jueves, 28 de noviembre de 2013

Meditación para el Adviento - Card. Joseph Ratzinger

Card. Joseph Ratzinger

El siguiente texto corresponde a una homilía del Cardenal Ratzinger, en la que ensaya una reflexión sobre el Adviento, como espera, que golpea al hombre y le exige a éste audacia: la audacia de ir al encuentro de la misteriosa presencia de Dios.

 

Desde tiempos remotos la liturgia de la Iglesia ha encabezado el Adviento con un salmo en que el Adviento de Israel, la inconmensurable espera de ese pueblo, halla una expresión condensada: «Hacia ti, Señor, elevo el alma mía, en ti, mi Dios, confío» (Sal 25 [24], 1). Tal vez esta frase nos resulte trillada y gastada, puesto que ya estamos desacostumbrados a las aventuras que llevan a los hombres hacia su propia interioridad. Mientras que nuestros mapas se han hecho cada vez más completos, el interior del hombre se ha convertido cada vez más en terra incógnita, a pesar de que en él habría que hacer descubrimientos aún mayores que en el universo visible.

«Hacia ti, Señor, elevo el alma mía»: el sentido dramático que subyace en este versículo se me ha hecho consciente de manera renovada en estos días al leer el relato que publicara el escritor francés Julien Creen sobre el camino de su conversión a la Iglesia católica. Creen narra que en su juventud se hallaba atrapado por los «placeres de la carne». No tenía convicción religiosa alguna que pudiese haberle servido de contención. Y sin embargo, hay en su experiencia algo notable: de cuando en cuando entraba en una iglesia, impulsado por el anhelo -que él no se admitía a sí mismo- de verse súbitamente liberado. «No hubo milagro alguno», continúa Green, «pero sí, desde la lejanía, el sentimiento de una presencia.» Esa presencia tenía algo cálido y prometedor para él, pero todavía le molestaba la idea de que para su salvación tuviese que pertenecer, por ejemplo, a la Iglesia.

Quería la presencia de lo nuevo, pero la quería sin renuncias, casi como por autodeterminación y sin ninguna imposición. Es así como se encontró con la religiosidad india y esperó encontrar a través de ella un camino mejor. No obstante, no faltó la decepción, e inició su búsqueda en la Biblia. Y con tanta intensidad la llevó a cabo que comenzó a aprender hebreo tutelado por un rabino. Un día le dijo el rabino: «El próximo jueves no vendré, pues es feriado». «¿Feriado?», preguntó Green sorprendido. «Es la fiesta de la Ascensión -¿Tendré que decírselo yo a usted?-», fue la respuesta del rabbi. En ese momento, el joven buscador se sintió alcanzado como por un rayo: era como si sobre él llovieran fragorosas las palabras del profeta. «Yo era Israel», dice Green, «a quien Dios clamaba, suplicante, que regresara a El. Sentía que para mí regía la frase: "Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo,- Israel no conoce, mi pueblo no entiende"» (Is 1,3).

Una experiencia tal de la verdad de la Escritura en nosotros mismos sería el Adviento. Esto es lo que quiere significar el versículo del salmo que nos habla de elevar el corazón, un versículo que puede pasar de moneda desgastada a algo novedoso y grande, en una aventura, si uno comienza a adentrarse en su verdad.

Lo que Julien Green cuenta de su agitada juventud reproduce de una forma asombrosamente precisa la lucha a la que también se ve expuesto nuestro tiempo. Es la obviedad del tráfago de la vida moderna, que por un lado nos parece la forma imprescindible de nuestra libertad, pero que al mismo tiempo sentimos como una esclavitud de la que lo mejor sería que nos librara un milagro -pero ciertamente no el camino de la Iglesia, que ha pasado de moda y no nos parece digno de consideración alguna como alternativa: antes que él cuenta en todo caso el extraño atractivo de religiones exóticas-, Y sin embargo, algo decisivo acontece ya en el hecho de no pisotear el anhelo de liberación y que, de cuando en cuando, ese anhelo pueda ejercer su acción en momentos de silencio vividos en la iglesia. Tal disposición a exponerse a una presencia misteriosa, a aceptar lentamente esa presencia, a dejarla entrar en uno mismo, es lo que hace que se dé el Adviento: una primera luz en medio de la noche, por oscura que sea.

En algún momento se hará pasmosamente claro: sí, yo soy Israel. Yo soy el buey que no conoce a su dueño. Y cuando entonces descendemos, estremecidos, del pedestal de nuestra soberbia, sucede lo que dice el salmista: el corazón se eleva, gana altura, y la presencia oculta de Dios penetra más hondamente en nuestra enmarañada vida. Adviento no es ningún milagro súbito, como prometen los predicadores de la revolución y los mensajeros de nuevos caminos de salvación. Dios actúa para con nosotros de forma muy humana, nos conduce paso a paso y nos espera. Los días del Adviento son como una llamada silenciosa a la puerta de nuestra sepultada alma para que tengamos la audacia de ir al encuentro de la presencia misteriosa de Dios, lo único capaz de liberarnos.
 

El texto está extraído de la obra reunida por la Editorial Herder, bajo el título:
 "El resplandor de Dios en nuestro tiempo. Meditaciones del año litúrgico"

 

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