martes, 9 de julio de 2019

La Sangre Preciosa de Cristo (3) Los Apóstoles de la Sangre - Cardenal Piazza


I

LA SANGRE PRECIOSA DE CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA REDENCIÓN


LOS APÓSTOLES DE LA SANGRE


Fueron los doce. Pero de una manera particular lo han sido los dos más privilegiados del Colegio Apostólico: Pedro y Juan. A éstos se juntó más tarde Pablo, a quien Jesús derribó  en tierra y dejó ciego en la puerta de Damasco, para hacer que, en medio de aquella luminosa ceguera, vislumbrara la escena y el misterio del Calvario. La teología de la Sangre no pudo tener mejores intérpretes, ni maestros de más autoridad.

Pedro, el jefe, no vio a Jesús en su de sangrienta agonía del Huerto con sus ojos soñolientos, pero si lo vio pendiente de la Cruz, aunque fuera de lejos. Por eso pudo llamarse a sí mismo: testigo de los padecimientos de Cristo (1 Petr. 5,1). Mas donde quizá comprendió mejor el misterio, fue cuando, en el patio de la casa del pontífice, miró y vio de refilón aquel semblante triste de Jesús, aún marcado por las manchas del sudor sanguíneo de la noche, al mismo tiempo que comenzó a pensar en su conciencia el delito que acababa de cometer negando a su Maestro tres veces. Le vino a la memoria en aquel momento aquello del Cordero, que tres años antes había escuchado de boca del Bautista: He aquí al Cordero de Dios que  quita los pecados del mundo (Jo. 1,29). Por consiguiente. ¡podría quitarle a él también su pecado!


Comenzó, pues, a llorar con aquel llanto tan amargo que sólo ha de terminar con la vida. Por eso, al escribir desde Roma a los cristianos de la dispersión, los saluda así: elegidos según la presciencia de Dios Padre en la santificación del Espíritu para la obediencia y la aspersión de la Sangre de Jesucristo (1 Petr. 1,2). Y más adelante los amonesta: Habéis sido rescatados… no con plata ni con oro corruptibles, sino con la Sangre Preciosa de Cristo, Cordero sin defecto ni mancha (1 Petr. 1,18-19). ¡Qué profunda emoción entrañan estas palabras!

Juan: el discípulo predilecto, a quien amaba Jesús (Jo. 21,20), aquel que contempló desangrado en la Cruz al Cordero de Dios, que ya le señalara con el dedo el Bautista, y el que recibió desde bien cerca las primeras salpicaduras de la Sangre Preciosa, Juan en su Evangelio, en su primera Epístola y en el Apocalipsis, hace apología de la Sangre Divina con acentos conmovedores. Él es quien describe la escena del Ecce homo, y solamente él es quien nos trasmitió el dato sobre aquel golpe misterioso de la lanza (Jo. 19,34). El obispo de Hipona pon de relieve lo estudiado de la expresión al decir el evangelista: no golpeó o hirió el costado de Cristo, antes bien, dijo, abrió-aperuit, “para indicar que fue abierto, en efecto, aquella puerta vital por donde manan los Sacramentos de la Iglesia, sin los cuales no es posible entrar en la verdadera vida”. Y, ¡ahí mismo, en la descripción, queda revelado el misterio!

El Apóstol grita fuerte, escribiendo a los fieles de Asia: Dios es luz… Si caminamos en la luz, como Él está también en la luz, entonces, estamos en comunión unos con otros, y la Sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado (1 Jo. 1,5-7). Recordando quizá la sangre del costado, exclama: ¿Y quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es Hijo de Dios? Ese es el que viene por el agua y por la Sangre, Jesucristo (1 Jo. 5,5-6).

Exactamente; son la Sangre de la Redención y el agua del Bautismo, que tiene de aquella Sangre origen y virtud purificadora. Por esto, el Apóstol afirma que la Sangre, junto con el agua y con el Espíritu, que son una sola cosa en Jesús, son los que dan testimonio de su Divinidad (1 Jo. 5,8). En las visiones del Apocalipsis San Juan invoca desde un principio paz para los creyentes; la paz de Jesucristo, que es el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos y el Príncipe de entre los reyes de la tierra; el que nos ha amado y nos lavó con su Sangre de nuestros pecado y nos ha hecho un pueblo real y sacerdotes de Dios, su Padre (Ib., 1,5-6).

¡Verdades estupendas que vuelven a encontrarse en el himno nuevo que entonan los ancianos delante del Cordero! Digno eres Tú, Señor, de tomar el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste desollado y con tu Sangre has comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación, y los hiciste para nuestro Dios reino y sacerdotes, y reinan sobre la tierra (Apoc. 7,14), y aquellos que han vencido (al dragón infernal) por la Sangre del Cordero (Apoc. 12,11).

¿Quiénes son los santos? Aquellos que vienen de la gran tribulación y lavaron sus túnicas y las blanquearon en la Sangre del Cordero (Apoc. 7,14).
De esta manera la tragedia del Calvario, dominando la Historia humana, toca a su término y tiene su glorificación en la apoteosis de la eternidad.

El Apóstol San Pablo. Pablo de Tarso, el fariseo perseguidor de Cristo y de los cristianos, una vez fulminado por la gracia y directamente ilustrado por el Divino maestro, se transformó  en un Apóstol infatigable y en el teólogo de la Divina Sangre. Mientras que San Juan escruta con su mirada penetrante el futuro, San Pablo se vuelve a mirar el pasado, para demostrar  cómo todo el Antiguo Testamento viene a resolverse y sublimarse en el Nuevo. Recuerda a los de Éfeso y a los Colosenses el inmenso beneficio de la predestinación divina para llegar a ser hijos adoptivos de Dios por mediación de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para glorificación de su gracia in lauden gloriae gratie suae. Y es por esa gracia, por medio de la cual nosotros llegamos a ser aceptos a Dios en su Hijo muy amado en el que tenemos la Redención por medio de su Sangre y la remisión de los pecados según la riqueza de su gracia (Efes. 1,5; Colos. 1,13).

Dirigiéndose a los hebreos, San Pablo enaltece la Persona y la Obra de Jesucristo, quien confirmó los sacrificios de la Ley Antigua al fundar el nuevo Pacto, infinitamente más noble y más santo: Cristo, Pontífice de los bienes futuros, entró una vez para siempre en un tabernáculo mejor y más perfecto, no hecho por manos de hombres, esto es, no de esta creación (su Humanidad Santísima), ni por la sangre de los machos cabríos y de los becerros, sino que por su propia Sangre entró una vez en el Santuario (es decir, en el cielo), realizada la Redención eterna (Heb. 9,11).

Por eso, se regocija el Apóstol con aquellos de sus connacionales que ya se han acercado al Mediador de la Nueva Alianza, Jesús, y la aspersión de la Sangre, que habla mejor que la de Abel (Heb. 12,24). Les exhorta con toda ternura, diciéndoles: Teniendo, pues, hermanos, en virtud de la Sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el santuario que Él nos abrió, como camino nuevo y vivo a través del velo, esto es, de su carne…, acerquémonos con sincero corazón, con fe perfecta, purificados los corazones de toda conciencia mala (Heb. 10, 19-22).

Con elocuencia parecida expone la doctrina de la justificación escribiendo a los romanos: Todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, y ahora son justificados gratuitamente por su gracia, por la redención de Cristo Jesús, a quien ha puesto Dios como sacrificio de propiciación, mediante la fe en su Sangre, pura manifestación de su justicia, por la tolerancia de los pecados pasados (Rom. 3, 23-25). Este pasaje nos brinda una síntesis estupenda del pensamiento paulino y, a través del mismo, del profundo misterio de la justificación humana. La causa primera que obra, es de Dios. La causa segunda meritoria, es Jesucristo. Tercera causa instrumental (como la llaman los teólogos), es la Sangre de Cristo. Ahora que la justificación, que consiste precisamente en la remisión de los pecados por la gracia santificante, no se aplica al alma más que por medio de la fe en la Sangre de Cristo: per fidemin sanguinem ejus. El fin supremo adonde miran todos los méritos de la gracia es la manifestación de la justicia divina: ad ostensionem justitiae suae. Tenemos, por consiguiente, todos los factores y términos que integran la Redención y, a la luz de este misterio, las maravillas de la Preciosa Sangre. Todo cuanto desde ahora digamos no pasará de ser una mera divulgación de tan elevados conceptos.

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