miércoles, 2 de enero de 2013

El Santísimo nombre de Jesús explicado por Juan Pablo II

JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 14 de enero de 1987
Jesús, Hijo de Dios y Salvador

1. Con la catequesis de la semana pasada, siguiendo los Símbolos más antiguos de la fe cristiana, hemos iniciado un nuevo ciclo de reflexiones sobre Jesucristo. El Símbolo Apostólico proclama: “Creo... en Jesucristo su único Hijo (de Dios)”. El Símbolo Niceno-constantinopolitano, después de haber definido con precisión aún mayor el origen divino de Jesucristo como Hijo de Dios, continúa declarando que este Hijo de Dios “por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y... se encarnó”. Como vemos, el núcleo central de la fe cristiana está constituido por la doble verdad de que Jesucristo es Hijo de Dios e Hijo del hombre (la verdad cristológica) y es la realización de la salvación del hombre, que Dios Padre ha cumplido en El, Hijo suyo y Salvador del mundo (la verdad soteriológica).
2. Si en las catequesis precedentes hemos tratado del mal, y especialmente del pecado, lo hemos hecho también para preparar el ciclo presente sobre Jesucristo Salvador. Salvación significa, de hecho, liberación del mal, especialmente del pecado. La Revelación contenida en la Sagrada Escritura, comenzando por el Proto-Evangelio (Gén 3, 15), nos abre a la verdad de que sólo Dios puede librar al hombre del pecado y de todo el mal presente en la existencia humana. Dios, al revelarse a Sí mismo como Creador del mundo y su providente Ordenador, se revela al mismo tiempo como Salvador: como Quien libera del mal, especialmente del pecado cometido por la libre voluntad de la criatura. Este es el culmen del proyecto creador obrado por la Providencia de Dios, en el cual, mundo (cosmología), hombre (antropología) y Dios Salvador (soteriología) están íntimamente unidos.
Tal como recuerda el Concilio Vaticano II, los cristianos creen que el mundo está “creado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado (cf. Gaudium et spes 2).
3. El nombre “Jesús”, considerado en su significado etimológico, quiere decir “Yahvé libera”, salva, ayuda. Antes de la esclavitud de Babilonia se expresaba en la forma “Jehosua”: nombre teofórico que contiene la raíz del santísimo nombre de Yahvé. Después de la esclavitud babilónica tomó la forma abreviada “Jeshua” que en la traducción de los Setenta se transcribió como “Jesoûs”, de aquí “Jesús”.
El nombre estaba bastante difundido, tanto en a antigua como en la Nueva Alianza. Es, pues, el nombre que tenía Josué, que después de la muerte de Moisés introdujo a los israelitas en la tierra prometida: “EI fue, según su nombre, grande en la salud de los elegidos del Señor... para poner a Israel en posesión de su heredad” (Eclo 46, 1-2). Jesús, hijo de Sirah, fue el compilador del libro del Eclesiástico (50, 27). En la genealogía del Salvador, relatada en el Evangelio según Lucas, encontramos citado a “Er, hijo de Jesús” (Lc 3, 28-29). Entre los colaboradores de San Pablo está también un tal Jesús, “llamado Justo” (cf. Col 4, 11).
4. El nombre de Jesús, sin embargo, no tuvo nunca esa plenitud del significado que habría tomado en el caso de Jesús de Nazaret y que se le habría revelado por el ángel a María (cf. Lc 1, 31 ss.) y a José (cf. Mt 1, 21). Al comenzar el ministerio público de Jesús, la gente entendía su nombre en el sentido común de entonces.
“Hemos hallado a Aquél de quien escribió Moisés en la Ley y los Profetas, a Jesús, hijo de José de Nazaret”. Así dice uno de los primeros discípulos, Felipe, a Natanael; el cual contesta: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1, 45-46). Esta pregunta indica que Nazaret no era muy estimada por los hijos de Israel. A pesar de esto, Jesús fue llamado “Nazareno” (cf. Mt 2, 23), o también “Jesús de Nazaret de Galilea” (Mt 21, 11), expresión que el mismo Pilato utilizó en la inscripción que hizo colocar en la cruz: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos” (Jn 19, 19).
5. La gente llamó a Jesús “el Nazareno” por el nombre del lugar en que residió con su familia hasta la edad de treinta años. Sin embargo, sabemos que el lugar de nacimiento de Jesús no fue Nazaret, sino Belén, localidad de Judea, al sur de Jerusalén. Lo atestiguan los Evangelistas Lucas y Mateo. El primero, especialmente, hace notar que a causa del censo ordenado por las autoridades romanas, “José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y de la familia de David, para empadronarse con María, su esposa que estaba encinta. Estando allí se cumplieron los días de su parto” (Lc 2, 4-6).
Tal como sucede con otros lugares bíblicos, también Belén asume un valor profético. Refiriéndose al Profeta Miqueas (5, 1-3), Mateo recuerda que esta pequeña ciudad fue elegida como lugar del nacimiento del Mesías: “Y tú, Belén, tierra de Judá, de ninguna manera eres la menor entre los clanes de Judá pues de ti saldrá un caudillo, que apacentará a mi pueblo Israel” (Mt 2, 6). El Profeta añade: “Cuyos orígenes serán de antiguo, de días de muy remota antigüedad (Miq 5, 1).
A este texto se refieren los sacerdotes y los escribas que Herodes había consultado para dar respuesta a los Magos, quienes, habiendo llegado de Oriente, preguntaban dónde estaba el lugar del nacimiento del Mesías.
El texto del Evangelio de Mateo: “Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá en los días del rey Herodes” (Mt 2, 1), hace referencia a la profecía de Miqueas, a la que se refiere también la pregunta que trae el IV Evangelio: “¿No dice la Escritura que del linaje de David y de la aldea de Belén ha de venir el Mesías?” (Jn 7, 42).
6. De estos detalles se deduce que Jesús es el nombre de una persona histórica, que vivió en Palestina. Si es justo dar credibilidad histórica figuras como Moisés y Josué, con más razón hay que acoger la existencia histórica de Jesús. Los Evangelios no nos refieren detalladamente su vida, porque no tienen finalidad primariamente historiográfica. Sin embargo, son precisamente los Evangelios los que, leídos con honestidad de crítica, nos llevan a concluir que Jesús de Nazaret es una persona histórica que vivió en un espacio y tiempo determinados. Incluso desde un punto de vista puramente científico ha de suscitar admiración no el que afirma, sino el que niega la existencia de Jesús, tal como han hecho las teorías mitológicas del pasado y como aún hoy hace algún estudioso.
Respecto a la fecha precisa del nacimiento de Jesús, las opiniones de los expertos no son concordes. Se admite comúnmente que el monje Dionisio el Pequeño, cuando el año 533 propuso calcular los años no desde la fundación de Roma, sino desde el nacimiento de Jesucristo, cometió un error. Hasta hace algún tiempo se consideraba que se trataba de una equivocación de unos cuatro años, pero la cuestión no está ciertamente resuelta.
7. En la tradición del pueblo de Israel el nombre “Jesús” conservó su valor etimológico: “Dios libera”. Por tradición, eran siempre los padres quienes ponían el nombre a sus hijos. Sin embargo en el caso de Jesús, Hijo de María, el nombre fue escogido y asignado desde lo alto, y antes de su nacimiento, según la indicación del Ángel a María, en la anunciación (Lc 1, 31 ) y a José en sueño (Mt 1, 21). “Le dieron el nombre de Jesús” )subraya el Evangelista Lucas), porque este nombre se le había “impuesto por el Ángel antes de ser concebido en el seno de su Madre” (Lc 2, 21).
8. En el plan dispuesto por la Providencia de Dios, Jesús de Nazaret lleva un nombre que alude a la salvación: “Dios libera”, porque Él es en realidad lo que el nombre indica, es decir, el Salvador. Lo atestiguan algunas frases que se encuentran en los llamados Evangelios de la infancia, escritos por Lucas: “...os ha nacido... un Salvador” (Lc 2, 11), y por Mateo: “Porque salvará al pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Son expresiones que reflejan la verdad revelada y proclamada por todo el Nuevo Testamento. Escribe, por ejemplo, el Apóstol Pablo en la Carta a los Filipenses: “Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre, sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble la rodilla y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor (Kyrios, Adonai) para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 9-11).
La razón de la exaltación de Jesús la encontramos en el testimonio que dieron de El los Apóstoles, que proclamaron con coraje “En ningún otro hay salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos” (Act 4, 12).

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