En la cumbre del Tabor
Sigamos primero el relato evangélico, para ver luego de ahondar su sentido.
Corría el último año de la vida pública de Jesús. Hasta entonces habían sido muy raras las alusiones a su futura Pasión, mas, como dice San Mateo: “Jesús comenzó desde entonces a manifestar a sus discípulos que convenía fuese Él a Jerusalén, y que allí padeciese por parte de sus enemigos, y que debía morir y resucitar al tercer día". Y añadió: “Varios de los que aquí están, no han de morir hasta que no hayan visto al Hijo del hombre aparecer en el esplendor de su reino” (Mt 16, 21, 28)
Unos días después de esta predicción, toma consigo nuestro divino Salvador algunos de sus discípulos, los tres apóstoles preferidos: Pedro, a quien pocos días antes había prometido que fundaría sobre él su Iglesia: Santiago, que había de ser el primer mártir del Colegio Apostólico, y Juan, el discípulo amado.
Habíales ya elegido el Señor como testigos de la resurrección de la hija de Jairo, mas ahora los conduce a un monte elevado para hacerlos testigos de una manifestación mucho más espléndida de su divinidad. La tradición señala el monte Tabor, que se levanta a una legua al Este de Nazaret, monte aislado, de unos seiscientos metros de altura, alfombrado de rica vegetación, y desde cuya cumbre se divisan por todos los lados grandes horizontes.
En la cima, pues, de este monte, y huyendo del bullicio mundanal, “seorsum”, se dirige Jesús con sus discípulos; y conforme acostumbraba, se puso en oración, según registra San Lucas. Et facta est, dum oraret, species vultus ejus altera (Lc 9, 29) “ y mientras oraba apareció diversa la figura de su semblante, y su vestido se volvió blanco y radiante”, transfiguróse mientras oraba. Su rostro resplandece como el sol, tórnanse sus vestidos blancos como la nieve, y de pronto se ve envuelto en una atmósfera divina.
Al comenzar Jesús su oración, habíanse los Apóstoles dejado vencer del sueño, cuando un fuerte resplandor los despierta: entonces contemplan a su Maestro radiante de gloria, y ven a su lado a Moisés y a Elías conversando con Él. Pedro lleno de gozo al ver la gloria de Jesús, fuera de sí y sin saber lo que decía, exclama: Bonum est nos hic esse (Mt 17, 24; Mc 9, 4-5): "Maestro, bien se está aquí". ¡0h Señor, qué bien se está contigo! Cesen, pues, las luchas con los fariseos, los cansancios y fatigas de tantas correrías: basta de humillaciones y asechanzas; quedémonos aquí y pongamos tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías. Creíanse los Apóstoles ya como en el cielo; tanta era la gloria que inundaba a Jesús, que su sola vista bastaba para saciar los corazones de tres discípulos.
Todavía estaba Pedro hablando, cuando una nube refulgente vino a envolverlos, y al mismo tiempo resonó desde la nube una voz que decía: "Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias; escuchadle". Al oírla, los Apóstoles quedaron sobrecogidos y llenos de miedo, y se postraron ante Dios para adorarle.
Mas tocólos Jesús al instante, y les dijo: "Levantaos y no hayáis miedo". Alzando ellos los ojos, "sólo vieron a Jesús": Neminem viderunt nisi solum Jesum (Mt 17, 5-8). Vieron entonces a Jesús cual le veían antes de subir al monte, cual estaban acostumbrados a verle; el mismo Jesús hijo del artesano de Nazaret, el mismo Jesús que poco tiempo después había de morir en la cruz.
II
He aquí el misterio tal como nos lo describe el Santo Evangelio. Veamos ahora su sentido oculto, pues que todo en la vida de Jesús, Verbo encarnado, tiene algún alto significado. Cristo, permitidme la expresión, es el gran Sacramento de la nueva Ley , porque, al fin, un Sacramento tomado en sentido lato, no es sino el signo sensible de una gracia interior; por consiguiente, se puede decir que Cristo es el gran sacramento de todas las gracias que Dios ha hecho al género humano.
Como dice el Apóstol San Juan: “Cristo apareció en medio de nosotros como Hijo único de Dios lleno de gracia y de verdad”, y añade a renglón seguido: "y todos debemos participar de su plenitud" (Jn 1, 14.16) . Jesús nos comunica en sus misterios las gracias, por habérnoslas merecido como Hombre Dios, y por haberle constituido el Padre Eterno único- pontífice y- supremo mediador.
Los misterios del Señor, corno ya os tengo dicho, deben servirnos como motivos de contemplación, de admiración y de culto; debemos ver en ellos como otros tantos sacramentos que producen en nosotros su gracia propia, en proporción de nuestra fe y de nuestro amor.
Esto mismo sucede con cada uno de sus estados, con cada tina de sus obras: porque, si Cristo es siempre el Hijo de Dios, si en todo cuanto dice y hace glorifica ante todas cosas a su Padre, sin separarnos jamás de su pensamiento, también asigna a cada uno de sus misterios una gracia, para ayudarnos a reproducir en nosotros su divina fisonomía y hacernos semejantes a Él.
Hablando de la Transfiguración, el gran San León, dice: "El relato evangélico que acabamos de oír nuestro espíritu, nos convida a indagar cuál sea el sentido de este gran Misterio”. Es gracia muy precisa la de poder penetrar el significado de los misterios de Jesús, porque –en ellos se halla la vida eterna": Haec est vita aeterna (Jn 17,3). Nuestro Señor mismo decía a sus discípulos que "esta gracia de espiritual inteligencia sólo la concedía a los que se unían consigo": Vobis datum est nosse mysterium regni Dei, caeteris in parabolis (Lc 8, 10).
Es tan importante para nuestras almas esta gracia, que la Iglesia, guiada aquí como en todo por el Espíritu Santo, la pide un modo especial en la Poscomunión de la fiesta.
Escuchad nuestra oración, Dios omnipotente, y haced que nuestras almas purificadas comprendan bien los santos misterios de la Transfiguración de vuestro Hijo, que acabamos de celebrar con solemne oficio. Ut sacrosancta Filii tui Transfigurationis mysteria quae solemne celebramus officio purificatae mentis intelligentia consequamur.
Veamos, pues, lo que significa este misterio primero para los Apóstoles, ya que tuvo lugar en presencia de tres de ellos.
¿Por qué se transformó Cristo ante ellos? El mismo San León nos lo declara: "El objeto principal de esta transfiguración era quitar del corazón de los discípulos el escándalo de la cruz, y para Que las humillaciones de su Pasión, libremente aceptadas, no viniesen a turbar su fe, una vez que les fuera revelada la altísima, aunque oculta, dignidad del Hijo de Dios con los oídos corporales, y que ha cautivado la atención de fe, una vez que les fuera revelada la altísima, aunque oculta, dignidad del Hijo de Dios".
Los Apóstoles, que tenían íntimo trato con el divino Maestro y que, por otra parte, no habían perdido la mentalidad judía respecto de los destinos de un Mesías glorioso, no podían concebir que Cristo pudiese padecer. Ved a San Pedro, príncipe del Colegio Apostólico, que poco tiempo antes había proclamado, en presencia y en nombre de todos, la divinidad de Jesús: "Tú eres el Cristo Hijo del Dios vivo" (Jn 17, 3). El amor que tenía al Señor y la idea todavía rastrera que de su reino conservaba, le hacían rechazar la otra idea de la muerte de su Maestro. Por eso, al predecirles Jesús abiertamente su próxima Pasión, algunos días antes de la Transfiguración, Pedro se había conmovido sobremanera, y tomando aparte a Jesús, había protestado diciendo: “¿Ah, Señor, eso de ningún modo: no quiera Dios que tal suceda!” Entonces le represente nuestro divino Salvador, y le dice: “Apártate de, mí, Satanás (es decir, adversario), que quieres estorbar se cumpla la voluntad del que me envió; tú no sabes ni has gustado las cosas de Dios, sino que abrigas todavía pensamientos humanos (Lc 8, 10).
Tenía previsto, pues el Señor que sus Apóstoles no habían de conformarse con sus humillaciones, y que su cruz sería para ellos ocasión de tropiezo. Si eligió con preferencia a estos tres discípulos para que presenciaran su Transfiguración, fue porque dentro de poco tiempo habían de ser éstos mismos testigos de su flaqueza y congoja, de su inmensa tristeza y agonía en el Huerto de las Olivas.
Con esto, al verle ahora transfigurado, los pertrecha contra el escándalo que había de sufrir su fe al ver después a Jesús tan humillado: Por eso quiere afianzarlos en la fe. ¿Cómo? Primero por este mismo misterio.
Jesucristo durante su vida mortal tenía las apariencias de un hombre como los demás: Habitu inventus ut homo, dice San Pablo (Fp 2, 7), tanto que muchos de los que le veían le tomaban por un hombre ordinario, aún entre sus mismos parientes, sui, aún entre aquellos que, según costumbre de entonces, el escritor sagrado denomina fratres Dominio (Cf. Jn7, 3). Estos mismos, al oír su doctrina tan extraordinaria, le decían “que había perdido el juicio” (Mc 3, 21), y los que le habían conocido en Nazaret, en el taller de José, se preguntaban extrañados de dónde podía venirle tanta sabiduría. ¿Nonne hic es fabri filius? (Mt 13, 55).
Había en Jesús, a no dudarlo, una virtud interior divina que irradiaba de Él al obrar tantos prodigios: “Virtus de illo exibat et sanabat omnes” (Lc, 6 19); dejaba tras de sí un como perfume divino que atraía a las muchedumbres, pues ocurría, según leemos en el Evangelio, que los judíos, aunque groseros y carnales, hasta tres días sin comer, a trueque de seguirle (Mt. 15, 32)
La divinidad, sin embargo de ello, estaba en El velada por una carne mortal y flaca; Jesús se hallaba sometido, a las condiciones ordinarias y variadas de la vida humana débil y pasible: sujeto al hambre, y a la sed, al sueño y al cansancio, a la fuga y a la lucha. Tal era el Cristo de todos los días, tal la humilde existencia que los Apóstoles continuamente veían.
Mas ahora, en la montaña, le ven todo transfigurado, y los efluvios de la divinidad atraviesan los velos de su santa Humanidad. El rostro de Jesús se apareció radiante como el sol, y sus vestidos eran tan blancos cual copos de pura nieve (Mc 9,2).
Comprenden con esto los Apóstoles que aquel Jesús es verdadero Dios, puesto que los inunda la majestad de su divinidad y se les revela en toda su integridad la gloría eterna de su Maestro. Aún más, aparecen al lado de Jesús Moisés y Elías conversando con Él y adorándole.
Sabido es que para los Apóstoles, como para todos los Judíos fíeles, Moisés y Elías eran los dos personajes que resumían toda su religión y todas sus tradiciones patrias, como quiera que Moisés era su legislador y Elías representaba a los profetas todos. La Ley y los Profetas, representados por estos personajes, vienen a atestiguar que Cristo es el Mesías anunciado tantos siglos y esperado. Podrán los fariseos emprenderla contra El, podrán abandonarle sus discípulos, pero la presencia de Moisés y de Elías prueba a Pedro y sus compañeros que Jesús respeta la ley y va de acuerdo con los Profetas, que Cristo es el Enviado de Dios y el que ha de venir. En fin, para digno remate de todos estos testimonios, y manifestar de una vez la divinidad de Jesús, déjase oír la voz del Padre eterno, el cual proclama desde arriba que Jesús es su Hijo, y Dios como Él mismo. Todo esto contribuirá poderosamente a consolidar la fe de los Apóstoles en Aquel a quien Pedro había reconocido ya como a Cristo e Hijo de Dios vivo.
(COLUMBA MARMION, Cristo en sus misterios, ED. LUMEN, Chile, pp. 285-ss.)
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