viernes, 7 de julio de 2017

Realizar la liturgia no es otra cosa que hacer la obra de Cristo - Cardenal Robert Sarah

Para leer y aplicar la constitución 
del Vaticano II sobre la Liturgia
Artículo publicado por el Cardenal Sarah ha publicado un L'Osservatore Romano (edición del 12 de junio de 2015), donde ofrece unas cuantas pautas para una comprensión profunda y una hermenéutica fiel de la Constitución Sacrosanctum Concilium

Cincuenta años después de su promulgación por parte del Papa Pablo VI, ¿se leerá, por fin, la Constitución del Concilio Vaticano II sobre la sagrada liturgia? Porque la Sacrosanctum concilium no es un simple catálogo de “recetas” reformistas, sino una verdadera y propia "carta magna" de la acción litúrgica.
En ella, el concilio ecuménico nos da una lección magistral de método. Porque lejos de contentarse con una visión disciplinar y exterior de la liturgia, el concilio quiere hacernos contemplar lo que está en su esencia. La práctica de la Iglesia deriva siempre de lo que recibe y contempla en la revelación. La pastoral no se puede desconectar de la doctrina.
En la Iglesia "lo que proviene de la acción está ordenado a la contemplación" (cfr. n. 2). La constitución conciliar nos invita a volver a descubrir el origen trinitario de la obra litúrgica. En efecto, el concilio establece una continuidad entre la misión de Cristo Redentor y la misión litúrgica de la Iglesia. "Así como Cristo fue enviado por el Padre, Él, a su vez, envió a los Apóstoles" para que "mediante el sacrificio y los sacramentos en torno a los cuales gira toda la vita litúrgica" ayuden a "la obra de salvación" (n.6).
Realizar la liturgia no es pues otra cosa que hacer la obra de Cristo. La liturgia es  en esencia actio Christi: la "obra de [la] redención humana y de la perfecta glorificación de Dios" (n.5). Él es el gran sacerdote, el verdadero sujeto, el verdadero actor de la liturgia (cfr. n.7). Si este principio vital no se acoge con fe, se corre el riesgo de hacer de la liturgia una obra humana, una auto-celebración de la comunidad.
Al contrario, la obra propia de la Iglesia consiste en entrar en la acción de Cristo, en inscribirse en esa obra de la que Él recibió del Padre la misión. Así pues, “se nos dio la plenitud del culto divino", porque "su humanidad, unida a la persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación" (n.5). La Iglesia, cuerpo de Cristo, debe pues llegar a ser a su vez un instrumento en las manos del Verbo.

Esto es el significado último del concepto-clave de la constitución conciliar: la actuosa participatio. Dicha participación consiste, para la Iglesia, en llegar a ser instrumento de Cristo-sacerdote, con el fin de participar en su misión trinitaria. La Iglesia participa activamente en la obra litúrgica de Cristo en la medida en que sea instrumento. En ese sentido, hablar de “comunidad celebrante” no está privado de ambigüedad y requiere verdadera cautela (cfr. Instrucción Redemptoris sacramentum, n.42). Por tanto, la actuosa participatio no debería ser entendida como la necesidad de hacer algo. Sobre este punto, la enseñanza del concilio ha sido frecuentemente deformada. Se trata, en cambio, de dejar que Cristo nos tome y nos asocie a su sacrificio.

         La participatio litúrgica debe entenderse como una gracia de Cristo que "asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia" (Sacrosanctum concilium, n.7). Él es quien tiene la iniciativa y el primado. La Iglesia "invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno" (n.7).
El sacerdote debe ser ese instrumento que deja trasparentar a Cristo. Como hace poco recordó nuestro Papa Francisco, el celebrante no es el presentador de un espectáculo, no debe buscar la simpatía de la asamblea poniéndose ante ella como su interlocutor principal. Entrar en el espíritu del concilio significa al contrario desaparecer, renunciar a ser el punto focal.
Contrariamente a cuanto se ha sostenido a veces, es absolutamente conforme a la constitución conciliar, e incluso oportuno, que durante el rito penitencial, el canto del Gloria, las oraciones y la plegaria eucarística, todos, sacerdote y fieles, se giren hacia Oriente, para expresar su voluntad de participar en la obra de culto y de redención realizada por Cristo. Este modo de hacer podría oportunamente ser puesto en práctica en las catedrales, donde la vida litúrgica debe ser ejemplar (cfr. n.41).
Bien entendido, hay otras partes de la misa en que el sacerdote, actuando in persona Christi Capitis, entra en diálogo nupcial con la asamblea. Pero ese cara a cara no tiene otro fin que llevar a un cara a cara con Dios que, por medio de la gracia del Espíritu Santo, llegará a ser un corazón a corazón. El concilio propone así otros medios para favorecer la participación: "las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos y también las acciones o gestos y posturas corporales" (n.30).
Una lectura demasiado rápida, y sobre todo demasiado humana, ha llevado a concluir que hacía falta que los fieles estuviesen constantemente ocupados. La mentalidad occidental contemporánea, modelada por la técnica y encandilada por los medios de comunicación, ha querido hacer de la liturgia una obra de pedagogía eficaz y provechosa. Con ese espíritu, se ha procurado hacer las celebraciones de convivencia. Los actores litúrgicos, animados por motivos pastorales, buscan a veces hacer obra didáctica introduciendo en las celebraciones elementos profanos y espectaculares. ¿Acaso no se ven testimonios, puestas en escena y aplausos? Se cree que así se favorece la participación de los fieles mientras que, de hecho, se reduce la liturgia a un juego humano.
"El silencio no es una virtud, ni el ruido un pecado, es verdad”, dice Thomas Merton, "pero el tumulto, la confusión y el ruido continuos en la sociedad moderna o en ciertas liturgias eucarísticas africanas son la expresión de la atmósfera de sus pecados más graves, de  su impiedad, de su desesperación. Un mundo de propaganda, de argumentos infinitos, de invectivas, de críticas, o simplemente de chismorreos, es un mundo en el que la vida no vale la pena ser vivida. La misa se convierte en un tumulto confuso; las oraciones un ruido exterior o interior" (Thomas Merton, Le signe de Jonas, Ed. Albin Michel, Paris, 1955, p.322).
Se corre el riesgo real de no dejar ningún sitio a Dios en nuestras celebraciones. Incurrimos en la tentación de los judíos en el desierto. Querían hacer un culto a su medida y a su altura, y no olvidemos que acabaron postrados ante el ídolo del becerro de oro.
Es tiempo de ponerse a la escucha del concilio. La liturgia es "principalmente culto de la divina Majestad" (n.33). Tiene valor pedagógico en la medida en que está completamente ordenada a la glorificación de Dios y al culto divino. La liturgia nos pone realmente en la presencia de la trascendencia divina. Participación verdadera significa renovar en nosotros ese “asombro” que san Juan Pablo II tenía en gran consideración (cfr. Ecclesia de Eucharistia, n.6). Este asombro sagrado, ese temor gozoso, requiere nuestro silencio ante la majestad divina. Se olvida a menudo que el silencio sagrado es uno de los medios indicados por el concilio para favorecer la participación.

Si la liturgia es obra de Cristo, ¿es necesario que el celebrante introduzca sus propios comentarios? Hay que recordar que, cuando el misal autoriza una intervención, no se puede convertir en un discurso profano y humano, un comentario más o menos sutil sobre la actualidad, o un saludo mundano a las personas presentes, sino una brevísima exhortación a entrar en el misterio (cfr. Presentación general del misal romano, 50). Cuanto a la homilía, ella misma es un acto litúrgico que tiene sus propias reglas. La actuosa participatio en la obra de Cristo presupone que se deje el mundo profano para entrar en la "acción sagrada por excelencia" (Sacrosanctum concilium, n.7). De hecho, "pretendemos, con una cierta arrogancia, quedarnos en lo humano para entrar en lo divino" (Robert Sarah, Dieu ou rien, p.178).
En este sentido, es deplorable que el sagrario de nuestras iglesias no sea un lugar estrictamente reservado al culto divino, o que se entre con ropa profana, o que el espacio sagrado no esté claramente delimitado por la arquitectura. Ya que, como enseña el concilio, Cristo está presente en su palabra cuando esta viene proclamada, es igualmente deletéreo que los lectores no tengan una vestimenta apropiada que muestre que no pronuncian palabras humanas sino una palabra divina.
La liturgia es una realidad fundamentalmente mística y contemplativa, y en consecuencia fuera del alcance de nuestra acción humana; incluso la participatio es una gracia de Dios. Por tanto, presupone por nuestra parte una apertura al misterio celebrado. Así, la constitución recomienda la comprensión plena de los ritos (cfr. n.34) y al mismo tiempo prescribe "que los fieles sean capaces también de recitar o cantar juntos en latín las partes del ordinario de la Misa que les corresponde" (n.54).

En efecto, la comprensión de los ritos no es obra de la razón humana dejada a sí misma, que debería captarlo todo, entenderlo todo, dominarlo todo. La comprensión de los ritos sagrados es la del sensus fidei, que ejercita la fe viva a través del símbolo y que conoce por sintonía más que por concepto. Esta comprensión presupone que nos acerquemos al misterio con humildad.
Pero, ¿se tendrá el valor de seguir el concilio hasta este punto? Una lectura así, iluminada por la fe, es fundamental para la evangelización. En efecto, "presenta así la Iglesia, a los que están fuera, como signo levantado en medio de las naciones, para que, bajo de él, se congreguen en la unidad los hijos de Dios que están dispersos" (n.2). Debe dejar de ser un lugar de desobediencia a las prescripciones de la Iglesia.
Más específicamente, no puede ser ocasión de divisiones entre cristianos. Las lecturas dialécticas de la Sacrosanctum concilium, las hermenéuticas de ruptura en un sentido o en el otro, no son el fruto de un espíritu de fe. El concilio no ha querido romper con las formas litúrgicas heredadas de la tradición, es más, ha querido profundizarlas. La constitución establece que "las nuevas formas se desarrollen, por decirlo así, orgánicamente a partir de las ya existentes" (n.23).

En este sentido, es necesario que cuántos celebran según el usus antiquior lo hagan  sin espíritu de oposición, sino en el espíritu de la Sacrosanctum concilium. Del mismo modo, sería erróneo considerar la forma extraordinaria del rito romano como derivada de otra teología que no sea la liturgia reformada. Sería también deseable que se insertase como anexo de una próxima edición del misal el rito penitencial y el ofertorio del usus antiquior son el fin de subrayar que las dos formas litúrgicas se iluminan mutuamente, en continuidad y sin oposición.
Si vivimos con ese espíritu, entonces la liturgia dejará de ser el lugar de las rivalidades y de las críticas, para hacernos por fin participar activamente en la liturgia "que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario" (n.8).

Cardenal Robert Sarah
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino

 y la Disciplina de los Sacramentos.

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