martes, 23 de julio de 2019

La Sangre Preciosa de Cristo (17) La sangre humana desconsagrada - Cardenal Piazza


III

LA HORA DE LA SANGRE


LA SANGRE HUMANA DESCONSAGRADA


  
Quizá el crimen más grande de la Humanidad desde hace algún siglo sea el querer eliminar de todas partes, almas y edificios, el sello de la Redención. De esa manera se explica que la sangre humana, deificada por los divinos contactos, venga siendo cada día más desconsagrada por teorías y prácticas anticristianas.


Se han llegado así fatalmente a dos extremos opuestos: la cínica dispersión, como si se tratara de una cosa sin valor, y la glorificación pagana hasta el ridículo.

Todos sabemos el aprecio que en nuestros tiempos se tiene de la vida humana. Un derroche impresionante de sangre, cada vez en aumento, ha venido vertiéndose desde la primera guerra mundial, que pareció inaugurar una era nueva de sangre y por eso definida por Benedicto XV el inútil desangre. (¡Oh, cuánto se intentó entonces disculpar de escándalo lo que contenía dicha frase, que los acontecimientos se encargarían de justificar más tarde como verdadera y profética!)

La Escritura resumiría una impresión sobre esta triste realidad, diciendo: (salmos 78,3) Effuderunt sanguinem eorum tamquam aquam, o como un puñado de tierra: sicut humus (Sof., 1,7). Y ¿qué extraño es si hoy no se habla más que del material humano? No nos sirve volver la vista atrás, para buscar una compensación que nos justifique, recodando los siglos más turbios de la historia, en tiempos de os bárbaros, por ejemplo. Semejante desperdicio casi inconsciente de la sangre humana, cual estamos presenciando, parece cada vez más absurdo después de veinte siglos de Cristianismo, y verificándose por otra parte cada vez mayor refinamiento en la civilización. Pero toda explicación se encuentra en el hecho de que la civilización ha vuelto al paganismo.


Nosotros nos inclinamos ante los héroes de la patria que hubieron de cumplir actos de valor extraordinario, enfrentándose con riesgos y aun con la muerte con coraje, movidos por un ideal y un sentimiento más nobles cuanto más identificados con una conciencia cristiana. Pero a quien nos objetase que sin guerras no tendríamos tan grandes y tan numerosos héroes, podríase contestar que, por el mismo procedimiento, ¡no tendríamos tampoco los mártires sin los tiranos! Y, sin embargo, nadie que tenga la cabeza en su sitio podrá hacer panegírico de los tiranos, de sus pretensiones ni de sus métodos. Nunca llegaremos a comprender cómo entre los hombres dotados de inteligencia, de sentido común y de corazón no se acierta a buscar soluciones equitativas en todas las desavenencias, por graves que sean, siempre que se ponga en el empeño todo el espíritu de humana y cristiana solidaridad, junto con un sentimiento de grave responsabilidad y con un concepto exacto de lo que vale la vida humana.

Salvo en casos de legítima defensa, deberían y podrían desaparecer las guerras. Se proclame cuanto se quiera contra este anhelo, que se trata de una utopía. Lo cierto es que jamás se podrá borrar de la Sagrada Escritura la amenaza divina contra los sanguinarios: El que derrame la sangre humana, por mano de hombre será derramada la suya, porque el hombre ha sido hecho a imagen de Dios (Gén., 9,6). Y el Señor dice en contra de las naciones que tratan de embriagarse de sangre y de victorias por medio de guerras injustas: ¡Ay del que edifica con sangre la ciudad y la cimenta sobre la iniquidad!... Le tocará su vez el cáliz  de la diestra del Señor, que te hará beber hasta la saciedad la vergüenza, hasta emborracharte (Habac., 2,12-16).

Jesús alabó a Pedro cuando lo confesó: Hijo del Dios vivo, porque si había dicho eso, no fue obedeciendo a la revelación de la carne o de la sangre, sino a la de su Padre (Mt., 16,17). Habría que esperar a nuestro siglo XX para que algunos pregoneros hicieran el artículo del llamado mito de la sangre y de la raza, deduciéndolo de supuestas revelaciones de la carne y de la sangre, una vez rechazada la revelación divina (cfr. Pío XI, Encíclica Sobe las condiciones de la Iglesia en el Reich). No es necesario aclarar en qué consista semejante aberración. Bastaría con denunciar las teorías y las prácticas selectivas que se adoptan con pretexto de mantener la pureza de la sangre y de la raza, y que son de gravemente lesa dignidad humana.

Un príncipe de la Iglesia, hecho blanco principal de las persecuciones de la nueva herejía, dio la refutación adecuada. El Dogma de la raza fue abolido por el dogma de la fe hace ya muchos siglos… No podremos olvidar jamás que no fuimos redimidos por sangre alemana (que cada uno sustituya su palabra por la de su propia nacionalidad); nosotros fuimos redimidos por la Sangre Preciosa de Nuestro Señor Crucificado. No hay otro nombre alguno no otra sangre en el cielo en virtud de la cual podamos nosotros santificarnos, sino es el nombre y la Sangre de Cristo (Card. Faulhaber: Judaísmo, Cristianismo Germanismo).

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