miércoles, 24 de julio de 2019

La Sangre Preciosa de Cristo (18) Negligencias y profanaciones de la Sangre Divina - Cardenal Piazza


III
LA HORA DE LA SANGRE

NEGLIGENCIAS Y PROFANACIONES
DE LA SANGRE DIVINA


Sin género de discusión, son gravísimos los crímenes contra la vida y la dignidad humana, si tenemos en cuenta el celo de Dios, que pronuncia tremendas amenazas: Vengaré la sangre de mis siervos (4 Reyes, 9,7). Yo demandaré su sangre (Ezeq. 33,6).

Pero no, ¡aún existen otros crímenes peores! Son los cometidos con injuria de la Sangre de Dios. A la enormidad del sacrilegio no se llega de una vez, pero son las negligencias y las ingratitudes las que les preparan el camino con grande facilidad.

San Agustín hace la siguiente observación: Cuanto nos ha dado Cristo, lo dio por todos. Y prosigue: A Cristo se le dio la Sangre para que la derramase toda por nuestra redención. De tal manera que, si tú quieres, es como si por ti no la hubiera derramado. Pero ¿se podrá no querer? El mismo San Agustín concluye: Sanguis Chirsti volenti est salus, nolenti supplicium. No existen aquí medias tintas. Para quien quiere, es salvación; para el que no, condena. Tener pretensiones de entrar en el cielo sin antes haber sido purificados y señalados por esta sangre, es presunción tonta y absurda. Hay que pasar por el lavadero de la Penitencia; hay que sentarse al banquete eucarístico para recibir el divino alimento de la Carne y de la Sangre del Señor. Los indiferentes y los rezagados no tendrán parte en el Reino de los cielos. Mucho menos la tendrán los ingratos que pecan contra la Sangre de la Redención.


El Apóstol de las gentes fulminó la estólida contradicción de aquellos cristianos que quisieran ver armonizadas las cosas más opuestas: santidad y vicios, Cristo y Satanás. No quiero –decía a los Corintios- que vosotros tengáis parte con los demonios. No podéis beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios. No podéis tener parte en la mesa de los demonios (1 Corintios, 10,20-21). ¿No es eso precisamente lo que hacen hoy muchísimos cristianos, que frecuentan la Iglesia y después no se avergüenzan de exhibirse en bailes y en cines soeces?, ¿que se acercan a la comunión y luego condescienden con sus sentidos e instintos para darles todo género de satisfacciones, aunque sean ilícitas? Quien quiere pertenecer a la familia de Cristo, debe estar señalado con la señal de su Cruz y de su Sangre. Sería la cosa más ignominiosa el ver una frente señalada con esa Sangre y los demás miembros cubiertos de rosas y placeres. Así como también es cosa indigna el ostentar los estigmas de nuestros vicios y querer al mismo tiempo ser cubiertos con la Púrpura de Nuestros Señor Jesucristo (San Alberto Magno).

Para estos cristianos San Pablo formuló una condena bien dura en nombre de Dios: La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios, ni la corrupción heredará la incorrupción (1 Cor., 15,50). ¡Desventurada suerte para el alma, que se verá excluida del Cielo y arrojada a la perdición, lo mismo que para el cuerpo, que compartirá su destino, viéndose excluido de la gloriosa resurrección que Cristo prometió solemnemente: El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene la vida eterna y Yo le resucitaré el último día (Jo., 6,54).

Mas semejante privilegio no está, por cierto, garantizado para cuantos, después de haber comulgado, dilapidaron los frutos de la Sangre en cosas abominables o, lo que es peor, que repiten la traición de Judas. El mismo Apóstol deduce la lógica consecuencia, después de haber hecho mención de los castigos de la ley  mosaica: ¿De cuánto mayor castigo pensáis que será digno el que pisotea al Hijo de Dios y reputa por inmunda la sangre de su testamente, en el cual Él fue santificado, e insulta al Espíritu de la gracia? (Heb., 10,29).

Se preguntará acaso: ¿quiénes son semejantes pisoteadores de Cristo, despreciadores de su Sangre, despilfarradores de sus dones? Cualquier cristiano sabe contestar: todos los pecadores. Pero entre todos ellos –y horroriza sólo el pensarlo- son los sacrílegos, que profanan la Eucaristía, de cualquiera manera infame que sea (¡sabe sugerir tantas el demonio!), pero particularmente con el beso de la traición. Sin embargo: Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor… Come y bebe su propia condenación.

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