Quién le dio el primero y se le pagará en retorno? (Rm 11,35). Aun cuando paguemos cruz por cruz, muerte por muerte, ¿acaso le pagaremos el tener todas las cosas de Él, por El y en El? (Rm 11,36). Luego paguemos amor por nuestra deuda, caridad por el beneficio, gratitud por el precio de su sangre; pues ama más aquel a quien más se ha dado.
Pero volvamos a la primera, aquella de la cual aún los apóstoles no comprenden el designio que estaba escondido desde siempre en Dios (Ef 3,9); pues ¿quién ha conocido el pensamiento de Dios? (Rm 11,35). Los discípulos protestaban porque esta mujer había derramado el perfume sobre la cabeza de Jesús, y se lamentaban: ¿Por qué, decían, este despilfarro? Se hubiera podido vender a buen precio y distribuirlo a los pobres (Mt 26, 8-9). Lo que ha desagradado (a Cristo) en sus palabras, no sabrías descubrirlo si no reconoces el misterio; pues es propio del hombre lujurioso, o mejor no es de hombres oler el perfume; en todo caso, los que lo huelen tienen costumbre de frotarse con él y no derramarlo. ¿Qué es lo que ha desagradado en estas palabras: Se hubiera podido vender a buen precio y distribuirlo a los pobres? Ciertamente, lo que Él había dicho antes: Lo que hicisteis con uno de estos pequeñuelos, conmigo lo hicisteis (Mt 25,40); pero El mismo ofrecía su muerte por los pobres.
No se trata aquí de simples apariencias. El mismo Verbo de Dios les ha respondido: ¿Por qué molestáis a esta mujer?... Siempre tenéis a los pobres con vosotros, pero no siempre a mí (Mt 26,10-11). También tú tienes al pobre siempre contigo, y, por lo mismo, socórrelo. Ahora bien, ¿debes dejar al pobre, que siempre lo tienes contigo, cuando te dice el profeta: No digas al pobre: Mañana te daré? (Pr 3,28). Pero El habló sólo de la misericordia. Aquí se antepone la fe a la misericordia, la cual no tiene mérito si no está precedida de la fe: Que al echar ella el perfume sobre mi cuerpo, lo hizo con el fin de embalsamarme (Mt 26,12). El Señor no quería el perfume, sino el amor; acogió la fe; aprobó la humildad.
Tú también, si quieres la gracia, aumenta el amor; derrama sobre el cuerpo de Jesús la fe en la resurrección, el olor de la Iglesia, el perfume del amor para la comunidad; y mediante tal progreso tú darás al pobre. Este dinero te será más útil si, en lugar de dar de tu abundancia, prodigas en nombre de Cristo lo que te hubiera servido, si lo das a los pobres como una ofrenda a Cristo. No entiendas únicamente en sentido literal este perfume derramado sobre la cabeza —pues la letra mata (1 Co 3,6)—, sino según el espíritu, pues el espíritu es vida.
¿Qué es, pues, el perfume de esta mujer? ¿Quién tiene tales oídos que, profiriendo Jesús la palabra que ha recibido del Padre, más aún, que El mismo es Palabra, llegue a entender la profundidad del misterio? Los mismos discípulos comprenden en parte, pero no todo. De aquí que algunos piensan que los discípulos dijeron que debía adquirirse con el precio del perfume la fe de los gentiles, lo cual se debía al precio de la sangre del Señor. Y esto parece verosímil. El evangelista Juan añade que el precio de este perfume, según Judas Iscariote, era valorado en trescientos denarios; así se lee: Se habría podido vender en trescientos denarios y darlos a los pobres (Jn 12,15); ahora bien, la cifra de trescientos significa el emblema de la cruz. Pero el Señor no pide un conocimiento superficial del misterio; El prefiere que la fe de los creyentes sea sepultada con El, en El.
Sin embargo, nosotros oímos también aquí las palabras de otros apóstoles; en cuanto a Judas, es condenado por avaro, ya que prefirió el dinero a la sepultura del Señor y, aunque pensó en la pasión, sin embargo, erró en la valoración tan elevada : pues Cristo quiso ser puesto a un vil precio, para que todos pudieran comprarle, a fin de que ningún pobre fuese descartado : Lo que habéis recibido gratuitamente, dice, dadlo también gratis (Mt 10,8). El "Tesoro inagotable" (cf. Rm 11,33) no pide dinero, sino gratitud. El mismo, nos ha rescatado con su preciosa sangre, no nos ha vendido. De esto hablaríamos largamente, si no recordáramos haberlo tratado en otra parte.
Luego, según las palabras de Jesús, en quien están encerrados los tesoros de la sabiduría (Col 2,3) y de la ciencia que nadie ha podido presentir, es necesario trabajar por su sepultura, de suerte que se crea que su carne ha descansado, pero no ha visto la corrupción (Sal 15,10), y que su muerte corporal llenó nuestra casa de su perfume, para que creamos que encomendó su espíritu en las manos de su Padre, y que su divinidad, extraña a la muerte, no sufrió los sufrimientos de su cuerpo.
Comprende cómo el cuerpo del Hijo exhala el perfume: su cuerpo ha sido abandonado, no perdido. Su cuerpo son las enseñanzas de las Escrituras; su cuerpo es la Iglesia. El perfume de su cuerpo somos nosotros; por lo mismo, conviene que honremos su muerte corporal: si ella no tiene necesidad de ornato, lo requieren los pobres. Honraré su cuerpo si predico su mensaje, si puedo descubrir a los gentiles el misterio de la cruz. Le ha honrado el que dijo: Mas nosotros predicamos a Cristo crucificado: para los judíos escándalo; para los gentiles, necedad; más para los mismos que han sido llamados, así judíos como griegos, un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Co 1, 23-24). La cruz es honrada cuando lo que la ignorancia considera insensato, se estima más sabiamente gracias al Evangelio: de este modo podemos enseñar cómo la fuerza del enemigo ha sido destruida por la cruz del Señor; yo he aplicado el perfume al cuerpo del Señor: lo que se creía muerto, comienza a oler.
Que cada uno se dedique a adquirir, con su trabajo y con el esfuerzo de la virtud, un vaso de perfume, no un perfume vulgar o vil, sino un perfume precioso en un vaso de alabastro, un perfume puro. Pues, si recoge las flores de la fe y predica a Jesús crucificado, se derrama el perfume de su fe por toda la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, muerto por el mundo, que descansa en Dios; toda la casa comienza a oler la pasión del Señor; comienza a oler su muerte; comienza a oler su resurrección, de tal forma que todo el que forma parte de este pueblo santo puede decir : Esté lejos de mí gloriarme en otra cosa más que en la cruz de Cristo (Ga 6,14). El olor se expande, se exhala el perfume sobre el cuerpo, si alguien —¡ojalá también yo!— puede decir: El mundo está crucificado para mí (ibíd.). Para el que no ama las riquezas, ni los honores del mundo, ni lo que es suyo, sino lo de Cristo; para el que no ama lo que se ve, sino lo que no se ve; para el que no está apegado a la vida, sino que desea disolverse y estar con Cristo (cf. Flp 1,23), el mundo está crucificado. Esto es tomar la cruz y seguir a Cristo, a fin de que nosotros también muramos y seamos sepultados con El, a fin de que podamos exhalar el perfume que esta mujer ha empleado con vistas a su sepultura. No es un perfume de bajo precio, por el cual el nombre de Cristo se ha extendido por todas partes. De aquí este dicho profético: Perfume que se expande es tu nombre (Ct 1,2): expandido, para que la fe exhale más este perfume.
Luego, gracias a esta mujer, entendemos lo que dijo el Apóstol: El pecado ha abundado para que sobreabunde la gracia (Rm 5,20). Pues si en esta mujer no hubiera abundado el pecado, tampoco hubiera sobreabundado la gracia; ella ha reconocido su pecado y ha conseguido la gracia. Por eso es necesaria la Ley: por la Ley reconozco mi pecado. Si no hubiese Ley, el pecado estaría oculto; reconociendo mi pecado, pido perdón. Por la Ley, pues, reconozco las clases de pecados, el crimen de mi prevaricación; corro a la penitencia y obtengo la gracia. Luego la Ley procura el bien, puesto que ella lleva a la gracia.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.6, 12-35, BAC, Madrid, 1966, pp. 294-306)
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