lunes, 29 de julio de 2019

La Sangre Preciosa de Cristo (23) A los heraldos de la Sangre- Cardenal Piazza


III
LA HORA DE LA SANGRE

A LOS HERALDOS DE LA SANGRE


Sois vosotros, cuantos militáis en la Acción católica. Siempre que pienso en vosotros siento colmado mi corazón de ternura y paternal orgullo. ¿pues no es a vosotros, almas generosas, a quienes efectivamente encomienda el sacerdote el tesoro de la Divina Sangre para que lo llevéis donde él no puede llegar, dondequiera que haya alguien que, encarcelado en el cuerpo o en el espíritu, espera el don de Dios? Habéis de imitar a Tarsicio, el acólito de las catacumbas, que recibió el Cuerpo del Señor para llevárselo a los futuros mártires y lo defendió hasta derramar su propia sangre, cayendo así el primer mártir de la Eucaristía. Yo sé perfectamente que en vosotros arden los mismos ideales y el mismo corazón.

Ahora que, vosotros no lleváis la Sangre en la realidad de la Eucaristía, sino en el místico ardor de vuestra vida y de vuestras palabras, en la blanca pureza, en el fuego de la caridad, en la constancia del sacrificio. Ahí es donde resplandece en vosotros la Sangre de Cristo, con la que fuisteis marcados en señal de miembros de su Cuerpo Místico y de soldados para la defensa de su santa causa.


Sois heraldos de la Sangre por comisión de la Iglesia, que fe quien abrió en vuestros labios la fuente de la persuasión por la palabra; de aquella palabra del Evangelio con la que vosotros abrís precisamente nuevos caminos para que triunfe la Sangre Divina. Por esta Sangre, que recibís en la comunión eucarística, es por la que queda consagrada vuestra lengua y recibe el don de una elocuencia irresistible. Esta Sangre, hecho fuego, es la que os alimenta en el alma de este triple amor: a las almas, a la Iglesia y al Vicario de Cristo.

Vuestro ideal y vuestro programa no miran otra cosa más que ganar almas. Ya sabéis por experiencia cuánto cuestan, sobre todo en tantas ocasiones en que no podéis rehusar vuestra colaboración al sacerdote o en que debéis enfrentaros valientemente con molestias y, si a mano viene, incluso con persecuciones. Estimando el inmenso beneficio de pertenecer a la Iglesia, que Cristo adquirió con su Sangre (Act., 20,28), amáis tiernamente a esta Esposa de Aquel que a grandes gritos la hizo esposa suya con la Sangre bendita (Dante). La amáis con el mismo amor que amáis a Jesús: amor delicado y firme, humilde y generoso, confirmado por obras, consagrado con la sangre del corazón. Y con semejante entusiasmo amáis asimismo al dulce Cristo en la tierra, al Padre santísimo de las almas redimidas. Por él aguantáis bien vuestras fatigas, con él oráis y sufrís, y en esto ponéis vuestro orgullo y vuestros deseos.

A decir verdad, e nuestros días ha desaparecido aquello de ver cautivo a Cristo en su Vicario o de nuevo ser ultrajado; no se ve renovar en él el tormento del vinagre, de la hiel, y verse muerto entre dos ladrones vivos (Dante: Purgat., 20); pero existe otro martirio que comienza y acaba en lo secreto del corazón y que nadie tiene derecho a negar aunque no lo vea. Pues bien: el papa ha hablado, exteriorizando sus augustas ansiedades y sus penas. Naturalmente, cuanto está hoy sucediendo en el mundo no podía menos de repercutir dolorosamente en el corazón del Padre. ¡Es una hora de sangre nuestra!

¡Que el ángel consolador sustituya el cáliz de amargura, pegado a los labios del Cristo visible, por otro cáliz embriagador de Sangre Divina!

¡que nuestras plegarias y mortificaciones, unidas a las del Padre común, apresuren el despeje de las tinieblas y el resplandor de una aurora de fúlgidos arreboles de caridad!

¡Que, por último, el Rey Eterno del martirio y de la gloria, conceda a cuantos combaten por el triunfo de su Reino sobre la tierra el poder entrar en día en el Reino de los cielos para formar parte de la milicia santa, a la que Cristo desposó en su sangre (Dante., c. 31).

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