viernes, 7 de diciembre de 2012

La Inmaculada Concepción de María - San Alfonso María de Ligorio

Inmaculada Concepción de María
Agradó
a las tres divinas personas
preservar a María
de la culpa original
Inmensa ruina causó el maldito pecado de Adán a todo el género humano. Al perder Adán infelizmente la gracia, perdió a la vez todos los bienes con los que había sido enriquecido por Dios desde el principio, y atrajo sobre él y sus descendientes el enojo de Dios, el cúmulo de todos los males. Pero Dios quiso librar de esta desgracia universal a aquella Virgen bendita que él mismo había predestinado para ser madre del segundo Adán, Jesucristo, el que había de reparar el daño causado por el primero.
Vamos a considerar cuánto convino a cada una de las tres personas divinas preservar a esta Virgen de la culpa original. Veremos que convino al Padre preservarla como a su hija; al Hijo preservarla como a su made; al Espíritu Santo preservarla como a su esposa.

Punto 1º
1. María, hija primogénita del Padre
Convino, en primer lugar, al eterno Padre, hacer que María fuese creada inmune de toda mancha original porque ella era su hija primogénita como ella misma lo atestiguó: “Yo salí de la boca del Altísimo como primogénita antes de toda criatura” (Ecclo 24, 5). A la Virgen María aplican este pasaje los sagrados intérpretes, los santos padres y la misma Iglesia en la solemnidad de la Inmaculada Concepción. Puesto que, ya se la considere primogénita en cuanto fue predestinada con su Hijo en los divinos decretos antes de todas las criaturas, ya se la considere como primogénita de la gracia, como predestinada a ser Madre del Redentor después de la previsión del pecado, todos están de acuerdo en llamarla la primogénita de Dios.
Por lo cual fue más conveniente que María jamás fuera esclava de Lucifer sino poseída siempre y en absoluto por su Creador, como en efecto sucedió, ella misma lo dijo: “El Señor me poseyó como primicia de su camino, antes de sus obras más antiguas” (Pr 8, 22). Con razón la llama Dionisio, patriarca de Alejandría, la única hija de la vida, a diferencia de las demás, que, naciendo en pecado, son hijas de la muerte.

2. María, medianera de paz
También había de crearla el eterno Padre en su gracia, porque la predestinó para ser reparadora del mundo perdido; mediadora de paz entre Dios y los hombres.
Así la llaman los santos padres y sobre todo san Juan Damasceno que le dice: “Virgen bendita, tú has sido creada y has nacido para procurar la salvación a toda la tierra”. Por eso, dice san Bernardo, que María estuvo prefigurada en el arca de Noé; así como por ella se libraron del diluvio los hombres, así por María nos salvamos de naufragar en el pecado; pero con la diferencia de que por medio del arca se salvaron unos pocos, pero por medio de María ha sido liberado todo el género humano. San Atanasio la llama nuestra Eva, porque la primera fue madre de la muerte, mientras que la Santísima Virgen es madre de la vida. San Teófilo, obispo de Nicea, le dice: “Salve, la que destruiste la tristeza de Eva”. San Basilio la llama abogada entre los hombres y Dios; y san Efrén la reconciliadora de todo el mundo.
Ahora bien, el que trata asuntos de paz, de ninguna manera puede ser enemigo del ofendido, y mucho menos cómplice en el mismo delito. Para aplacar a un juez, la persona menos apropiada es un enemigo suyo, ya que en vez de aplacarlo lo irritaría más. Por eso, teniendo que ser María la mediadora de paz de los hombres con Dios, la razón más elemental exige que no hubiera sido jamás pecadora y enemiga de Dios, sino del todo su amiga y absolutamente limpia de todo pecado.
Además tenía que preservarla Dios de la culpa original pues era la predestinada a quebrantar la cabeza de la serpiente infernal, la que, al seducir a los primeros padres, acarreó la muerte a todos los hombres. Dios profetizó: “Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya: ella quebrantará tu cabeza” (Gn 3, 15). Si María tenía que ser la mujer fuerte puesta en el mundo para vencer a Lucifer, es evidente que no podía ser vencida por él y hecha su esclava; por el contrario, tenía que estar exenta de toda mancha de pecado y de cualquier forma de sujeción al enemigo. El soberbio, como había infectado con su veneno a todo el género humano, desearía, más que nada, infectar la purísima alma de esta Virgen. Pero sea por siempre alabada la divina bondad que, por esta razón, la dotó de tanta gracia que, quedando ella inmune de todo rastro de culpa, pudo de ese modo abatir y confundir la soberbia del enemigo. Así lo explica san Buenaventura: “Siendo la cabeza diabólica la causante del pecado no pudo entrar en el alma de la Virgen, y por eso fue inmune a toda mancha”. Y más adelante lo aclara así: “Era del todo congruente que la bienaventurada Virgen María, por medio de la cual se nos arrancó el oprobio, venciera al diablo, y no sucumbiera ante él en lo más mínimo”.

3. María, destinada a ser Madre del Salvador
Pero ante todo y principalmente, el eterno Padre tenía que hacer a esta su hija inmune al pecado de Adán, porque la predestinó para ser madre de su Unigénito. “Tú –le dice san Bernardino de Siena– fuiste predestinada en la mente de Dios antes de toda criatura para engendrar a Dios hecho hombre”. Aunque no hubiera otro motivo, por el honor de su Hijo que es Dios, el Padre tenía que crearla pura de toda mancha. Dice santo Tomás, que todas las cosas que se relacionan con Dios, tienen que ser santas e inmunes de cualquier suciedad. Por eso David, hablando del Templo de Jerusalén y de la magnificencia con que se debía edificar decía: “”Que no se prepara morada para un hombre, sino para Dios” (1Cro 29, 1).
¿Cuánto más debemos creer que el sumo Hacedor, destinando a María para ser la Madre del mismo Hijo suyo, debía embellecer su alma con los tesoros más hermosos para que fuera la morada más digna posible de Dios? “Para preparar una digna morada para su Hijo, Dios –afirma Dionisio Cartujano– colmó a María de todas las gracias y de todos los carismas”. Y la Iglesia lo atestigua cuando reza: “Omnipotente y eterno Dios, que preparaste, por el Espíritu Santo, el cuerpo y el alma de la gloriosa Virgen María para merecer ser digna morada de tu Hijo...”
Ya se sabe que el primer timbre de gloria de los hijos es nacer de padres nobles. “Gloria de los hijos son sus padres” (Pr 17, 6). Y por eso los mundanos soportan mejor ser vistos como escasos de fortuna o de cultura, que ser de baja cuna. El pobre puede hacerse rico con su industria, y el ignorante, docto con el estudio, pero el que nace de humilde condición, difícilmente puede llegar a ser noble; y si llegara, alguien le podría echar en cara lo bajo de su linaje. Siendo esto así ¿cómo se puede ni imaginar que Dios, pudiendo hacer que su Hijo naciera de una madre noble, preservada de la culpa, le iba a destinar una madre manchada por el pecado permitiendo que Lucifer le hubiera podido echar siempre en cara el oprobio de tener por madre a una que había sido su esclava y enemiga de Dios?
¡No! El Señor no podía permitir esto jamás; antes bien proveyó al honor de su Hijo haciendo que su Madre fuera siempre inmaculada como tenía que ser para semejante Hijo. Así lo declara la liturgia de la Iglesia griega: “con providencia del todo singular, hizo Dios que la Santísima Virgen, desde el primer instante de su vida fuera tan absolutamente pura, como era necesario para que pudiera ser la digna madre de Cristo”.

4. María debía ser preservada a de la culpa
Es verdad averiguada, que no se ha concedido ninguna gracia a ninguna criatura de la que no esté enriquecida la Santísima Virgen. Afirma san Bernardo: “Lo que consta que se ha otorgado a aluno de los mortales, hay que creer que no se ha negado a tan excelsa Virgen”. Y santo Tomás de Villanueva dice: “Nunca se ha concedido nada a un santo, que no lo posea de manera más abundante, desde el principio de su existencia, la Virgen María”. Siendo verdad que entre la Madre de Dios y los siervos de Dios hay una distancia infinita, como dice san Juan Damasceno, ciertamente hay que decir, como enseña santo Tomás, que Dios ha conferido gracias privilegiadas, siempre de orden superior a la madre que a los siervos. San Anselmo, gran defensor de la Inmaculada, afirma a modo de pregunta: “¿Acaso no podía la Sabiduría de Dios preparar para su Hijo un hospedaje limpio, preservándola de toda mancha del género humano? Dios ha podido conservar limpios a los ángeles del cielo entre la ruina de tantos otros y ¿no habrá podido preservar a la Madre de su Hijo y reina de los ángeles, de la universal caída de los hombres?” Y yo añado: ¿Dios ha podido también dar a Eva la gracia de venir a la existencia inmaculada, y no iba a poder concedérsela a María?
Dios ha podido hacerlo y lo ha hecho. “Era lo justo –dice san Anselmo– que esa Virgen que Dios había dispuesto dar por Madre a su único Hijo, estuviera dotada de tal pureza, que no sólo fuera superior a la de todos los hombres y ángeles juntos, sino que fuera la mayor que pueda darse después de la pureza de Dios”. Y san Juan Damasceno precisa: “Dios veló sobre el cuerpo y el alma de la Virgen como convenía guardar a la que había de recibir a Dios en su seno, pues siendo como es Santo, descansa entre los santos”. Bien pudo decir el Padre eterno a esta su amada Hija: “Como lirio entre espinas, así es mi amada entre los jóvenes” (Ct 2, 2), porque todas ellas están manchadas con el pecado, pero tú fuiste siempre inmaculada, siempre amiga.

Punto 2º
1. María preservada por su Hijo
Convino en segundo lugar, que el Hijo preservara a María del pecado, como a Madre suya. Ningún nacido ha podido elegirse la madre a su placer. Si esto fuera posible ¿quién sería el que pudiendo tener por madre a una reina la escogiera esclava? ¿pudiendo tenerla noble la eligiera plebeya? ¿pudiendo tenerla amiga de Dios la escogiera su enemiga? Pues si sólo el Hijo de Dios pudo elegirse la madre como más le agradaba, bien claro está que tuvo que elegirla y hacerla tal cual convenía para Dios. Así piensa san Bernardo. Y siendo lo más decente para el Dios purísimo tener una madre limpia de toda culpa, así la hizo. Dice san Bernardino de Siena: “Hay una tercera forma de santificación que es la maternal, y es la que remueve toda culpa original. Esto sucedió en la Santísima Virgen. En verdad que Dios se preparó tal madre, tanto por las perfecciones de su naturaleza, como por las excelencias de la gracia, cual debía de ser su propia madre”. Con esto se relaciona lo que escribe el apóstol: “Así convenía que fuera nuestro Pontífice, santo, inocente, inmaculado, segregado de los pecadores” (Hb 7, 26). Advierte un autor que conforme a san Pablo, nuestro Redentor, no sólo tenía que estar inmune de pecado, sino también segregado de los pecadores “en cuanto a la culpa del primer padre Adán que subyace en todos”, como explica santo Tomás. Pero ¿cómo podía Jesucristo llamarse segregado de los pecadores si hubiera tenido una madre pecadora?
Afirma san Ambrosio: “No en la tierra sino en el cielo se eligió Dios este vaso para descender a él; y lo consagró como templo de la pureza”. El santo aquí alude a la sentencia de san Pablo: “El primer hombre, hecho de tierra era terreno; el segundo hombre, el que viene del cielo, es celestial” (1Co 15, 47). San Ambrosio llama a la Madre de Dios “Vaso celestial”, no porque María no fuera de la tierra ni fuera de naturaleza humana, como deliraron algunos herejes, sino porque es celestial por gracia, muy superior a los ángeles en santidad y pureza, como convenía a un Rey de la gloria que debía habitar en su seno. Así lo reveló el Bautista a santa Brígida: “El Rey de la gloria debía descender a un vaso purísimo y perfectísimo, superior a los ángeles y santos”. María fue concebida sin pecado para que de ella naciese sin contacto con la culpa, el Hijo de Dios. No porque Jesucristo hubiera podido contagiarse con la culpa, sino para que no sufriera el oprobio de tener una madre infectada por el pecado y que había sido esclava del demonio.
Dice el Espíritu Santo: “Gloria del hombre es la honra del padre, y deshonor del hijo un padre sin honra” (Ecclo 3, 13). Por lo cual –dice san Agustín– “Jesús preservó de la corrupción el cuerpo de María, porque redundaba en desdoro suyo que se corrompiera la carne virginal que él había tomado”. Pues si sería oprobio para Jesucristo nacer de una madre cuyo cuerpo estuviera sujeto a la corrupción ¿cuánto más el haber nacido de una madre infectada de la podredumbre del pecado? Y esto tanto más que la carne de Cristo es la misma que la de María; de modo que, como dice el mismo santo, aunque fue glorificada por la resurrección, permanece la misma que asumió de María. Dice Arnoldo de Chartres que son una y la misma carne la de Cristo y la de María, de modo que la gloria de Cristo no sólo es compartida con la gloria de la Madre, sino que es la misma. Siendo todo esto verdad, si la Santísima Virgen hubiera sido concebida en pecado, aun cuando el Hijo no hubiera contraído esa culpa, siempre sería cierta mancha haber unido a la suya la carne algún tiempo manchada por la culpa, vaso de inmundicia y sujeta a Lucifer.

2. María debía ser digna madre de Jesús
María no sólo fue madre, sino digna madre del Salvador. Así la proclaman todos los santos padres. San Bernardo le dice: “Tú sola has sido hallada digna de que en tu virginal palacio pusiera su primera mansión el Rey de reyes”. Y santo Tomás de Villanueva: “Antes de haber concebido ya era idónea para ser madre de Dios”. La misma santa Iglesia nos enseña que mereció ser madre de Jesucristo: “Oh bienaventurada Virgen, cuyas entrañas merecieron llevar a Cristo el Señor”. Esto así lo explica santo Tomás: “Se dice que la Bienaventurada Virgen mereció llevar al Señor de todas las cosas, no porque mereciera que él se encarnara, sino porque mereció, correspondiendo a la gracia que se le daba, aquel grado de pureza y santidad apropiado para ser convenientemente Madre de Dios”. Cosa que también escribe san Pedro Damiano: “Su singular santidad y gracia le mereció ser juzgada la única digna de engendrar en su seno a Dios”.
Por tanto, si María fue digna Madre de Dios –exclama santo Tomás de Villanueva– ¿qué excelencia y qué perfección no tendría que atesorar su alma para poder ser la Madre de Dios?
Enseña el mismo doctor Angélico, que cuando Dios elige a alguno para determinada dignidad, lo hace idóneo para ella; y, en consecuencia, habiendo elegido a María por su madre, ciertamente que la hizo digna con su gracia, conforme al Evangelio: “Has encontrado gracia ante el Señor. He aquí que concebirás y darás a luz un hijo al que pondrás por nombre Jesús” (Lc 1, 30-31). De lo que concluye el santo que la Virgen no cometió ningún pecado actual ni siquiera venial; de otra manera no hubiera sido digna madre de Jesucristo, porque la ignominia de la madre hubiera sido también del Hijo por tener una madre pecadora. Pues si María no hubiera sido idónea Madre de Dios si hubiera cometido un solo pecado venial que no priva al alma de la gracia divina, cuánto más indigna hubiera sido de haber incurrido en el pecado original que la habría convertido en enemiga de Dios y esclava del demonio. Por eso san Agustín proclamó aquella célebre sentencia: “Exceptúo siempre a la Santísima Virgen María, a la cual, por el honor del Señor no tolero ni que se nombre cuando se trata de su posible relación con el pecado. Pues bien sabemos que a ella se le concedió gracia de sobra para vencer absolutamente al pecado, siendo la que mereció concebir y dar a luz al que consta que no tuvo ningún pecado”.
Así que debemos tener por cierto que el Verbo Encarnado se eligió la madre cual le convenía y de la que no se tuviera que avergonzar, como dice san Pedro Damiano. Y Proclo dice: “Habitó en las entrañas que había creado sin sombra de mancha”. No fue para Jesús motivo de sonrojo oírse llamar por los judíos despectivamente, el hijo de María, como si fuera hijo de una mujer pobre. “¿No se llama su madre María?” (Mt 13, 55). Él había venido a la tierra para dar ejemplo de humildad y de paciencia. Pero sin duda le hubiera sido insoportable que los demonios le hubieran podido decir: “¿Acaso tu madre no fue una pecadora en otro tiempo nuestra esclava?” Hubiera sido indecente para Jesús nacer de una mujer deforme y contrahecha, o poseída del demonio en cuanto al cuerpo. Pero cuánto peor sería el haber nacido de una mujer deforme en cuanto al alma y poseída por Lucifer en lo pasado.

3. María preservada por el honor y deber del Hijo
Nuestro Dios, que es la misma Sabiduría, supo muy bien fabricarse en la tierra la casa que le convenía y donde debía habitar. “La Sabiduría se edificó una casa” (Pr 4, 1). “Dios santifica su morada. El Altísimo está en medio de ella, no será conmovida. Dios la socorre en la mañana” (Sal 45, 5-6). El Señor santificó esta su mansión desde el principio de su existencia para hacerla digna de él, porque a un Dios santo no le convenía elegirse una casa que no fuera santa. “La santidad es el ornato de tu casa” (Sal 95, 2). Si él declara que no entrará jamás a habitar en alma de mala voluntad ni en cuerpo sujeto al pecado, “en alma falsa no entra la Sabiduría, ni habita en cuerpo sometido al pecado” (Sb 1, 4). ¿Cómo se puede pensar que el Hijo de Dios haya elegido para habitar el alma y el cuerpo de María sin antes santificarla y preservarla de toda mancha de pecado, pues el Verbo habitó no sólo en el alma sino también en el cuerpo de María? Canta la Iglesia: “No te repugnó habitar en el seno de la Virgen”. Dios no se hubiera encarnado en el seno de ninguna otra virgen, porque ellas, aunque santas, estuvieron algún tiempo con la mancha del pecado original; pero no tuvo inconveniente en hacerse hombre en el seno de María, porque esta Virgen predilecta estuvo siempre limpia de cualquier mancha de pecado, y jamás sometida a la serpiente enemiga. Escribe san Agustín: “Ninguna casa más digna que María se pudo edificar el Hijo de Dios, pues nunca fue cautiva del enemigo, ni despojada de sus virtudes”.
¿A quién se le ocurre pensar –dice san Cirilo de Alejandría– que un arquitecto se construya una casa y se la deje para estrenar a su mayor enemigo? El Señor –afirma san Metodio– que ha dado el precepto de honrar a los progenitores, al hacerse hombre como nosotros ha tenido que sentirse feliz de observarlo otorgando a su madre toda gracia y honor. Por eso mismo –dice san Agustín– hay que creer con toda firmeza que Jesucristo ha preservado de la corrupción del sepulcro el cuerpo de María, como ya dijimos; porque, además, si no lo hubiera hecho no hubiera observado la ley que, así como manda honrar a la madre, reprueba todo lo que sea deshonrarla. Mucho menos hubiera provisto al honor de su madre si no lo hubiera preservado de la culpa de Adán. Pecaría el hijo que, pudiendo, no preservara a su madre de pecar. Pues lo que sería pecado en cualquiera es imposible que lo cometa el Hijo de Dios, y que pudiendo hacer a su Madre inmaculada, dejara de hacerlo. De ninguna manera –añade Gersón–; si tú, Rey supremo, quieres tener una Madre tienes que darle todo honor. Y no quedaría bien cumplido esto, si permitieras que la que tenía que ser santuario de toda pureza hubiera incurrido en el abominable pecado original.

4. María preservada para ser redimida del modo más perfecto
Por lo demás, es bien sabido que el Hijo de Dios vino al mundo más para salvar a María que a todos los demás hombres, como escribe san Bernardino de Siena. Y existiendo dos modos de salvar, como señala san Agustín, uno, levantando al caído, y otro proveyendo para que no caiga, éste es evidentemente el modo más excelente; de esta manera se evita el daño y la mancha que contrae el que ha caído en pecado. Este es el modo más noble de ser salvado y el más apropiado a la Madre de Dios. Así es necesario creer que fue salvada María. Lo dice san Buenaventura: “Justo es creer que el Espíritu Santo la salvó y la preservó del pecado original desde el primer instante de su concepción con una gracia del todo singular”. El cardenal Cusano dice: “Unos tuvieron quien los libró, pero la Virgen tuvo quien del pecado la inmunizó”. Los otros tuvieron un Redentor que los libró del pecado, pero la Santísima Virgen tuvo al Redentor que, por ser su Hijo, la libró de contraer el pecado.
En fin, concluyamos este punto con la sentencia de Hugo de San Víctor: “El Cordero fue como la Madre, porque todo árbol se conoce por su fruto”. Si el Cordero fue siempre inmaculado, siempre inmaculada tuvo que ser también la Madre. Este mismo doctor saluda a María llamándola así: “¡Oh excelsa Madre de Dios altísimo, digna Madre del que es más digno, la Madre más hermosa del Hijo más hermoso!”
Quería decir que sólo María es digna Madre de tal Hijo, como sólo Jesús es digno Hijo de tal Madre. Digámosle con san Ildefonso: “Amamanta, oh María, amamanta a tu Creador; amamanta al que te hizo tan pura y perfecta que mereciste tomara de ti tu condición humana.

Punto 3º
1. María preservada por ser Esposa del Espíritu Santo
Si el Padre debió preservar a María del pecado por ser su Hija, y el Hijo debió preservarla porque iba a ser su Madre, también el Espíritu Santo debía preservarla, pues era su Esposa.
María –dice san Agustín– fue la única que mereció ser llamada madre y esposa de Dios. Como asegura san Anselmo, “el Espíritu de Dios, vino corporalmente, por así decirlo, a María, para enriquecerla de gracia sobre todas las criaturas y moró en ella e hizo a su esposa reina del cielo y de la tierra”. Dice que vino a ella corporalmente en cuanto a lo inmenso de su amor, pues vino a formar de su cuerpo inmaculado, el inmaculado cuerpo de Jesús, como lo dijo el Arcángel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35). “Por eso –afirma santo Tomás– se le llama a María templo del Señor, sagrario del Espíritu Santo, porque por obra del Espíritu Santo fue transformada en Madre del Verbo Encarnado”.
Si un excelente pintor tuviera la esposa tan bella como él la pintara ¿qué diligencia no pondría en representarla lo más hermosa que se pudiera imaginar? ¿Quién podrá decir que el Espíritu Santo haya obrado de otro modo con María, y que pudiendo hacerse esta esposa tan hermosa como él quisiera, no la haya hecho? La hizo cual le convenía como lo atestigua el mismo Señor cuando, alabando a María, le dice: “Eres toda hermosa, amiga mía, y no hay mancha alguna en ti” (Ct 4, 7). Estas palabras, dice san Ildefonso y santo Tomás, se entienden propiamente de María. Y san Bernardino de Siena, con san Lorenzo Justiniano, afirma que se refieren precisamente a su Inmaculada Concepción. Por eso el Idiota le dice: “Eres toda hermosa, Virgen gloriosísima, no en parte sino del todo; y no hay en ti mancha de pecado ni mortal, ni venial ni original”.
Lo mismo quiso indicar el Espíritu Santo cuando llamó a esta su esposa huerto cerrado y fuente sellada: “Huerto cerrado eres, hermana y esposa mía, huerto cerrado y fuente sellada” (Ct 4, 12). María, dice san Jerónimo, es ese huerto cerrado y esa fuente sellada, porque los enemigos no entraron en ella jamás a turbarla o a ultrajarla, sino que siempre estuvo ilesa, santa en el alma y en el cuerpo.
Ni con ningún engaño ni fraude pudo prevalecer contra ella el enemigo. San Bernardo le dice algo parecido: “Tú eres huerto cerrado, en el que no pusieron las manos los pecadores para arrasarlo”.

2. María, obra maestra y predilecta del Espíritu Santo
Este Esposo divino amó más a María de lo que la pueden amar todos los ángeles y santos juntos. Él, desde el principio la amó y la exaltó con santidad superior a la de todos, como lo expresa David: “Su fundación sobre los montes santos; ama el Señor las puertas de Sión más que todas las moradas de Jacob... Un hombre ha nacido en ella, quien la funda es el mismo Altísimo” (Sal 86, 1-2-5).
Palabras que parecen significar que María fue santa desde su Inmaculada Concepción. Lo mismo quiere decir el Espíritu Santo en otros lugares: “Muchas hijas han amontonado riquezas, pero tú las superas todas” (Pr 31, 29). Y es que María ha superado a todas en riquezas de gracia porque ha tenido hasta la justicia original, como la tuvieron los ángeles y Adán y Eva. “Innumerables son las doncellas, única es mi paloma, mi perfecta. Ella la única de su madre, la preferida de la que la engendró” (Cr 6, 8-9). El hebreo dice: “íntegra, mi inmaculada”. Todas las almas son hijas de la gracia divina, pero entre éstas María es la paloma sin la hiel de la culpa, la perfecta sin mancha original, la única concebida en gracia.
Así es que el Arcángel, antes de ser Madre de Dios, ya la encontró llena de gracia, que por eso la saludó diciéndole: “Dios te salve, llena de gracia”. Y comenta Sofronio diciendo que a los demás santos se les da la gracia en parte, mientras que a la Virgen se le dio del todo. De manera que, como dice santo Tomás, la gracia no sólo santificó el alma de María, sino también su cuerpo, a fin de que pudiera la Virgen vestir con él al Verbo eterno. Todo esto lleva a comprender que María desde el primer instante de su concepción fue enriquecida por el Espíritu Santo con la plenitud de la gracia. Así argumentó Pedro de Celles: “La plenitud de la gracia se concentró en ella, porque desde el primer instante de su concepción, por la infusión del Espíritu Santo, quedó colmada de la gracia de Dios”. Dice san Pedro Damiano: “Habiendo sido elegida y predestinada por Dios, debía ser por completo poseída por el Espíritu Santo”. Dice el santo “poseída por completo” como para indicar la celeridad con que el Divino Espíritu la hizo su esposa sin consentir que Lucifer la poseyese.

3. María, exenta del débito del pecado
Quiero terminar este discurso en el que me he extendido más que en los otros, porque nuestra humilde Congregación tiene por su principal patrona a la Santísima Virgen María precisamente bajo el título de su Inmaculada Concepción.
Quiero terminar resumiendo brevemente las razones que demuestran con toda certeza esta verdad tan piadosa y de tanta gloria para la Madre de Dios, que ella ha sido preservada inmune de la culpa original.
Hay muchos doctores que han defendido que María ha estado exenta de contraer el débito del pecado. Y en efecto, si en la voluntad de Adán como cabeza de todos los hombres estaban incluidas las voluntades de todos, como sostienen autores apoyados en el texto de san Pablo: “Todos en Adán pecaron” (Rm 5, 12), sin embargo María no contrajo la deuda del pecado, porque habiéndola distinguido Dios con su gracia sobre el común de los hombres, debemos creer que en la voluntad de Adán al pecar no pudo estar incluida la voluntad de María.
Esta sentencia la abrazo como la más gloriosa para mi Señora. Y tengo por cierta la sentencia de que María no contrajo el pecado de Adán, y no solamente por cierta sino como próxima a ser definida como dogma de fe, como lo aseguran también muchos. Además de las revelaciones que confirman esta sentencia, especialmente las hechas a santa Brígida, aprobadas por el cardenal Torquemada y por cuatro sumos Pontífices, como se lee en varios pasajes del libro sexto de dichas revelaciones. No puede omitir las palabras de los santos padres tan concordes en reconocer este privilegio a la Madre de Dios. Dice san Ambrosio: “Recíbeme no de Sara; sino de María para que sea virgen incorruptible, pero virgen, por haber sido por gracia de Dios inmune de toda mancha de pecado”. Orígenes dice hablando de María: “No se vio infectada por el aliento de la venenosa serpiente”. San Efrén la aclama: “Inmaculada y del todo libre de cualquier mancha de pecado”.
San Agustín, comentando las palabras del Ángel: “Dios te salve, llena de gracia”, escribe: “Con estas palabras se demuestra que estuvo absolutamente excluida de la ira de la primera sentencia y que recibió la plenitud de toda gracia y bendición”. San Jerónimo: “Aquella espiritual nube, nunca estuvo en tinieblas, sino siempre investida de luz”. San Cipriano o quien sea el autor: “No era justo que aquel vaso de elección estuviera sujeto a la común mancha, porque siendo muy distinta de los demás, comunicaba con ellos en la naturaleza, pero no en la culpa”. San Anfiloquio: “El que crió a la primera virgen sin mancha, también creó a la segunda sin ninguna mancha de pecado”. Sofronio escribe: “La Virgen se llama inmaculada, porque no tiene ninguna corrupción”. San Ildefonso afirma: “Consta que ella estuvo inmune del pecado original”. San Juan Damasceno: “La serpiente no tuvo entrada a este paraíso”. Y san Pedro Damiano: “La carne de la Virgen procede de Adán, pero no admitió las culpas de Adán”. “Esta es la tierra incorruptible –dice san Bruno– que bendijo el Señor, libre por tanto de todo contagio de pecado”. San Buenaventura escribe: “Nuestra Señora estuvo llena de toda gracia previniente en su santificación, gracia preservadora contra el hedor de la culpa original”. San Bernardino de Siena: “No se puede creer que el mismo Hijo de Dios quisiera nacer de la Virgen y tomar su carne si estaba manchada de algún modo con la mancha del pecado original”.
San Lorenzo Justiniano asegura: “Fue colmada de todas las bendiciones desde su concepción”. El Idiota, glosando las palabras: “Has encontrado gracia”, dice: “Encontraste gracia muy especial, oh Virgen dulcísima, porque la tuviste desde que te viste preservada del pecado original”. Y lo mismo dicen tantos doctores.
Pero las razones que aseguran la verdad de esta sentencia en última instancia son dos. El primero es el consentimiento universal de los fieles. Todas las Órdenes y Congregaciones de la Iglesia siguen esta sentencia. Pero sobre todo lo que debe persuadir que nuestra sentencia es conforme al común sentir de los Católicos, es lo que dice el Papa Alejandro VII en la célebre bula Sollicitudo omnium ecclesiarum, del año 1661, en que se afirma: Se acrecentó más y se propagó la piedad y el culto hacia la Madre de Dios... de manera que, poniéndose las universidades a favor de esta sentencia –es decir, la que afirma la Inmaculada Concepción– ya casi todos los católicos la abrazan”. Y de hecho esta sentencia la defienden las universidades de La Sorbona, Alcalá, Salamanca, Coimbra, Colonia, Maguncia, Nápoles, y de otras muchas, en las que cada doctor se obliga con juramento a defender a la Inmaculada. Este argumento, escribe el célebre obispo D, Julio Torni, es del todo convincente, pues si el común sentir de los fieles da certeza de que María ya era santa desde el seno de su madre, y es garantía de la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo ¿por qué este común sentimiento de los fieles no ha de garantizar la verdad de su Concepción Inmaculada?
Y el otro argumento que nos certifica la verdad de la exención de la Virgen de la mancha original, es la celebración universal ordenada por la Iglesia de su Concepción Inmaculada. Y acerca de esto yo veo por una parte que la Iglesia celebre el primer instante en que fue creada su alma e infundida en su cuerpo, como lo declara Alejandro VII en la bula citada, en la que se expresa que la Iglesia da a la Concepción de María el mismo culto que le da a la piadosa sentencia que afirma es concebida sin pecado original. Por otra parte entiendo ser cierto que la Iglesia no puede celebrar nada que no sea santo, conforme lo declaran los papas san León y san Eusebio que dice: “En la Sede Apostólica siempre se ha conservado sin mancha la religión católica”. Así lo enseñan todos los teólogos con san Agustín, san Bernardo y santo Tomás, el cual para probar que María fue santificada antes de nacer, se sirve del argumento de la celebración de su nacimiento por parte de la Iglesia, y reflexiona así: “La Iglesia celebra la Natividad de la Santísima Virgen; ahora bien, en la Iglesia no se celebra nada que no sea santo; luego la Santísima Virgen fue santificada en el seno de su madre”. Pues si es cierto que María fue santificada en el seno de su madre porque la Iglesia celebra su nacimiento ¿por qué no hemos de tener por cierto que María fue preservada del pecado original desde el instante de su concepción sabiendo que la Iglesia celebra precisamente esto?
Para confirmar la realidad de este gran privilegio de María son conocidas las gracias innumerables y prodigiosas que el Señor se complace en otorgar todos los días en el reino de Nápoles por medio de las estampas de la Inmaculada Concepción. Podría referir muchas de esas gracias de las cuales han sido testigos los padres de nuestra misma Congregación, pero quiero referir sólo dos que son verdaderamente extraordinarias.

Ejemplo
Dos conversiones logradas por la imagen de la Inmaculada
A una de las residencias de nuestra humilde Congregación en este reino, vino una mujer a decir a uno de nuestros padres que su marido hacía muchos años que no se confesaba, y que la pobre no sabía qué hacer para convencerlo, porque en hablándole de confesión la apaleaba. El padre le dijo que le diera una imagen de María Inmaculada. Al caer la tarde, la mujer de nuevo le rogó al marido que se confesara, y como no le hacía caso, le dio la estampa de la Virgen. Y apenas la recibió le dijo: Bueno ¿cuándo quieres que me confiese? Estoy pronto. La mujer se puso a llorar de alegría al ver cambio tan repentino. Llegada la mañana fue con su marido a nuestra iglesia. Al preguntarle el padre cuánto tiempo hacía que no se confesaba, le respondió que hacía veinte años. “Y ¿qué le movió a venir a confesar?”, le dijo el padre. “Yo estaba obstinado –le respondió– pero ayer me dio mi mujer una estampa de nuestra Señora y al instante sentí cambiado el corazón, tanto que cada momento me parecía mil años esperando que se hiciera el día para poder venir a confesarme”. Se confesó con gran dolor, cambió de vida y continuó durante mucho tiempo confesándose con el mismo padre.
En otro lugar de la diócesis de Salerno, mientras dábamos la santa misión, había un hombre muy enemistado con otro que le había ofendido. Uno de nuestros padres le habló del perdón de las injurias, pero él le respondió: “Padre ¿me ha visto en la misión? No; y es por esto. Ya comprendo que estoy condenado, pero no hay remedio, me tengo que vengar”. El padre se esforzó por convertirlo, pero viendo que perdía el tiempo le dijo: “Recíbame esta estampa de nuestra Señora”. “Y ¿para qué quiero esta estampa?”, le respondió; sin embargo, la aceptó. Y al punto, olvidando sus rencores accedió gustoso a lo que el padre le pedía. “Padre ¿quiere que perdone a mi enemigo? Estoy pronto a realizarlo”. Y se aplazó la reconciliación para la mañana siguiente. Mas llegada la mañana había cambiado de propósito y no quería ni oír hablar de reconciliación. El padre le volvió a ofrecer otra estampa de la Virgen. Por nada la quería recibir. Por fin, de mala gana, la recibió. Y apenas la tuvo en la mano dijo: “Se acabó ¿dónde está el notario?” Se hizo la reconciliación y se confesó.

Oración de anhelo por ver a María en el Cielo
Señora mía Inmaculada, yo me alegro contigo de verte enriquecida con tanta pureza. Doy gracias y siempre las daré a nuestro Creador, por haberte preservado de toda mancha de culpa, como lo tengo por cierto, y por defender este grande y singular privilegio de tu Inmaculada Concepción, estoy pronto y juro dar si fuera menester, hasta mi vida.
Quisiera que todo el mundo te reconociese y te aclamase como aquella hermosa aurora siempre iluminada por la divina luz; como el arca elegida de la salvación, libre del universal naufragio del pecado; por aquella perfecta e inmaculada paloma, como te llamó tu divino esposo; como aquel jardín cerrado que hizo las delicias de Dios; por aquella fuente sellada que jamás pudo enturbiar el enemigo; en fin, por aquella blanca azucena que eres tú, y que naciendo entre las espinas, que son los hijos de Adán, manchados por la culpa y enemigos de Dios, tú sola viniste pura y limpia, toda hermosa y del todo amiga del Creador.
Déjame que te alabe como lo hizo Dios: ”Toda tú eres hermosa y no hay mancha alguna en ti” (Ct 4, 7). Purísima paloma, toda blanca, toda bella y siempre amiga de Dios: “¡Qué hermosa eres, amiga mía, qué hermosa eres!” (Ct 4, 1).
María, tan bella a los ojos del Señor, no te desdeñes de mirarme piadosa; compadécete de mí y sáname. Hermoso imán de los corazones, atrae hacia ti el pobre corazón mío.
Tú que, desde el primer instante, te presentas pura y bella ante Dios, ten piedad de mí, que no sólo nací en pecado, sino que también después del bautismo he vuelto a mancillar mi alma con nuevas culpas.
¿Qué te podrá negar el Dios que te escogió por su hija, su madre y su esposa, que por esto te ha preservado de toda mancha, y te ha preferido en su amor a todas las criaturas?
Virgen Inmaculada, tú me has de salvar. Haz que siempre me acuerde de ti y tú nunca te olvides de mí. Mil años me parece que faltan hasta que pueda llegar a contemplar esa tu belleza en el paraíso, para sin fin amarte y alabarte, madre mía, reina mía, amada mía, María.
(SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO, Las Glorias de María, Parte II, Sección I, Discurso 1)

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