miércoles, 10 de julio de 2019

La Sangre Preciosa de Cristo (4) Valor de la Sangre de Cristo - Cardenal Piazza


I

LA SANGRE PRECIOSA DE CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA REDENCIÓN


VALOR DE LA SANGRE DE CRISTO



Hay que señalar ya en ella una nobleza de origen. En el mensaje de la Anunciación se dijo que el había de nacer: será grande, será llamado el Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará la silla de David, su Padre (Lc. 1,32). Se trata, pues, de una Sangre Real que destila a través de los siglos hasta llegar a correr por las venas de una Virgen. Jesús es la flor abierta en la plenitud de los siglos sobre la vara de Jesé; es la raíz y la progenie de David, la estrella resplandeciente de la mañana (Apoc. 22,16). Quienquiera que legue a escandalizarse porque Jesús adoptó la naturaleza humana, de un pueblo que después había de clavarlo en la Cruz, no entiende nada del drama mundial del Hijo de Dios, Quien, cual sumo sacerdote, opuso la acción divina de la muerte redentora al crimen de sus crucificadores (Pío XI. Con viva ansia, 1937).

Pero es aún superada esta nobleza de origen por una nobleza superior y divina. Esa Sangre, ofrecida por una Madre que permanece Virgen, recogida y vivificada por el Espíritu santo, fue asumida para estar unida a la Persona del Verbo, viniendo a ser así: la Sangre de Dios. No hay palabra humana que acierte a expresar, ni mente alguna que pueda comprender cuánto valga cada gota y cada átomo de esta Divina Sangre. Su precio es en realidad infinito.

Sólo que, en orden a la Redención, tiene valor únicamente la Sangre derramada. Cuando San Pablo afirmó que, sin derramamiento de sangre, no hay remisión (Heb. 9,22), hizo algo más que recordar la ley levítica; el asentó así un principio hondamente radicado en la conciencia humana., cual es, que: para expiar las culpas nada sirve sino es la sangre. Pero, ¿qué sangre?


Los paganos y cuantos habían perdido, junto con las noticias de una revelación primitiva, el sentido de una prohibición inspirada en la dignidad del hombre, sacrificaron a sus divinidades falsas, con un ritual horripilante, holocaustos de vírgenes y de niños inocentes.

Los judíos, en cambio, que conservaron intacta la revelación y, con ella en veto absoluto: No matarás, hubieron de buscar otras víctimas. Fue Dios mismo quien se las señaló: corderos y cabritos, toros y terneros, que eran degollados sobre los altares en ceremonias diarias o periódicas. Mas, ¿qué eficacia podría tener aquella sangre de animales, sino de significar una limpieza puramente exterior, por medio de una santidad legal que se aviniera con las intenciones del culto? Se necesitaba una sangre más noble para expiar la culpa.

En realidad, ninguna sangre bastara, sino fuera la Sangre de Dios.

No podía haber tenido diversa solución el conflicto entre las dos leyes. Las exigencias de una expiación que, teniendo en cuenta los derechos y los intereses de la Divinidad, debería adoptar proporciones infinitas, pedían como consecuencia la necesidad de un sacrificio de valor infinito. He aquí porque al entrar en el mundo dice (Cristo al Padre): No quisiste sacrificio ni oblación, pero me adaptaste un cuerpo. No te agradaron los holocaustos por el pecado. Entonces yo dije: Heme aquí; yo vengo (Heb. 10,5-7). El Apóstol razona así: Si la sangre de los machos cabríos y de los toros, y la aspersión de la ceniza de la vaca, santifica a los inmundos y les da la limpieza de la carne, ¡cuánto más la Sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno así mismo se ofreció inmaculado a Dios, limpiará nuestra conciencia de las obras muertas, para servir al Dios vivo! (Heb. 9,13-14).

No se podía determinar mejor el valor y la eficacia de esta Sangre, derramada por un ímpetu del amor, que es lo que caracteriza y avalora todas las otras abundantes efusiones, hasta el agotamiento total. Hubiera bastado una sola gota para redimir al mundo entero. En cambio, Jesús quiso derramarla toda, gota a gota. Y, ¿por quiénes? ¡Por nosotros pecadores! ¡He aquí el heroísmo de la caridad! ¡He aquí el fundamento de nuestra esperanza!

Dios –como dice San Pablo- probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros. Con mayor razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por Él salvados de la ira (Rom. 5, 8-9). ¡Oh!, ¿qué triunfo más grande éste de la caridad divina sobre nosotros! ¡Sangre y fuego, inestimable amor!, exclamaba Santa Catalina de Siena. Y el dulcísimo San Buenaventura nos invita así: Mira hacia arriba y mira como la sanguinolenta rosa de la pasión se cubre de púrpura en señal de un amor al rojo vivo. La caridad y la pasión disputan entre sí; aquella por ser más ardiente, ésta por ser más cruenta… la flor preciosa del cielo, al llegar la plenitud de los tiempos, se abrió  del todo y en todo el cuerpo, bañada por los rayos de un amor ardentísimo. La llamarada roja del amor refulgió en el rojo vivo de la Sangre (La vid mística, c. 23).

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