Sr.
Cardenal-Arzobispo de Madrid
Antonio
Rouco Varela
en
la Fiesta de las Familias
Domingo
de la Sagrada Familia
(Eclo 3,2-6.12-14; Sal 83, 2-3. 5-6. 9-10; 1º Jn 3,1-2. 21-24; Lc 2,41-52)
Mis
queridos hermanos y hermanas en el Señor, queridas Familias:
1. La
Fiesta de la Sagrada Familia nos reúne hoy, de nuevo, en este año que concluye,
el 2012, crítico y doloroso por tantos motivos, para dar gracias a Dios por
nuestras familias enraizadas en la fe en Jesucristo, el Redentor del hombre, y
pedirle por el bien de la familia cristiana, verdadera “esperanza para hoy”.
¿La única sólida esperanza? Si contemplamos la realidad social y cultural que
la envuelve y lo fugaces e inoperantes que son las alternativas que se proponen
para salir de la crisis de verdadera y honda humanidad que la caracteriza, no
cabe duda alguna: sólo la familia concebida y vivida en la plenitud de su
verdad, como la enseña el lenguaje inequívoco e indestructible de la naturaleza
humana, despeja el horizonte de la esperanza para el hombre y la sociedad de
nuestro tiempo. ¿Pero cuál es y cómo se conoce la plenitud de esa verdad y
cuáles son las vías para comprenderla y realizarla venciendo los obstáculos
económicos, sociales, culturales, jurídicos y políticos tan formidables que se
interponen en su camino? La respuesta es muy sencilla: cuando se la busca con
humilde sinceridad en la escucha de la Palabra de Dios y en la vivencia
fervorosa de la celebración del Sacramento de la Eucaristía, especialmente en
el día en que la Iglesia trae a la memoria renovada y actual de sus hijos el
Misterio de la Sagrada Familia de Nazaret, en cuyo seno nació, se educó y se
cobijó el Hijo de Dios, el Salvador del mundo. En ella se abrió e inició la
verdadera y definitiva historia de la salvación del mundo. Una historia que
ninguna crisis, aunque suponga e incluya los mayores y más horrendos pecados
del hombre, podrá jamás interrumpir y, menos, anular.
2. Por
eso, en esta nueva Solemnidad de la singular Familia surgida de una
intervención de Dios Padre, sobrenaturalmente única, en un determinado momento
del curso histórico de la humanidad elegido y predestinado por Él, hemos
invitado a las familias cristianas a encontrarse en “los atrios del Señor”
con no menor anhelo y gozo que sentía el salmista al “consumirse” su
alma y retozar su corazón y su carne cuando estaba en el Templo de la Antigua
Alianza, anticipo de “la Morada de Dios con los hombres”, realizada
ahora sacramentalmente en su Iglesia extendida por todos los rincones de la
tierra. Sí, precisamente por esta razón tan divina y tan humana, los hermanos
Sres. Cardenales, Arzobispos y Obispos, venidos de toda España y de otras
Diócesis Europeas, y, no en último lugar, el Prefecto del Pontificio Consejo
para la familia, los sacerdotes concelebrantes, los diáconos, los seminaristas
y los numerosos fieles consagrados y laicos, unidos por los vínculos de la
familia cristiana, nos reunimos esta radiante mañana del Domingo de la Sagrada
Familia en la madrileña Plaza de Colón, evocadora de tantos memorables
encuentros eclesiales, formando la gran Familia de los Hijos de Dios, para
profesar ante el mundo, a la luz de la Palabra divina y actualizando
eucarísticamente el Misterio de nuestra Redención, la fe en la Verdad de la
Familia cristiana reflejada, posibilitada y fundada de modo pleno y definitivo
en la Sagrada Familia de Nazaret: en la Familia de Jesús, José y María.
3. Es
bueno recordar esta Verdad atendiendo a las enseñanzas luminosas del Concilio
Vaticano II en este Año de la Fe convocado por nuestro Santo Padre Benedicto
XVI en el cincuenta aniversario de su solemne apertura, el 11 de octubre del
año 1962. Ya entonces, en la delicada coyuntura histórica de tener que
consolidar sobre fiables y firmes fundamentos éticos y espirituales un orden
jurídico internacional nuevo para una humanidad sumida hacía apenas dos décadas
en una trágica contienda mundial, se hacía urgente actualizar la doctrina de la
fe sobre la verdad eterna del matrimonio y de la familia. ¡Hoy, quizá, mucho
más! El Concilio define el matrimonio (podríamos decir), como “la íntima
comunidad de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador y provista de
leyes propias (que) se establece con la alianza… es decir, con un
consentimiento personal irrevocable… Por su propio carácter natural, la
institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la
procreación y educación de la prole y con ellas son coronados como su
culminación… Cristo, el Señor ha bendecido abundantemente este amor multiforme,
nacido de la fuente divina de la caridad y construido a semejanza de su unión
con la Iglesia… Así, el hombre y la mujer, por la alianza conyugal, ‘ya
no son dos, sino una sola carne’ (Mt 19,6)” (GS, 48).
Queridas
Familias: Esta Verdad del matrimonio cristiano es la verdad de vuestras vidas.
Es la verdad del fundamento de toda sociedad que quiere y trata de edificarse
de modo justo, solidario, profundamente humano y fecundo. ¡Es su futuro!
Ignorarla y, más aún, despreciarla es poner en juego su misma viabilidad
histórica. Sin la verdad del matrimonio, el organismo vivo, que es la sociedad,
se desintegraría. Se pondría en peligro el hombre mismo. “Con el rechazo de
estos lazos (los de la familia vivida en su verdad plena) desaparecen también
las figuras fundamentales de la existencia humana: el padre, la madre, el hijo;
decaen dimensiones esenciales de la experiencia de ser persona humana”,
recordaba el Papa Benedicto XVI en su discurso a la Curia Romana con motivo de
las felicitaciones de la Navidad, el pasado 21 de diciembre. Decae además, la
dimensión de la fraternidad igualmente vital para la digna configuración de la
sociedad.
4.
Pero, aún más, la familia cristiana es la célula primera del organismo
sobrenatural que es la Iglesia. Lo fue en esa primera y fundamental Familia de
Jesús, María y José, que está en la base no sólo de la historia “cronológica”
de la Iglesia, sino en su misma entraña teológica como la gran Familia de los
hijos de Dios que es la Iglesia. La Iglesia engendra, cría y educa a sus hijos
por la Palabra de la Fe y por el Bautismo, con el concurso inestimable e
imprescindible de la familia creyente. Como ocurrió con Jesús en la Sagrada
Familia de Nazareth. Después de haberse quedado en el templo, ocupado con “las
cosas de su Padre”, sabiendo y consciente de que su edad de lo permitía,
bajó con sus padres María y José a Nazareth había estado angustiados por la
aparente desaparición del hijo− “y siguió bajo su autoridad. Su madre
conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en
estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,51-52). Así es
necesario que ocurra siempre. La familia cristiana es el lugar primero −e
insustituible, en principio− para que los hijos nazcan y crezcan en la Fe en Jesucristo,
el Salvador del hombre. La “comunidad familiar”, nacida de la carne y de
la sangre, santificada por la gracia del Sacramento, fundada, experimentada y
vivida como fruto de la donación incondicional del amor en Cristo, es el marco
fundamental para que nazca, madure y se forme el hombre, ¡la persona humana!,
en toda su dignidad de “hijo de Dios”. En esa comunidad de vida y de
amor, que es la familia cristiana, es donde los niños y los jóvenes pueden
aprender “en vivo” ese “amor que nos ha tenido el Padre para
llamarnos hijos de Dios”: para saber que “lo somos”, como nos lo
recuerda San Juan en su primera Carta (1 Jn 3,1). No importa que el mundo no
nos conozca, incluso, que nos rechace. En el fondo de esas posturas negadoras
de la verdad de la familia cristiana está operante el hecho social de no querer
conocerle a Él. Consecuentemente, al no aceptar el mandamiento de Dios de “que
creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo”, la sociedad actual en muchos
de los sectores más influyentes que la componen, no comprenderá su significado
implícito de “que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó” (1 Jn
3,24). Con lo cual, se ciegan las vías para una auténtica y duradera renovación
social. Profesar la fe en la Verdad de la Familia Cristiana −¡la verdad de Dios
que vosotros, queridas familias cristianas, queréis hacer realidad fiel en
vuestras vidas, siguiendo el modelo de la Sagrada Familia de Nazareth!−, no
sólo es vital para vuestro futuro y el de vuestros hijos sino, también para el
futuro de la sociedad y de la Iglesia; más aún, para el futuro de la humanidad.
No hay duda: ¡Vosotros sois la esperanza para hoy!
5.
¡Sed fuertes! Sed valientes en la fidelidad y en la renovación constante de
vuestro amor −¡amor fecundo!− como esposos y padres de familia. Seamos fuertes
y valientes todos con vosotros en la Comunión de la Iglesia: los Pastores
−Obispos y presbíteros−, los consagrados y todos los fieles laicos. Sería una
gravísima responsabilidad pastoral y apostólica dejaros solos en esta situación
tan dramática, producida por una crisis que os afecta muy directamente en lo
económico; pero, sobre todo, en el reconocimiento social, cultural y jurídico
que se os debe. Una crisis moral y espiritual que surge y se plantea en sus
orígenes como una “crisis de fe” con pocos precedentes en la historia de
Europa y de España. En esta hora histórica, el apoyo de toda la Iglesia,
encabezada, guiada y alentada por nuestro Santo Padre Benedicto XVI, es una de
las primeras exigencias pastorales del Año de la Fe. ¿Es que alguien puede ser
tan cómodo o tan iluso que se permita hablar de “nueva evangelización” o
de “Misión” −en Madrid, España, Europa, o en el mundo− sin el compromiso
fuerte y valiente de las familias cristianas con la trasmisión de la Fe en
Cristo, en “el Dios que es Amor”, a las nuevas generaciones? Hemos oído
el bellísimo mensaje del Santo Padre antes de iniciar la Santa Misa. Nos ha
evocado sus enseñanzas en el V Encuentro Mundial de las Familias, que tuvo
lugar en Valencia los días 8 y 9 de julio del 2006 con el lema: La
transmisión de la fe en la familia”. Decía el Papa: “Este encuentro da
nuevo aliento para seguir anunciando el Evangelio de la familia, reafirmar su
vigencia e identidad basada en el matrimonio abierto al don generoso de la
vida, y donde se acompaña a los hijos en su crecimiento corporal y espiritual.
De este modo se contrarresta un hedonismo muy difundido, que banaliza las
relaciones humanas y las vacía de su genuino valor y belleza” (Discurso en
el Encuentro Festivo y Testimonial, 8 de julio de 2006). Se podría añadir: que
las priva de la luz de la fe: la única que permite clarificarlas, dignificarlas
y convertirlas en cauce de auténtico amor.
6.
Amor que una a los hombres como hijos de Dios en la familia, en la sociedad y,
por supuesto, en la Iglesia. El amor que hará posible terminar con esas
dramáticas situaciones que se derivan de la extrema facilidad con que se llega
al divorcio, se rompen las familias y se somete a sus miembros más débiles, a
los niños, a una dolorosísima tensión interior que tantas veces los destruye
por dentro y por fuera. El amor dispuesto al socorro y a la ayuda sacrificada y
generosa de las familias entre si y entre sus miembros en las circunstancias
tan frecuentes y dolorosas del paro, de las dificultades económicas, morales y
espirituales. Un amor, que, perseverantemente vivido al calor y con la fuerza
de la fe cristiana, hará posible terminar con la estremecedora tragedia del
aborto practicado masivamente desde los años setenta del pasado siglo en la
práctica totalidad de los países europeos, incluida España, al amparo de una
legislación, primero despenalizadora del mismo y, luego, legitimadora. ¿Hay
esperanza para afrontar victoriosamente estos tremendos desafíos planteados al
hombre y a la sociedad de nuestro tiempo?
7.
¡Sí! En la familia cristiana que persevera en la oración dentro del hogar,
unida a la plegaria litúrgica de la Iglesia; que sabe confiarse al amor de
María, la Madre de Jesús, el Hijo Unigénito del Padre, desposada con José,
Madre de la Iglesia y Madre nuestra: ¡Amor siempre dispuesto a acoger y a
escuchar las súplicas de los hijos! Acogidos a ese amor maternal de la Virgen
Santísima, invocada en Madrid como Virgen de la Almudena y en España bajo
riquísimas y populares advocaciones, las familias cristianas serán y son la
esperanza para hoy.
Amén.
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