lunes, 15 de julio de 2019

La Sangre Preciosa de Cristo (9) La Esposa lavada en la Sangre - Cardenal Piazza


II
LA SANGRE PRECIOSA DE CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA IGLESIA



La adorable Persona del Redentor domina los siglos. El Apóstol San pablo pudo afirmar: Jesucristo es e mismo ayer y hoy y por los siglos (Hebr., 13,8). En efecto, el Cristo histórico se anticipó en el Cristo divinamente prometido y vivido en la fe de los patriarcas y de los profetas, y hoy sobrevive en el Cristo místico, viviente aún en la Iglesia y en las almas.

Tal es el fruto de su obra admirable, la Redención. Aunque es cierto que en sus elementos causales ésta estuvo circunscrita a la vida mortal de Cristo, desde el primer instante de su concepción hasta el último suspiro de la Cruz, con todo, en todos los siglos que le precedieron hubo su preparación, siempre magnífica, y en todos los siglos que le sucedieron ha habido aplicación admirable de la misma, que la hizo siempre actual e inagotable.

Por eso, la Sangre de Cristo sella, aunque en forma distinta, el Antiguo y el Nuevo Pacto. En el Primero estuvo figurada en los sacrificios legales, y anticipó, por decirlo así, su eficacia en virtud de la fe en un futuro derramamiento. En el Nuevo está recogida en el seno de la Iglesia y continúa derramándose a través de los siglos en místicas efusiones que llevan por todas partes la virtud y los frutos de la Redención. Vamos a fijar más esta idea.

LA ESPOSA LAVADA EN LA SANGRE



La Iglesia es la sociedad de los hombres que viven la vida de Cristo. Resulta constituida por dos elementos esenciales: el elemento visible y natural, que son los mismos hombres que forman parte de tal sociedad. El elemento invisible y sobrenatural es el otro, y precisamente es la vida de la gracia traída a la tierra y comunicada por el Redentor: Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante (Jo., 10,10). Pues bien. Tal comunicación supone la unión íntima y continua de la Iglesia con Cristo. He aquí el misterio que sólo conocemos por fe y que, en su amplitud y profundidad, trasciende nuestra inteligencia.

El Apóstol San Pablo, Doctor de la Sangre de Cristo, nos ofrece dos concepciones, divinamente inspiradas, que abren camino para poder llegar a conocer esta realidad mística, sublime y trascendental.


La Iglesia es la Esposa de Cristo. Y Cristo –escribe San Pablo a los de Éfeso- amó a la  Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola mediante el lavado del agua con la palabra, a fin de presentársela a Sí gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e intachable (Efes., 5,25-27). De la misma manera se expresa San Juan, que, según su Apocalipsis, escuchó la invitación del ángel: Ven y te mostraré la novia, la Esposa del Cordero. Y el ángel –sigue contando el vidente- me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, ciudad de Dios y esposa del Cordero, refulgente de belleza y de gloria divina, es precisamente la Iglesia.

Ahora bien: hay que decir que esta esposa nació en la Sangre, fue lavada en la Sangre y por la sangre quedó vinculada a Cristo, quien la hizo madre de los vivos según el espíritu. El Doctor de la gracia, San Agustín, con quien hacen coro otros Padres y Doctores, enseña: La primera mujer fue extraída del costado del primer hombre mientras éste dormía, y por eso fue llamada vida y madre de los vivos. De esa manera estuvo simbolizado en aquel hecho este bien tan grande, aun antes del gran mal de la prevaricación. Y, en efecto, el segundo Adán, inclinando su cabeza en el abandono de la muerte, se durmió en la Cruz, a fin de que fuera formada su Esposa, que salió de su costado, al tiempo que Él permanecía dormido con el sueño de la muerte. Y el gran Obispo exclama entusiasmado: ¡O muerte, por la que los muertos recobran la vida! ¿Qué otra cosa pudo haber jamás más pura que esta Sangre? ¿Quién pudo imaginarse nada más saludable que esta herida?

Nos quedamos extasiados en presencia de esta última creación de un Dios crucificado, quien sobre el lecho de su Cruz quiso escogerse una Esposa, admirablemente hermosa, cubierta con la púrpura de su misma Sangre, para darnos en ella una Madre que transmitiera aquella Sangre Divina a las almas en lluvia benéfica y en baño purificador.

La Iglesia fue constituida por Jesús heredera de todas las inestimables e inmensas riquezas de su Redención y, por tanto, de sus méritos infinitos, que, en resumen de cuentas, no son otra cosa que su Preciosísima Sangre. La Iglesia es Madre de los santos precisamente porque es la eterna conservadora de la Sangre incorruptible (Manzoni: Pentecostés).

Es conservadora y distribuidora. Pues, en realidad, es la Sangre de Cristo en la que esta Madre, prodigiosamente fecunda, engendra a los hijos de Dios, que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios son nacidos (Jo., 1,13). Es en esta Sangre de Cristo, en la que la Madre piadosa y solícita lava a sus hijos y los alimenta para la eternidad. Finalmente, es la Sangre de Cristo la que la Iglesia, siguiendo tiernamente preocupada por la suerte de sus hijos más allá del sepulcro, hace que descienda sobre sus almas en forma de lluvia refrescante.

¡Qué gran consuelo poder repetir con el gran serafín del Carmelo: ¡Al fin soy hija de la Iglesia! Dulce misterio, que San pablo delinea en otra luminosa concepción.

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