DE LA HOMILÍA
DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
EN LA BEATIFICACIÓN DE
CINCO SIERVOS DE DIOS
(Entre ellos Pío IX)
Domingo 3 de septiembre de 2000
Domingo 3 de septiembre de 2000
1. En el marco del Año jubilar, con íntima alegría he declarado beatos a dos Pontífices, Pío IX y Juan XXIII, y otros tres servidores del Evangelio en el ministerio y en la vida consagrada: el arzobispo de Génova Tomás Reggio, el sacerdote diocesano Guillermo José Chaminade y el monje benedictino Columba Marmion.
Cinco personalidades diversas, cada una con su fisonomía y su misión, pero
todas unidas por la aspiración a la santidad. Es precisamente su santidad lo
que reconocemos hoy: santidad que es relación profunda y transformadora con
Dios, construida y vivida en el compromiso diario de adhesión a su voluntad. La
santidad se vive en la historia, y ningún santo está exento de las
limitaciones y los condicionamientos propios de nuestra humanidad. Al beatificar
a un hijo suyo, la Iglesia no celebra opciones históricas particulares
realizadas por él; más bien, lo propone como modelo a la imitación y
veneración por sus virtudes, para alabanza de la gracia divina que
resplandece en ellas.
…
2. Al escuchar las palabras
de la aclamación del Evangelio: "Señor, guíanos por el recto camino",
nuestro pensamiento ha ido espontáneamente a la historia humana y religiosa del
Papa Pío IX, Giovanni Maria Mastai Ferretti. En medio de los
acontecimientos turbulentos de su tiempo, fue ejemplo de adhesión incondicional
al depósito inmutable de las verdades reveladas. Fiel a los compromisos de su
ministerio en todas las circunstancias, supo atribuir siempre el primado
absoluto a Dios y a los valores espirituales. Su larguísimo pontificado no
fue fácil, y tuvo que sufrir mucho para cumplir su misión al servicio del
Evangelio. Fue muy amado, pero también odiado y calumniado.
Sin embargo, precisamente en medio de esos contrastes resplandeció con
mayor intensidad la luz de sus virtudes: las prolongadas tribulaciones
templaron su confianza en la divina Providencia, de cuyo soberano dominio sobre
los acontecimientos humanos jamás dudó. De ella nacía la profunda serenidad de
Pío IX, aun en medio de las incomprensiones y los ataques de muchas personas
hostiles. A quienes lo rodeaban, solía decirles: "En las cosas humanas es
necesario contentarse con actuar lo mejor posible; en todo lo demás hay que
abandonarse a la Providencia, la cual suplirá los defectos y las insuficiencias
del hombre".
Sostenido por esa convicción interior, convocó el concilio ecuménico
Vaticano I, que aclaró con autoridad magistral algunas cuestiones entonces
debatidas, confirmando la armonía entre fe y razón. En los momentos de prueba,
Pío IX encontró apoyo en María, de la que era muy devoto. Al proclamar el dogma
de la Inmaculada Concepción, recordó a todos que en las tempestades de la
existencia humana resplandece en la Virgen la luz de Cristo, más fuerte que el
pecado y la muerte.
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