sábado, 23 de noviembre de 2019

Importancia de arrodillarse ante el Señor - Mons Nicola Bux


Intervención de monseñor Nicola Bux

IMPORTANCIA DE ARRODILLARSE ANTE EL SEÑOR

En la Conferencia
“La majestad y el amor infinito de la Sagrada Comunión”
Celebrada en Roma el sábado 5 de octubre de 2019

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Entre las principales puntos de vista expuestos en los apuntes de Benedicto XVI que se publicaron el pasado mes de abril se encuentra el siguiente:

«Dios se ha hecho hombre por nosotros. La criatura humana le es tan sumamente cara que se ha unido a ella y así ha entrado de manera concreta en la historia humana. Habla con nosotros, vive con nosotros, padece con nosotros y ha asumido sobre sí la muerte por nosotros.» He aquí la esencia del sacrificio eucarístico. «Pensemos esto reflexionando sobre un punto central, la celebración de la santa Eucaristía. Nuestro trato con la eucaristía no puede por menos de suscitar preocupación. En el Concilio Vaticano II se trató ante todo de devolver este sacramento de la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo, de la presencia de su persona, su pasión, muerte y resurrección, al centro de la vida cristiana y de la existencia de la Iglesia. En parte así ha sucedido y debemos dar gracias al Señor de corazón por ello. Pero ha predominado otra actitud: no impera un nuevo respeto ante la presencia de la muerte y resurrección de Cristo, sino una forma de trato con Él que destruye la dimensión del misterio. El descenso en la participación de la eucaristía dominical muestra lo poco que los cristianos de hoy son capaces de apreciar la dimensión del don que consiste en su presencia real. La eucaristía se rebaja a un gesto ceremonial, cuando se considera normal distribuirla como exigencia de cortesía en fiestas familiares o en ocasión de matrimonios o entierros a todos los invitados por razón de parentesco. La normalidad con la que en algunos lugares los presentes simplemente reciben también el Santísimo Sacramento muestra que en la comunión no se ve más que un gesto ceremonial. Si pensamos qué habría que hacer, es claro que no necesitamos una Iglesia diferente pensada por nosotros. Lo que es necesario, más bien, es renovar la fe en la eficacia de Jesucristo en el Sacramento que se nos da a nosotros» (III,2).

Tras relatar un sacrílego episodio descrito por una joven víctima de un sacerdote pedófilo, Benedicto concluye: «Sí, tenemos que implorar urgentemente perdón y pedirle y suplicarle que nos dé a comprender de nuevo toda la medida de su Pasión de su sacrificio. Y tenemos que hacerlo para proteger de los abusos el regalo de la eucaristía.
» (Íbid.)


Cristo es el sacramento primordial del encuentro con Dios. La Iglesia es el sacramento fundamental que se realiza en los actos litúrgicos. «La Iglesia es el pueblo de Dios, derivado del Cuerpo de Cristo» (Cf. J. Ratzinger, Popolo e casa di Dio nella dottrina della Chiesa di sant’Agostino, Dissertazione di Monaco 1953). De hecho, después del Concilio se ha difundido la afirmación de De Lubac de que «es la Iglesia la que hace la Eucaristía, pero es también la Eucaristía la que hace a la Iglesia» H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Ed. Encuentro, Madrid 2008).

La inimaginable descristianización que ha tenido lugar después del Concilio ha llegado a hacer raro lo que antes  era normal: los sacerdotes hacían numerosas genuflexiones durante la Misa, y también las hacían cada vez que pasaban por delante del Sagrario. Lo mismo hacían los fieles, que se pasaban casi media Misa de hinojos.

¿Qué ha pasado?

Arrodillarse parece un gesto casi indecente. Hemos llegado además a que en algunos casos los propios sacerdotes, cuando ven que alguien va a arrodillarse, sobre todo a la hora de comulgar, se lo impiden. Parece absurdo e irracional, y contrasta con lo que antes se consideraba sagrado. Pero nadie se lamenta de las innumerables proskynesis o genuflexiones que hacen los cristianos de rito oriental. Sin embargo, la Instrucción general del Misal Romano, en la edición típica latina del año 2000, dice en el apartado 43: «[Los fieles] estarán de rodillas, a no ser por causa de salud, por la estrechez del lugar, por el gran número de asistentes o que otras causas razonables lo impidan, durante la consagración». Y añade: «Pero los que no se arrodillen para la consagración, que hagan inclinación profunda mientras el sacerdote hace la genuflexión después de la consagración».

Tras una explicación sobre posibles adaptaciones por motivos culturales y tradicionales, según la norma del derecho, para que se ajusten al sentido e índole de cada parte de la celebración, se especifica: «Donde exista la costumbre de que el pueblo permanezca de rodillas desde cuando termina la aclamación del “Santo” hasta el final de la Plegaria Eucarística y antes de la Comunión cuando el sacerdote dice “Éste es el Cordero de Dios”, es laudable que se conserve».

Desgraciadamente, esta aclaración ha caído en el olvido como tantas otras exhortaciones, porque, como escribió en la editorial Civiltà Cattolica, (nº 1157 del 20-12-2003), hemos pasado de una liturgia de hierro a otra de goma.

¿A qué se debe esto?

Volvamos una vez más al entonces cardenal Ratzinger: «Existen círculos de no poca influencia que tratan de disuadirnos para que no nos arrodillemos. Dicen que no sería propio de nuestra cultura (¿de cuál lo es, entonces?). Que no sería conveniente para el hombre emancipado, que se presenta ante Dios en posición erguida. O que en todo caso no le conviene al hombre redimido, que gracias a Cristo se ha convertido en una persona libre y no tiene por tanto necesidad de arrodillarse. Si echamos un vistazo a la historia, podremos constatar que los griegos y los romanos se negaban a arrodillarse. Ante los dioses partidistas y litigantes de la mitología, tal actitud estaba desde luego justificada: estaba claro que no eran dioses, aunque se dependiera de su lunático poder y en la medida de lo posible hubiese que procurarse su favor. Se decía, por tanto, que arrodillarse sería impropio del hombre libre; que no era propio de la cultura griega sino de bárbaros. La humildad y el amor de Cristo, que llegó al punto de padecer la Cruz, nos han liberado –dice San Agustín– de tal poder, y ante tal humildad nos ponemos de rodillas. En efecto, la genuflexión del cristiano no es una forma de aculturación a costumbres preexistentes; todo lo contrario, es un conocimiento y experiencia de Dios nuevo y más profundo» (J. RATZINGER, La forma liturgica. Opera omnia. Teologia della liturgia, 11, Libreria Editrice Vaticana 2010, IV, pp 175-176).

¿Por qué es preferible comulgar de rodillas?

Actualmente, el rito ordinario de la Santa Misa prescribe que la Sagrada Comunión se reciba de pie, permitiéndose un gesto de reverencia como una inclinación profunda de cabeza o una genuflexión, sabiendo y pensando que se va a recibir a aquel que dijo: «Nadie ha subido al cielo, sino Aquel que descendió del cielo, el Hijo del hombre» (Jn.3,13).

¿No deberá doblarse toda rodilla ante Jesucristo, como dice el Apóstol, en el Cielo, en la Tierra y en los abismos?

Es cierto que hoy, los clérigos se desviven por hablar de otras cosas que de Nuestro Señor. Pero las iniciativas conducentes a un nuevo humanismo y a fraternidades varias que prescinden de Cristo están abocadas al fracaso.

¿Cuál es la razón teológica de ello?

No la hay. Mejor dicho, esos liturgistas suponen que en realidad ya habríamos resucitado y por eso debemos estar en pie. En realidad nos acercamos irreversiblemente a la muerte, y resucitar para la vida es una esperanza que se subordina totalmente a la fe en Nuestro Señor, la cual debe traducirse en obras para merecerla. Entre el renacimiento bautismal, que nos asimila a Cristo resucitado, y la resurrección final está San Pedro postrándose a los pies de Jesús: «Apártate de mí, de este pecador». Por eso decimos antes de comulgar: «Señor, no soy digno». ¡Es emblemático para nosotros! ¿O es que somos mejores que el Apóstol?

Esos ministros llegan a eliminar los reclinatorios de las iglesias. Espero que no sepan lo que hacen, porque de lo contrario serían diabólicos. ¡Dice un padre del desierto que el Diablo es el único que no se arrodilla porque no tiene rodillas!

¿De qué modo hay que acercarse al Sacramento de la Comunión?

En 2004, Juan Pablo II, que durante su enfermedad y con grandes esfuerzos recibía la Sagrada Comunión de rodillas y en la boca, pidió a la Congregación para el Culto Divino que publicase la instrucción Redemptionis sacramentum.

Dicha instrucción prescribe en el apartado 90 que los fieles pueden recibir la Comunión tanto de rodillas como de pie, y en el 92 que todos los fieles tienen siempre derecho a recibirla tanto en la boca como en la mano.

El mencionado dicasterio había precisado que los fieles tienen derecho a recibir el Sacramento de rodillas, incluso cuando las conferencias episcopales prescriban hacerlo de pie (Lettera Prot. Nº 1322/02/50).

Los sacerdotes que lo impiden cometen un grave abuso.

¿Qué se puede pensar de recibir la Comunión en la mano?

Se trata de un indulto arrancado a la fuerza a Pablo VI que se ha convertido en una costumbre arraigada e incluso en la norma, justificándose en la suposición de que en la Última Cena el Señor dio de comulgar en la mano a los Apóstoles.

Todo lo contrario: precisamente las palabras con que Jesús se refirió al traidor: «aquel a quien daré el bocado que voy a mojar» (Jn.13, 26-27), reflejan la costumbre amistosa semítica de dar en la boca el pedazo más suculento. Lo atestigua también el códice purpúreo de Rossano, del siglo V y de origen siríaco.

Al igual que cuando se comulga de pie, al recibir la Comunión en la mano o cometer el abuso de tomarla por uno mismo se querría demostrar que somos adultos ante Dios en vez de recién nacidos que necesitan la leche espiritual, como dice San Pedro. Leche que es, por encima de todo, el Sacramento de la Eucaristía.

¿Ha sido banalizado este sacramento?

Banalizar significa restar importancia a lo que es original. La Iglesia considera al Sacramento de la Eucaristía, que está calificado de Santísimo, remedio de inmortalidad. No es un alimento cualquiera, sino un alimento, mejor dicho una medicina singular que, como tal, hay que tomar con cuidado para que no se convierta en veneno. Por esa razón pide Jesús que nos acerquemos a Él revestidos de la Gracia. Y San Pablo indicó las contraindicaciones. La Iglesia ha fijado unas condiciones internas y externas: saber a Quién se va a recibir, pensar en Él, estar en gracia de Dios y observar el ayuno prescrito. Hoy en día el Sacramento, más que banalizado es profanado por falta de fe en la Presencia Real y por la eliminación de los gestos de reverencia y honor que la liturgia atribuye in primis a la adoración de rodillas.

Arrodillarme supone la expresión más elocuente de la criatura ante el misterio presente. El centro del culto está en darme cuenta de que Tú, Señor, estás aquí y te doy importancia.

Todos debemos ponernos de rodillas ante Jesús –sobre todo en el Sacramento–, ante Aquel que se humilló, y precisamente por eso doblamos la rodilla ante el único Dios verdadero, que está por encima de todos los dioses (cfr J. RATZINGER, La forma liturgica, Íbid., p .182).

Los reclinatorios son el signo que nos recuerda esta verdad. El ojo quiere la parte que le corresponde. Al no verlos más en la Iglesia, no se piensa ya en la Presencia de Dios a la que hay que adorar. Está pasando lo mismo que con los confesionarios: al no verlos ya en la iglesia, no se acuerda uno de la confesión.

La crisis de fe que atravesamos es culpa de la secularización, a la que han contribuido masivamente los clérigos, como escribió Charles Peguy.

Si para empezar un sacerdote obliga a un fiel a levantarse para recibir la Sagrada Comunión, o saca los reclinatorios del templo, ¡eso quiere decir que el humo de Satanás ha entrado en la iglesia!

Así se anima a los sacerdotes a retirar un elemento de culto que nos recuerda el Primer Mandamiento: «Adora al Señor tu Dios, y a Él sólo servirás».

La crisis de la fe ha hecho estragos sobre todo al Sacramento de la Eucaristía, que es Jesucristo en su amor llevado hasta las últimas consecuencias, en su poder para sacrificarse, entregar la vida y volverla a tomar, en su fuerza creadora de ofrecerse y donarse a nosotros en el pan y el vino consagrados para hacerse, inconcebiblemente, una sola cosa con la humanidad.

Los católicos creemos en el milagro de la transformación, que, balbuceando, denominamos con el término transustanciación, o, según los padres orientales, metabolismo.

En 1965 Pablo VI promulgó la encíclica Mysterium fidei, en la que corroboraba la doctrina católica de la transustanciación contra los teólogos que reducían la presencia de Cristo a un mero recuerdo y la asamblea eucarística a un simple símbolo de la fraternidad humana.

En 1968, con el  Credo del pueblo de Dios volvió a confirmar la Presencia Real del Hijo de Dios concebido por María «incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre» (Juan Pablo II, encíclica Ecclesia de Eucharistia, 55).

Benedicto XVI ha dicho que la Eucaristía constituye «la novedad radical del culto cristiano […]La conversión sustancial del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre introduce en la creación el principio de un cambio radical, como una forma de “fisión nuclear”, por usar una imagen bien conocida hoy por nosotros, que se produce en lo más íntimo del ser; un cambio destinado a suscitar un proceso de transformación de la realidad, cuyo término último será la transfiguración del mundo entero, el momento en que Dios será todo para todos» (cf. 1 Co 15,28) (Exhortación apostólica Sacramentum Caritatis).
Ésta es la dimensión cósmica de la Eucaristía, que irrumpe en la historia y la redime, la envuelve y la transforma en profundidad encaminándola hacia el último día, el escatológico. Precisamente la encíclica eucarística de Juan Pablo II nos recuerda una vez más esta constante del pensamiento patrístico: «Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el secreto de la resurrección» (encíclica Ecclesia de Eucharistia, 18), que es mucho más que la inmortalidad del alma.

Hincar las rodillas ante la Santísima Eucaristía es la expresión más elocuente de la criatura ante el misterio presente. Aquí está la centralidad del culto a Dios: en darse cuenta de que el Señor está aquí y adorarlo postrándose como San Pedro junto a lago Tiberíades.

Por último, es preciso resistir la situación en que nos encontramos.

«Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos. Nosotros, en cambio, tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el hombre verdadero. Él es la medida del verdadero humanismo. No es «adulta» una fe que sigue las olas de la moda y la última novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da el criterio para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad. Debemos madurar esta fe adulta; debemos guiar la grey de Cristo a esta fe. A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalista. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse “llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina”, parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales» (J. Ratzinger, homilía de la Misa Pro eligendo pontífice, 18 de abril de 2005).

Por encima de todas las cosas, debemos pedir al Señor la gracia para permanecer en la verdad, para profundizar en la fe y para desear la santidad.


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