sábado, 20 de julio de 2019

La Sangre Preciosa de Cristo (14) Primavera de Sangre - Cardenal Piazza

II
LA SANGRE PRECIOSA DE CRISTO

EN EL MISTERIO DE LA IGLESIA


PRIMAVERA DE SANGRE


Pero volvamos a respirar tranquilos frente a la maravillosa aparición de las flores de santidad que ha hecho brotar la Sangre del Señor en su Iglesia, eterna primavera de las almas que beben esta divina savia con sed incontenible. “El Divino Redentor –dice San Alberto Magno- permitió que le abrieran el costado, las manos y los pies a fin de que la Sangre que salió por ellos corriera, regando el místico jardín de la Iglesia, donde hiciera abrirse las flores de todas las virtudes, y, ensanchándose en forma de río sobre el mundo entero, devolviese la vida a todo cuanto estaba árido y seco, al mismo tiempo que apagara lo que quemaba con el fuego de las pasiones y del pecado.”

La nota de santidad que distingue a la verdadera Iglesia de Cristo es el retoño constante que produce la Divina Sangre en todo lo de la Iglesia, embalsamando el ambiente y santificando en ella todas las cosas: doctrina y culto, lugares y personas, costumbres e instituciones. Por eso, la Iglesia es Madre de Santos en todas las épocas, aun las más tristes de la Historia, y en todos los ambientes, aun los más bárbaros y corrompidos, con tal que Ella pudiera llegar hasta allí para dejar caer algunas gotas de la Sangre de la Redención. Son tan abundantes los fastos de los Santos glorificados por la Iglesia, que escapa a cualquier cálculo, y va enriqueciéndose, aún más cada día con la inscripción de nuevas figuras nobilísimas que ponen en evidencia la perenne actualidad y vitalidad de la Redención; dando por supuesto que cada santo, que de nuevo viene agregado al aguerrido ejército de los bienaventurados, es una nueva apología de la Sangre de Cristo.


Los puros de corazón que ven a Dios de cerca y las vírgenes que siguen al Cordero donde quiera que va, han lavado los vestidos blancos que llevan en su Sangre.

Los mansos, que se semejan al Codero Divino, siempre mudo y apacible delante de sus calumniadores y verdugos, en su Sangre apagaron todo el fuego interior que les hacía fermentar en odios y rebeldías.

Los pobres de espíritu, los humildes y los despreciados, son aquellos que ahogaron el propio egoísmo en la Sangre Divina.

Los misericordiosos, que acogen en su corazón las miserias de sus hermanos haciéndoles participantes de los propios bienes espirituales y materiales, son aquellos a quienes enriqueció la Sangre de Cristo con los tesoros de la piedad divina.

Los que tienen hambre y sed de justicia son los que supieron encontrar en la Sangre de Jesús el precio adecuado para satisfacer la justicia ofendida de Dios.

Los pacíficos llevan dentro de sí la paz de la reconciliación con Dios y con los hombres, esa paz que evoca precisamente la Sangre.

Los fuertes, que no claudican bajo la furia de la tentación o de la persecución, son los héroes fortalecidos para alcanzar todas las Victorias por la Sangre de Cristo (Mt., 5,1-10).

Pocos Santos profundizaron en las maravillas de esta Sangre Preciosa como la angelical Catalina de Sena. En la Sangre mojaba su pluma para escribir sus cartas y sus conmovedoras apóstrofas. Yo, Catalina, sierva y esclava de los Siervos de Jesucristo, os escribo en su Preciosa Sangre, con deseo de verle a Ud. Y a los demás mis Señores con el corazón y con el alma pacificados en Su Dulcísima Sangre, en la cual Sangre se apagan todos los odios y la guerra, y toda soberbia del hombre se relaja… Os suplico –insiste la ardiente Santa- por el amor de Cristo Crucificado, que recibáis el tesoro de la Sangre, que se os ha encomendado por la Esposa de Cristo.

¿Quién hubiera podido resistirse ante semejante elocuencia de palabras y de Sangre? La empresa pacificadora de la Santa, conocida por todos, aquí tuvo su fuerza secreta.

Pero quizá sea el himno más bello, entonado al argumento, aquel que desarrolla en una carta a su confesor, el Beato Raimundo de Capua. No impaciente lo extenso de la cita. Fuimos nosotros –dice- aquella tierra que mantuvo erguida la Cruz y somos el vaso que recibió la Sangre. Quien conozca y sea esposa de esta verdad, hallará en la Sangre la gracia, la riqueza y la vida de la gracia. Verá cubierta su desnudez y se sentirá vestido con el traje nupcial del fuego de la Caridad, empapado e impermeabilizado a Sangre y fuego, que fue derramada por amor y unida a la Divinidad. En la Sangre se alimentará y nutrirá de misericordia. En la Sangre se diluyen las tinieblas y brota la luz. En la Sangre se disipan la nube del amor propio sensitivo y el temor servil que da pena, recibiéndose, en cambio, temor santo y la seguridad del amor divino, que se encuentra en la Sangre.

Otra criatura seráfica, cual fue la carmelita Florencia Santa M. magdalena de Pacis, canta las mismas maravillas en sus elevaciones extáticas: ¡Oh!, ¡cómo qué bien se esconde el Verbo entre los blancos y aromáticos lirios! ¿Qué hace allí? Que ¿qué hace? Pues inspira en las almas sus esposas, un ardiente afecto de amor, y, al inspirarlo, realiza en ellas una continua infusión de la virtud y de las gracias de su Sangre, de tal forma, que continuamente sienten ahogarse y morir por la fuerza del amor, permaneciendo, no obstante, en vida que las proporciona esa Sangre. Dije que muere, pero es asimismo por amor, por la fuerza de esa continua efusión de aquella Sangre ardiente en el alma, que se sumerge tanto en dicha Sangre que ya ni siente, ni entiende, ni ve, ni gusta de otra cosa que de la Sangre.

Sería imposible declarar mejor los frutos que experimentan las almas con la inmersión en la Sangre de Cristo. La misma Santa termina así su coloquio con el Eterno Padre: Esa fuente, en torno a la cual van retoñando los lirios blancos y perfumados, es de Sangre y de agua. De agua para limpiar, de Sangre para embellecer. Y del agua y de la Sangre reciben aquel olor delicadísimo que se siente por doquier: “Christi bonus odor sumus.”

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