en los relatos
de vocaciones
de Lc. 5, 1-11 y
Jn 1, 35–42
Para empezar he elegido el texto de Lc 5,1-11. Se trata de aquel
precioso relato de vocación en el que se cuenta cómo Pedro y sus compañeros,
después de haber estado pescando inútilmente durante toda la noche, se hacen de
nuevo a la mar, fiados de la palabra del Señor. Consiguen una captura tan
abundante que las redes amenazan romperse. Viene a continuación la llamada:
Serás pescador de hombres. Siento una especial predilección por este relato,
porque en él se encierra el aura matinal del primer amor, de un comienzo
lleno de esperanzas y de disposición, en cuya meditación me llega siempre la
luminosidad y el frescor que es propio de los inicios: aquella alegría en el
Señor de la que hemos hablado, siguiendo el antiguo Salterio, al principio de
la misa: «Me acercaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud» (Sal
42,4). Al Dios a cuyo lado se renueva siempre la alegría juvenil, porque al ser
la vida, es también la fuente de la auténtica juventud.
Pero volvamos al texto. Se nos cuenta que las gentes se aglomeraban en
torno a Jesús porque querían escuchar la palabra de Dios. Jesús se encuentra a
orillas del mar, los pescadores están limpiando las redes y el Maestro sube a
una de las dos barcas que allí había, la de Pedro. Le pide alejarse un poco de
la orilla, se sienta en la barca y desde allí enseña. La barca de Pedro se ha
convertido en cátedra de Jesucristo. Luego le dice a Simón:Boga mar adentro
y echa las redes. Los pescadores han pasado toda la noche anterior trabajando
en vano y parece absurdo salir a pescar ahora, en esta hora de la mañana. Pero
ya Jesús se ha hecho tan importante para Pedro, tan determinante, que éste
puede decir: Lo hago fiado de tu palabra. La palabra cobra, pues, más
realidad que lo al parecer empíricamente real y seguro. La mañana galilea, cuyo
frescor parece poderse respirar en esta descripción, se convierte en imagen del
nuevo amanecer del evangelio tras la noche de infructuosas actividades a que
nos conduce una y otra vez nuestro hacer y querer. Cuando Pedro regresa a
tierra con sus compañeros con tal cantidad de peces que las dos barcas juntas
apenas podían transportarlos —la pesca había sido tan abundante que
amenazaba con romper las redes— no dejaba a sus espaldas sólo un camino
exterior, una profesión artesana. Este viaje se había convertido en un camino
interior, cuya amplitud ha indicado Lucas mediante dos palabras que le sirven
de marco.
El evangelista nos transmite, en efecto, que antes de la pesca Pedro se
dirige al Señor con un epistata,equivalente a nuestro «profesor», o
«maestro» (rabbi).Pero al volver, se postra de rodillas ante Jesús y ya
no le llama rabbi sino kyrie, es decir, le aplica expresiones
propias de la divinidad. Pedro había recorrido el trayecto que va desde el rabbi
al Señor, del maestro al Hijo. Tras esta peregrinación interior, ya está
capacitado para recibir la vocación.
Se hace aquí patente el paralelismo con Jn 1,35-42, el primer relato de
vocación del cuarto Evangelio. Se narra aquí cómo se unieron a Jesús los dos
primeros discípulos —Andrés y otro del que no se da el nombre— impresionados
por las palabras del Bautista:«He aquí el cordero de Dios.» Se sienten
impresionados de un lado por la conciencia de su condición de pecadores que
resuena en esta sentencia y, del otro, por la esperanza que trae a los
pecadores el cordero de Dios. Se puede barruntar cómo ambos se sienten todavía
inseguros: su discipulado es todavía vacilante. Van tras él cautelosamente,
sin decir nada; al parecer, aún no se atreven a dirigirle la palabra. Entonces
él se vuelve hacia ellos y les pregunta: ¿Qué queréis? La respuesta sigue siendo
indecisa, un poco tímida y perpleja, pero no obstante lleva a lo esencial: Rabbi,
¿dónde vives? O con traducción más literal: ¿Dónde permaneces? ¿Dónde
está tu lugar o morada permanente, lo propio tuyo, para que podamos ir allá?
Conviene recordar en este punto que la palabra «permanencia» es una de las de
más hondo y denso contenido del Evangelio de Juan.
Jesús les respondió: «Venid y lo veréis.» La fórmula se repite en
la conclusión del segundo relato de vocación, el referente a Natanael, donde al
final se dice: «Verás cosas mayores» (1,50). Así, pues, el contenido del
venir es ver; venir es un entrar en un ser visto por él y en un ver con él.
Donde él permanece, está abierto al cielo, el espacio oculto de Dios (1,51);
allí se encuentra el hombre en la luminosidad de Dios.«Venid y lo veréis»
concuerda también con el Salmo de comunión de la Iglesia: «Gustad y ved
cuán bueno es el Señor» (Sal 33[34], 9). El venir, y sólo el venir, lleva
al ver. El gustar abre los ojos. Así como en el pasado, en el paraíso, al
gustar del fruto prohibido se abrieron de manera funesta los ojos, también
ahora, pero en sentido inverso, el gustar de lo verdadero abre los ojos, de
modo que pueda verse la bondad del Señor. Sólo en el venir, en la permanencia
de Jesús, acontece el ver. Sin el riesgo del venir, no puede darse un ver.
Juan añade una observación: era la hora décima (1,39); es decir, una hora ya
muy tardía, en la que de ordinario no se piensa ya en emprender nuevas tareas;
pero justamente en este momento acontece lo inaplazable, lo decisivo. Según
ciertos cálculos apocalípticos, se pensaba que en esta hora se produciría el
fin de los tiempos. Quien viene a Jesús entra en lo definitivo, en el tiempo
del fin;entra en contacto con la parusía, que es ya realidad presente de la
resurrección y del reino de Dios.
En el venir acontece, pues, el ver. Juan ilustra esta idea mediante el
mismo procedimiento que vimos antes en Lucas. A las primeras palabras de Jesús
responden los dos con un rabbi.Pero cuando regresaron del lugar donde
«permanecía»,dijo Andrés a su hermano Simón: «Hemos encontrado a Cristo»
(1,41). Viniendo a Jesús, permaneciendo a su lado, recorrió el camino que del rabbi
lleva a Cristo, aprendió a ver en el maestro a Cristo. Sólo en la
permanencia puede aprenderse esta lección. Se hace así visible la unidad
interna entre el tercero y el cuarto Evangelios: en ambas ocasiones, tras una
primera palabra aparece el valor para caminar con Jesús. Las dos veces se emprende,
por una palabra suya, el experimento de la vida y las dos veces sucede que el
venir se transforma en ver.
Todos nosotros hemos iniciado ya, con el reconocimiento pleno
del Hijo de Dios a través de la Iglesia, nuestro camino, pero aquel venir
«fiado en tu palabra», aquel entrar en su «permanencia» sigue siendo, también
para nosotros, condición previa del auténtico ver. Y sólo quien ve por sí
mismo, quien no cree como «de segunda mano», puede llamar a otros. Este venir,
este atreverse fiados de su palabra es, también hoy y por siempre, el
presupuesto indispensable del apostolado, del llamamiento al servicio sacerdotal.
Siempre tendremos necesidad de preguntarle: ¿Dónde vives (permaneces)? Y
también será siempre necesario dirigirse, desde el interior, hacia la
morada-permanencia de Jesús. Deberemos arrojar una y otra vez las redes fiados
de su palabra, por absurdo que pueda parecer. Siempre será preciso tener a su
palabra por más real que aquello que pretende ser lo único realmente válido:
la estadística, la técnica, la opinión pública. A menudo nos parecerá que es ya
la hora décima y que deberíamos aplazar para más tarde la hora de Jesús. Pero
precisamente así puede ser la hora de su cercanía.
Hay todavía algunos rasgos más, comunes a ambos Evangelios. En Juan los
dos discípulos se sienten llamados por la sentencia sobre el cordero. Saben,
evidentemente por propia experiencia, que son pecadores. Y esto no es para
ellos un distante lenguaje religioso, sino algo que palpan y sienten en su
interior, que constituye para ellos una realidad. Y como lo saben, el cordero
es su esperanza y por eso empiezan a caminar tras él. Cuando Pedro regresa con
su abundante pesca, sucede algo inesperado. Contra lo que cabría imaginar, no
abraza efusivamente a Jesús por el buen resultado del negocio, sino que cae de
rodillas a sus pies. No intenta retenerlo, como una sólida garantía de éxito,
sino que le ruega que se aleje, porque se siente temeroso ante el poder de
Dios.«Aléjate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8). Cuando
experimenta el hombre a Dios, conoce su condición de pecador, y sólo cuando ha
conocido y reconocido verdaderamente a Dios se conoce tal como él mismo es en
realidad. Pero también así es como llega el hombre a la autenticidad. Sólo
cuando el hombre sabe quees pecador y ha comprendido el carácter funesto del
pecado entiende también el sentido de la llamada: «Convertíos y creed en la
buena nueva» (Mc 1,15). Sin conversión no es posible acercarse a Jesús ni
al evangelio. Hay, a este propósito, una paradoja de Chesterton que expresa con
sumo acierto esta conexión: Se conoce a un santo en que sabe que es pecador. El
oscurecimiento de la experiencia de Dios se manifiesta hoy en la desaparición
de la experiencia del pecado; y a la inversa, la desaparición de este
conocimiento aleja al hombre de Dios. Aunque sin caer en una falsa pedagogía
del temor, debemos aprender una vez más la verdad de la sentencia: Initium
sapientiae timor Domini: la sabiduría, el verdadero conocimiento, empieza
con el justo temor de Dios. Debemos aprenderlo de nuevo, para aprender también
el verdadero amor y para comprender qué significa que podemos amarle y que él
nos ama. También, pues, esta experiencia de Pedro, de Andrés y de Juan es un
presupuesto básico del apostolado y, por ende, del sacerdocio. Sólo puede
anunciar la conversión —la primera palabra del cristianismo— quien previamente
se siente invadido por el sentimiento de su necesidad y ha comprendido, por
consiguiente, la grandeza de la gracia.
En los elementos fundamentales del camino espiritual del apostolado que
aquí se van descubriendo se perfila también, al mismo tiempo, la conexión
sacramental básica entre la Iglesia y el servicio sacerdotal. Si a la
experiencia del pecado corresponden el bautismo y la penitencia, al venir y
ver, al entrar en la morada permanente de Jesús, corresponde el misterio de la
eucaristía. Ella es, en un sentido que antes de su institución no
era posible ni tan siquiera imaginar, la permanencia de Jesús entre nosotros.
«Allí veréis.» La eucaristía es el lugar donde se cumple la promesa hecha a
Natanael, de que podremos ver el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y
bajar sobre el Hijo del hombre (Jn 1,51). Jesús mora y «permanece» en el
sacrificio, en el acto de amor con el que se transfiere al Padre y, mediante su
amor vicario, también a nosotros nos devuelve a él. El salmo de comunión (Sal
33[34]), que habla del gustar y ver, contiene esta otra frase: «Entrad y
seréis iluminados» (ver. 6, según la Vulgata). Comulgar con Cristo
es comulgar con la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo (cf. Jn 1,9).
Consideremos ahora el siguiente punto común a las dos narraciones que
nos ocupan: la abundante pesca amenaza romper la red. Pedro y los suyos no
conseguían alcanzar la orilla. A continuación se nos dice que entonces
hicieron señas a sus compañeros de la otra barca, los cuales vinieron en su
ayuda. Las dos barcas se llenaron tanto que casi se hundían (Lc 5,7). La
llamada de Jesús es al mismo tiempo una convocatoria, una llamada asyllabesthai,
como se dice en el texto griego, a trabajar juntos, a la cooperación y
ayuda mutua, a la labor en equipo de las dos barcas. La misma idea reaparece en
Juan. Cuando Andrés regresa del lado de Jesús, no puede mantener en secreto su
descubrimiento. Conduce hasta Jesús a su hermano Simón y también a Felipe, que,
por su parte, hace lo mismo con Natanael (Jn 1,41-45). La llamada lleva a la
unión, a la concordia, a la convivencia. Introduce en el discipulado y pide
retransmisión. En toda vocación hay también un elemento humano, la dimensión
de la fraternidad, del estímulo, del impulso proporcionado por otros. Cuando
reflexionamos sobre nuestro propio camino, cada uno de nosotros sabe que el
resplandor de Dios no ha descendido directamente sobre él, sino que de alguna
manera me vio interpelado por algún creyente, fue acompañado y sostenido por
otros. Es cierto que la vocación sólo puede mantenerse en pie cuando no creemos
únicamente como «de segunda nano», «porque lo ha dicho éste o el otro», sino
cuando, guiados por los hermanos, somos nosotros mismos quienes encontramos a
Jesús (cf. Jn 4,42). Ambas cosas están indisolublemente unidas: guiar, hablar,
acompañar, sostener, y aquel«venid y veréis». Por eso creo que
deberíamos desplegar mucho más valor para hablarnos los unos a los otros y
para no tener en poco aceptar la compañía de otros, fiados del testimonio
ajeno. El «con» es parte constitutiva de la vertiente humana de la fe. Es uno
de sus componentes. En este «con» debe madurar el encuentro personal con
Jesús. Del mismo modo que el acompañar y el tomar consigo, también es importante
soltar, liberar lo que cada vocación personal tiene de peculiar, por muy
diferente que sea de lo que nosotros habíamos atribuido al interesado.
En Lucas estas ideas se amplían hasta ofrecer una visión total de la
Iglesia. A los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, se les llama koinonoi «compañeros»,
o más exactamente,«socios» de Pedro. Esto significa que entre los tres habían
montado una pequeña asociación pesquera, una cooperativa, en la que Pedro
figuraba como director y propietario principal. Jesús dirigió su primera
llamada a este grupo, a esta, koinonia (communio), a la cooperativa de
Simón se convierte en imagen de lo nuevo, de lo que está por venir. La
asociación pesquera hacer la communio de Jesús. Los cristianos forman la
communiode esta barca de pescador, en virtud de la llamada de Jesús,
unido en el milagro de la gracia que, tras las noches sin esperanza,
regala las riquezas del mar. Y, como en el don, también están unidos en la
misión.
Hay en Jerónimo una hermosa interpretación de la expresión «pescador de
hombres» que en esta transformación interior de la profesión, pasa a ser una
visión de futuro. Dice Jerónimo que sacar a los peces del agua significa
arrancarlos de su elemento vital y entregarlos, por tanto, a la muerte. Pero,
en cambio, sacar a los hombres del agua del mundo significa arrancarlos del
elemento de muerte y de la noche sin estrellas para darles el aire y la luz del
cielo. Significa trasladarlos al elemento de la vida, que da al mismo tiempo
luz y contemplación de la verdad. La luz es vida, porque el elemento vital del
hombre, aquello de lo que vive en lo más hondo de sí, es la verdad, que es a la
vez amor. Es cierto que el hombre que nada en las aguas del mundo ignora estas
cosas. Por eso se resiste a ser sacado del agua. Cree, por decirlo de algún
modo, que es uno que morirá sin remedio si es arrancado delagua de las
profundidades. Se trata, en realidad, de un acontecimiento mortal. Pero
esta muerte lleva a la vida verdadera, sólo en la cual el hombre a su auténtica
realidad. Ser discípulo significa dejarse capturar por Cristo, que es el Pez
misterioso que ha descendido hasta el agua del mundo, el agua de la muerte; que
se ha hecho pez para dejarse primero capturar por nosotros, para ser nuestro
pan de vida. Se deja capturar paraque nosotros seamos capturados por él y
hallemos el valor suficiente para dejarnos sacar con Él de las aguas de nuestra
rutina y de nuestras comodidades. Jesús se ha convertido en pescador le hombres
al tomar sobre sí la noche del mar, al descender a la pasión de las
profundidades. Pescador de hombres sólo puede ser quien, como él, se entrega a
sí mismo. Y esto sólo puede hacerse cuando se confía en la barca de Pedro,
cuando se entra en la comunión de Pedro. La vocación no es asunto privado, no
es un perseguir por iniciativa propia la causa de Jesús. Su espacio es la
Iglesia entera, que sólo puede existir en comunión con Pedro y en comunión, por
tanto, con los apóstoles de Jesucristo.
(RATZINGER, J., Servidores de vuestra alegría, Ed. Herder, Barcelona, 1989, pp.
92-103)
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