jueves, 18 de julio de 2019

La Sangre Preciosa de Cristo (12) La Fuente Perenne - Cardenal Piazza


II

LA SANGRE PRECIOSA DE CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA IGLESIA


LA FUENTE PERENNE


Se lee en la primera página de la Escritura que Dios preparó para el hombre que Él había hecho de barro, un paraíso de delicias, cuyos frutos tenían la virtud de mantener a la Humanidad en perfecta y eterna juventud. En ese lugar de delicias hizo que manara un río, para que regara el paraíso (Gén., 2). Estos planes divinos fueron desbaratados por el pecado. Solamente después de que Cristo llevó a efecto una restauración de los mismos es cuando han venido a recobrar su primitiva finalidad, ahora que en un plano superior. El lugar de espirituales delicias es la Iglesia. Dentro de la Iglesia ocupa la Eucaristía los lugares de auténtico árbol de la vida y, al mismo tiempo, de río de Sangre, que, manando de una fuente perenne, riega abundantemente y sin mermas el paraíso de las almas.

Este nuevo árbol de la vida ostenta un fruto solo, que se reproduce diariamente y durante todos los siglos en todos los altares y en todas las almas. Es el Cuerpo de Cristo. El mismo Cuerpo que se maduró en el seno de la Virgen y que más tarde pendió de la Cruz. El mismo que perfuma el Paraíso de su gloria. Es un fruto vivo y vital. Basta comerlo para que comunique la vida, y una vida que es eterna. Para eso precisamente está destinado. Mi carne es verdaderamente comida… El que come mi carne… tiene la vida eterna (Jo., 6,54-56). Pero con el Cuerpo está también la Sangre, como zumo exprimido del mismo fruto. Mi sangre es verdaderamente bebida… Quien bebe mi Sangre, tiene la vida eterna (ibídem). No se trata ya tan sólo de meras realidades místicas, sino físicamente reales: Vere est cibus, vere est potus. Por tanto, las carnes de Jesús se unen a nuestra carne para nutrir y saciar el alma, al mismo estilo de como también la Sangre de Jesús se une a nuestra sangre para que beba y sacie su sed el alma. Nuestra alma con eso sale divinizada, e incluso nuestro cuerpo recibe como una especie de consagración por causa de esos contactos divinos.


Ya sabemos lo que nos afirma la fe: que en virtud de las palabras de la consagración, directamente –vi verborum- se hace presente el Cuerpo de Jesús bajo la especie del pan, y de la misma manera la Sangre de Jesús bajo la especie de vino. De esta manera, el sacerdote que tiene la suerte de consumar el divino sacrificio come el Cuerpo de Jesús y asimismo bebe su sangre; mientras que los simples fieles, dadas las actuales prescripciones de la Iglesia Romana, comulgan solamente bajo las especies de pan.  Pero no nos olvidemos de lo que la fe nos enseña, a saber: que Jesús está todo entero allí donde se encuentre; que su Cuerpo y su Sangre están siempre vivos, no pudiendo vivir el cuerpo sin la sangre. Esto supuesto, hay que decir que también los fieles, al recibir el Pan eucarístico, reciben la Preciosa Sangre de Cristo, junto con su Cuerpo.

¡Misterio inefable y don verdaderamente sublime, que solamente podía hacer un amor infinito! Inspirándose en esto fue por lo que la tradición adoptó el pelícano de las leyendas, que con su pico se desgarra el pecho y el corazón para hacer brotar la sangre con que saciar a sus polluelos. Con lo que se quiso siempre figurar el gesto de Cristo en este misterio de amor. Que cada cristiano repita, pues, aquel ritmo devoto del Doctor de la Eucaristía: ¡Oh pelícano, Señor Jesús, purifícame a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una sola gota que brotara puede salvar a todo el mundo de cualquier delito (Santo Tomás: Adoro te).

Pero es necesario acercarse a la Mesa eucarística con el vestido nupcial de la gracia. Primero tiene que correr místicamente  por toda el alma la Sangre del Redentor en el sacramento de la Penitencia; después, la Sangre viva, verdadera y real de Cristo, junto con su cuerpo, completará en la divinísima Eucaristía la obra admirable de nuestra purificación y  divinización, acrecentando las riquezas de la gracia con el fervor de la caridad y embriagando en ella las almas que beben y gustan  de su dulzura en la fuente de toda dulzura. Y lo mismo que las almas en particular, así también la Iglesia entera, jardín de Dios enriquecido con los frutos del árbol de la vida, está toda ella canalizada e inundada por ese río divino que verdaderamente la convierte en un paraíso de delicias. Este río parte del altar y no es otro que el que forma la Sangre de Jesús, derramada místicamente en perpetuo sacrificio.

Cuerpo y sangre. Ambos son la única Víctima y el único sacrificio, bajo las especies del pan y del vino, consagrados por separado. Pero las misas se multiplican en todos los confines de la tierra, y esto desde hace veinte siglos. De seguro que nadie sería capaz de enumerar las místicas efusiones de la Sangre que tuvieron lugar en el cáliz del sacrificio. Como tampoco nadie conseguiría reducir a cifras las innumerables aplicaciones de los méritos de Cristo para conseguir salvación y riquezas en favor de las almas.

Realmente se trata de un río caudaloso e inagotable que corre por el seno de la Iglesia, desde la Cabeza hasta los miembros, para vivificarlos, alegrarlos y dotarlos de inmortalidad. Es natural que la Iglesia, Esposa amantísima de Cristo, Ciudad viviente de Dios, se regocije ante el ímpetu de esta torrentera: Fluminis ímpetus laetificat civitatem Dei (Salmo 45,5).

La Iglesia, repetimos, no queda como ajena al sacrificio eucarístico, De ningún modo. El sacerdote ofrece en nombre propio y de la Iglesia: Te ofrecemos, Señor, el cáliz de la salud, a fin de que suba hasta la presencia de tu divina Majestad, en olor de suavidad, por nuestra salvación y la de todo el mundo (Lit.). Junto al Cuerpo real de Cristo ofrece el sacerdote su Cuerpo Místico, la Iglesia, de quien la Eucaristía es centro de vida y símbolo de unidad: Que seamos atendidos por Ti, oh Señor, en espíritu de humildad y con ánimo contrito, y sea hoy nuestro sacrificio ante tu mirada de forma que te resulte agradable, ¡oh Señor Dios! (Liturgia).

Finalmente, el sacerdote ofrece en favor de la Iglesia, que ocupa un puesto privilegiado en las intenciones del oferente: Te rogamos suplicantes, ¡oh Padre Clementísimo!, por Jesucristo, tu Hijo y Señor Nuestro, que aceptes y bendigas estos dones, estas ofertas, estos sacrificios sin mancha que te presentamos, antes que por nadie, por tu Santa Iglesia Católica (Lit.). De este modo, el ofrecimiento de la Sangre, hecho en nombre de la Iglesia, vuelve en favor de la Iglesia misa y en forma de lluvia de bendiciones.

Es conveniente que nos detengamos un poco más aquí para contemplar este campo regado por la Sangre y con una floración magnífica.

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