martes, 5 de noviembre de 2013

La pastoral del matrimonio debe fundarse en la verdad - Card. Joseph Ratzinger

L´Osservatore Romano
A propósito de algunas objeciones contra la doctrina de la Iglesia sobre la recepción de la Comunión eucarística por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar
En 1998 el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, introdujo el volumen titulado “Sulla pastorale dei divorziati risposati” (“Sobre la pastoral de los divorciados y vueltos a casar”), publicado por la Libreria Editrice Vaticana en una colección del dicasterio (“Documenti e Studi”, 17).
Por la actualidad y la amplitud de miras de este escrito poco conocido, proponemos su tercera parte, con el añadido de tres notas. El texto está disponible en la web de nuestro periódico (www.osservatoreromano.va) en lengua italiana, así como en español, inglés, francés, portugués y alemán[1].
      La Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre de la recepción de la Comunión eucarística por parte de los files divorciados y vueltos a casar, del 14 de septiembre de 1994, ha tenido eco vivaz en diversos lugares de la Iglesia. Junto a muchas reacciones positivas también se han oído no pocas voces críticas. Las objeciones esenciales contra la doctrina y la praxis de la Iglesia se presentan a continuación en modo simplificado.
      Algunas objeciones más significativas —sobre todo las que se refieren a la praxis considerada más flexible de los Padres de la Iglesia, que sería la inspiración de la praxis de las Iglesias orientales separadas de Roma, así como la referencia a los principios tradicionales de la epicheia y de la aequitas canonica— han sido estudiadas profundamente por la Congregación para la Doctrina de la Fe. Los artículos de los Profesores Pelland, Marcuzzi y Rodríguez Luño[2] han sido elaborados en el curso de este estudio. Los principales resultados de esa investigación, que indican la dirección de la respuesta a las objeciones, también serán aquí resumidos brevemente.
1. Muchos sostienen, aduciendo algunos pasajes del Nuevo Testamento, que la palabra de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio permita una aplicación flexible y no pueda ser encasillada en una categoría rígidamente jurídica.
      Algunos exegetas ponen de relieve críticamente que el Magisterio, en relación a la indisolubilidad del Matrimonio, citaría casi exclusivamente una sola perícopa, o sea Mc 10,11-12, sin considerar otros pasajes del Evangelio de Mateo y de la Primera Carta a los Corintios. Estos pasaje bíblicos indicarían una cierta “excepción” a la palabra del Señor sobre la indisolubilidad del matrimonio, o sea en el caso de porneia (Cfr. Mt 5,32; 19,9) y en el caso de de separación por causa de la fe (Cfr. 1Cor 7,12-16). Estos textos serían indicaciones de que los cristianos, en situaciones difíciles, habrían conocido, ya en los tiempos apostólicos, una aplicación flexible de la palabra de Jesús.
      A esta objeción se debe responder que los documentos magisteriales no pretenden presentar de modo completo y exhaustivo los fundamentos bíblicos de la doctrina sobre el matrimonio. Dejan esta importante tarea a los expertos competentes. El Magisterio subraya, sin embargo, que la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio deriva de la fidelidad a la palabra de Jesús. Jesús define claramente la praxis veterotestamentaria del divorcio como una consecuencia de la dureza del corazón del hombre. Yendo más allá de la ley, Cristo se remonta al inicio de la creación, a la voluntad del Creador, y resume su enseñanza con las palabras: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10,9). Con la llegada del Redentor, se vuelve a instaurar el matrimonio en su forma original a partir de la creación y se sustrae al arbitrio humano, sobre todo al del marido, pues la mujer no tenía posibilidad de divorciarse. La palabra de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio constituye la superación del antiguo orden de la ley en el nuevo orden de la fe y de la gracia. Sólo así el matrimonio puede hacer plena justicia tanto a la vocación de Dios al amor como a la dignidad humana, y constituirse en signo de la alianza de amor incondicionado de Dios, es decir, en un «Sacramento» (Cfr. Ef 5,32).
      La posibilidad de separarse que Pablo señala en 1Cor 7, se refiere a matrimonios entre un cónyuge cristiano y un no bautizado. La reflexión teológica posterior ha dejado claro que únicamente los matrimonios entre bautizados son «Sacramento», en el sentido estricto de la palabra, y que la indisolubilidad absoluta caracteriza sólo a estos matrimonios que se colocan en el ámbito de la fe en Cristo. El denominado «matrimonio natural» funda su dignidad en el orden de la creación y está, por tanto, orientado a la indisolubilidad. Sin embargo, en determinadas circunstancias, puede ser disuelto a causa de un bien más alto, como es la fe. De este modo la sistematización teológica ha clasificado jurídicamente la indicación de San Pablo como «privilegium paulinum», es decir, como posibilidad de disolver, por el bien de la fe, un matrimonio no sacramental. La indisolubilidad del matrimonio verdaderamente sacramental permanece salvaguardada. No se trata, pues, de una excepción a la palabra del Señor. Volveremos sobre esto más adelante.
      Acerca de la recta comprensión de las cláusulas sobre la porneia, existe abundante literatura con muchas hipótesis diferentes, incluso opuestas. No hay unanimidad entre los exegetas sobre esta cuestión. Muchos sostienen que se refiere a uniones matrimoniales inválidas y no a excepciones a la indisolubilidad del matrimonio. Sea como fuere, la Iglesia no puede edificar su doctrina y praxis sobre hipótesis exegéticas inciertas, sino que debe atenerse a la clara enseñanza de Cristo.
2. Otros objetan que la tradición patrística dejaría espacio para una praxis más diferenciada, que haría mayor justicia a las situaciones difíciles. A este propósito, la Iglesia católica podría aprender del principio de «economía» de las Iglesias orientales separadas de Roma.
      Se afirma que el Magisterio actual sólo se nutriría de un filón de la tradición patrística, y no de la entera herencia de la Iglesia antigua. Si bien los Padres se atuvieron claramente al principio doctrinal de la indisolubilidad del matrimonio, algunos de ellos toleraron, en la práctica pastoral, una cierta flexibilidad ante situaciones difíciles concretas. Sobre este fundamento, las Iglesias orientales separadas de Roma habrían desarrollado más tarde, junto al principio de la akribia, de la fidelidad a la verdad revelada, el principio de la oikonomia, de la condescendencia benévola en situaciones difíciles. Sin renunciar a la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio, esas Iglesias permitirían, en determinados casos, un segundo e incluso un tercer matrimonio, que, por otra parte, es diferente del primer matrimonio sacramental y está marcado por el carácter de la penitencia. Esta praxis nunca habría sido condenada explícitamente por la Iglesia Católica. El Sínodo de Obispos de 1980 habría sugerido estudiar a fondo esta tradición, a fin de hacer resplandecer mejor la misericordia de Dios.
      El estudio del Padre Pelland muestra la dirección en que se debe buscar la respuesta a estas cuestiones. La interpretación de cada uno de los textos patrísticos compete naturalmente al historiador. Debido a la difícil situación textual las controversias tampoco se aplacarán en el futuro. Desde el punto de vista teológico debe afirmarse:
      a) Existe un claro consenso de los Padres acerca de la indisolubilidad del matrimonio. Puesto que deriva de la voluntad del Señor. La Iglesia no tiene poder alguno a ese respecto. Por ello, el matrimonio cristiano fue distinto desde el primer momento al matrimonio de la civilización romana, a pesar de que en los primeros tiempos no existía todavía ningún ordenamiento canónico. La Iglesia del tiempo de los Padres excluye claramente el divorcio y las nuevas nupcias, en fiel obediencia al Nuevo Testamento.
      b) En la Iglesia del tiempo de los Padres, los fieles divorciados y vueltos a casar nunca fueron admitidos oficialmente a la sagrada Comunión después de un tiempo de penitencia. Es cierto, en cambio, que la Iglesia no siempre revocó en determinados países las concesiones en esta materia, aunque si se calificaban como incompatibles con la doctrina y la disciplina. Parece cierto también que algunos Padres, por ejemplo, San León Magno, buscaron soluciones «pastorales» para raros casos límite.
      c) Sucesivamente se produjeron dos desarrollos contrapuestos:
      — En la Iglesia imperial posterior a Constantino se buscó, debido al progresivo entrelazamiento del Estado y la de Iglesia, una mayor flexibilidad y disponibilidad al compromiso en situaciones matrimoniales difíciles. Una tendencia semejante se dio en el ámbito gálico y germánico hasta la reforma gregoriana. En las Iglesias orientales separadas de Roma, este desarrollo continuó posteriormente en el segundo milenio y condujo a una praxis cada vez más liberal. Hoy en día, en muchas Iglesias orientales existe una serie de motivos de divorcio, es más, se ha desarrollado una «teología del divorcio», que de ningún modo resulta conciliable con las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonió. En el diálogo ecuménico, este problema debe ser claramente afrontado.
      — En Occidente, gracias a la reforma gregoriana, se recuperó la concepción originaria de los Padres. El Concilio de Trento sancionó en cierto modo este desarrollo y fue propuesto de nuevo como doctrina de la Iglesia por el Concilio Vaticano II.
      La praxis de las Iglesias orientales separadas de Roma, que es consecuencia de un complejo proceso histórico, de una interpretación cada vez más liberal —que progresivamente se alejaba de la Palabra del Señor— de algunos pasajes patrísticos oscuros, así como de un influjo no despreciable de la legislación civil, por motivos doctrinales, no puede ser asumida por la Iglesia Católica. Es inexacta la afirmación de que la Iglesia Católica habría simplemente tolerado la praxis oriental. Ciertamente, Trento no la condenó formalmente. Los canonistas medievales, sin embargo, hablaban continuamente de ella como de praxis abusiva. Además, hay testimonios de que grupos de fíeles ortodoxos, al convertirse al catolicismo, debían firmar una confesión de fe que incluía una indicación expresa sobre la imposibilidad de un segundo matrimonio.
3. Muchos proponen que se permitan excepciones a la norma eclesial, basándose en los tradicionales principios de la ‘epikeia’ y de la ‘aequitas canonica’.
      Se dice que algunos casos matrimoniales no pueden ser regulados en el fuero externo. La Iglesia no sólo podría relegar las normas jurídicas, sino que debería también respetar y tolerar la conciencia de cada uno. Las doctrinas tradicionales de la epikeia y de la aequitas canonica podrían justificar, tanto desde el punto de vista de la teología moral corno desde el punto de vista jurídico, una decisión de la conciencia que se aleje de la norma general. Sobre todo en el tema de la recepción de los Sacramentos, la Iglesia debería dar pasos adelante y no sólo ofrecer prohibiciones a los fieles.
      Las dos contribuciones de los profesores Marcuzzi y Rodríguez Luño ilustran esta compleja problemática. A este propósito hay que distinguir claramente tres tipos de cuestiones:
      a) La epikeia y la aequitas canonica tienen gran importancia en el ámbito de las normas humanas y puramente eclesiales, pero no pueden ser aplicadas en el ámbito de las normas sobre las que la Iglesia no posee ningún poder discrecional. La indisolubilidad del matrimonio es una de estas normas, que se remontan al Señor mismo y, por tanto, son designadas como normas de «derecho divino». La Iglesia no puede ni siquiera aprobar prácticas pastorales —por ejemplo, en la pastoral de los Sacramentos— que contradigan el claro mandamiento del Señor. En otras palabras; si el matrimonio precedente de unos fieles divorciados y vueltos a casar era válido, en ninguna circunstancia su nueva unión puede considerarse conformé al derecho; por tanto, por motivos intrínsecos, es imposible que reciban los Sacramentos. La conciencia de cada uno está vinculada, sin excepción, a esta norma[3].
      b) La Iglesia, en cambio, sí tiene el poder de especificar qué condiciones deben cumplirse para que un matrimonio sea considerado como indisoluble según la enseñanza de Jesús. En línea con las afirmaciones paulinas de 1Cor 7, la Iglesia estableció que solamente dos cristianos pueden contraer un matrimonio sacramental. Desarrolló las figuras jurídicas del privilegium paulinum y del privilegium petrinum. Con referencia a la cláusula sobre la porneia de Mateo y Hechos 15,20, formuló impedimentos matrimoniales. Además, especificó, cada vez más nítidamente, los motivos de nulidad matrimonial y desarrolló ampliamente los procedimientos judiciales. Todo esto contribuyó a delimitar y precisar el concepto de matrimonió indisoluble. Cabe decir que, de este modo, también la Iglesia occidental dio espacio al principio de la «oikonomia», sin manipular la indisolubilidad del matrimonio.
      En ésta línea se coloca el posterior desarrollo jurídico del Código de Derecho Canónico de 1983, que otorga fuerza de prueba a las declaraciones de las partes. Conforme a ello, según la opinión de personas competentes, parecen prácticamente excluidos los casos en que la invalidez de un matrimonio no pueda ser demostrada por vía jurídica. Las cuestiones matrimoniales deben resolverse en el fuero externo, ya que el matrimonio tiene esencialmente un carácter público-eclesial y está regido por el principio fundamental nemo iudex in propria causa («nadie es juez en causa propia»). Por eso, si unos fíeles divorciados y vueltos a casar consideran que es inválido su matrimonio anterior, están obligados a dirigirse al tribunal eclesiástico competente, que deberá examinar objetivamente el problema y aplicar todas las posibilidades jurídicas disponibles.
      c) No se excluye, ciertamente, que en los procesos matrimoniales sobrevengan errores. En algunas partes de la Iglesia no existen todavía tribunales eclesiásticos que funcionen bien. Otras veces los procesos se alargan excesivamente. En algunos casos se dictan sentencias problemáticas. No parece que se excluya, en principio, la aplicación de la epikeia en el «fuero interno». La Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe de 1994 alude a este punto, cuando dice que con las nuevas vías canónicas debería excluirse, «en la medida de lo posible», toda divergencia entre la verdad verificable en el proceso y la verdad objetiva (Cfr. Carta, n. 9). Muchos teólogos opinan que los fieles deban de atenerse, también en el «fuero interno», a los juicios del tribunal eclesiástico, aún cuando les parezcan falsos. Otros sostienen que en el «fuero interno» cabe pensar en excepciones, porque en el ordenamiento jurídico no se trata de normas de derecho divino, sino eclesiástico. Este asunto exige más estudios y clarificaciones. A fin de evitar arbitrariedades y proteger el carácter público del matrimonio —sustrayéndolo al juicio subjetivo— deberían dilucidarse de modo muy preciso las condiciones para dar por cierta una «excepción».
4. Algunos acusan, al actual Magisterio, de involución respecto al Magisterio del Concilio, y de proponer una visión preconciliar del matrimonio.
      Algunos teólogos afirman que, en la base de los nuevos documentos magisteriales sobre temas matrimoniales, habría una concepción naturalista y legalista del matrimonio. El acento estaría puesto sobre el contrato entre los esposos y sobre el «ius in corpus». El Concilio habría superado esta comprensión estática al describir el matrimonio de un modo más personalista, como pacto de amor y de vida. Con ello habría abierto posibilidades de resolver más humanamente situaciones difíciles. Desarrollando esta línea de pensamiento, algunos estudiosos se preguntan si no cabría hablar de «muerte del matrimonio», cuando se desvanece el vínculo personal de amor entre dos esposos. Otros suscitan la vieja cuestión de si el Papa no tendría, en esos casos, la posibilidad de disolver el matrimonio.
      Quien lea atentamente los recientes pronunciamientos eclesiásticos, reconocerá que sus afirmaciones centrales se fundan en la Gaudium et spes y desarrollan, con rasgos totalmente personalistas y sobre la vía indicada por el Concilio, la doctrina que allí contenida. Es inadecuado contraponer la visión personalista a la visión jurídica del matrimonio. El Concilio no ha roto con la concepción tradicional del matrimonio, sino que la ha hecho avanzar. Cuando, por ejemplo, se repite continuamente que el Concilio ha sustituido el concepto estrictamente jurídico de «contrato» por el más amplio y teológicamente más profundo de «pacto», no cabe olvidar que «pacto» contiene también el elemento de «contrato», por mucho que lo sitúe en una perspectiva más amplia. Que el matrimonio vaya mucho más allá de lo puramente jurídico y se asiente en la hondura de lo humanó y en el misterio de lo divino, en realidad se ha afirmado siempre con la palabra «sacramento», si bien ciertamente no se ha puesto a menudo en el candelero con la claridad que el Concilio ha dado a esos aspectos. El derecho no lo es todo, pero es una parte irrenunciable, una dimensión del todo. No existe un matrimonio sin normativa jurídica, que lo inserte en un conjunto global de sociedad e Iglesia. Si la reforma del derecho después del Concilio afecta también al ámbito del matrimonio, esto no es traicionar al Concilio, sino llevar a cabo sus disposiciones.
      Si la Iglesia aceptase la teoría de que un matrimonio ha muerto cuando los cónyuges dejan de amarse, entonces con ello aprobaría el divorcio y mantendría la indisolubilidad del matrimonio sólo verbalmente y no de hecho. La opinión de que el Papá podría disolver un matrimonio sacramental consumado, irremediablemente fracasado, debe calificarse como errónea. Un tal matrimonio no puede ser disuelto por nadie. En la celebración nupcial, los esposos se prometen fidelidad hasta la muerte.
      Recientes estudios plantean la cuestión de si los cristianos no creyentes, bautizados qué nunca han creído o que ya no creen en Dios, pueden verdaderamente contraer matrimonio sacramental. En otras palabras, debería aclararse si todo matrimonio entré bautizados es «ipso facto» sacramental. De hecho, el Código mismo indica que sólo el contrato matrimonial «válido» entre bautizados es a la vez Sacramento (Cfr. CIC, can. 1055§ 2). A la esencia del Sacramento pertenece la fe; queda por aclarar la cuestión jurídica acerca de qué evidencia de «no-fe» implica que no se realice un Sacramento[4].
5. Muchos afirman que la actitud de la Iglesia en la cuestión de los fieles divorciados y vueltos a casar sea unilateralmente normativo y no pastoral.
      Una serie de objeciones críticas contra la doctrina y la praxis de la Iglesia concierne a problemas de carácter pastoral. Se dice, por ejemplo, que el lenguaje de los documentos eclesiales sería demasiado legalista, que la dureza de la ley prevalecería sobre la comprensión hacia situaciones humanas dramáticas. El hombre de hoy no podría comprender ese lenguaje. Mientras Jesús habría atendido a las necesidades de todos los hombres, sobre todo de los marginados de la sociedad, la Iglesia, por el contrario, se mostraría más bien como juez, que excluye de los Sacramentos y de ciertas funciones públicas a personas heridas.
      Se puede indudablemente admitir que las formas expresivas del Magisterio eclesial a veces no resultan fácilmente comprensibles y deben ser traducidas por los predicadores y catequistas al lenguaje que corresponde a las diferentes personas y a su ambiente cultural. Sin embargo, debe mantenerse el contenido esencial del Magisterio eclesial, pues transmite la verdad revelada y, por ello, no puede diluirse en razón de supuestos motivos pastorales. Es ciertamente difícil transmitir al hombre secularizado las exigencias del Evangelio. Pero esta dificultad no puede conducir a compromisos con la verdad. En la encíclica Veritatis splendor, Juan Pablo II ha rechazado claramente las soluciones denominadas «pastorales» que contradigan las declaraciones del Magisterio (Cfr. ibid., n. 56).
      Por lo que respecta a la posición del Magisterio acerca del problema de los fieles divorciados y vueltos a casar, se debe además subrayar que los recientes documentos de la Iglesia unen de modo equilibrado las exigencias de la verdad con las de la caridad. Si en el pasado a veces la caridad quizá no resplandecía suficientemente al presentar la verdad, hoy en día, en cambio, el gran peligro es callar o comprometer la verdad en nombre de la caridad. La palabra de la verdad puede, ciertamente, doler y ser incómoda; pero es el camino hacia la curación, hacia la paz y hacia la libertad interior. Una pastoral que quiera auténticamente ayudar a la persona debe apoyarse siempre en la verdad. Sólo lo que es verdadero puede, en definitiva, ser pastoral. «Entonces conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8,32).
Cardenal Joseph Ratzinger
 Notas
    [1] Este texto recoge la tercera parte de la Introducción del Cardenal Joseph Ratzinger al número 17 de la Serie "Documenti e Studi", dirigida por la Congregación para la Doctrina de la Fe, Sulla pastorale dei divorziati risposati, LEV, Città del Vaticano 1998, p. 20-29. Las notas han sido añadidas.
    [2] Cfr. Ángel Rodríguez Luño, L’epicheia nella cura pastorale dei fedeli divorziati risposati, ibid., p. 75-87; Piero Giorgio Marcuzzi, S.D.B., Applicazione di aequitas et epikeia ai contenuti della Lettera della Congregazione per la Dottrina della Fede del 14 settembre 1994, ibid., p. 88-98; Gilles Pelland, S.J., La pratica della Chiesa antica relativa ai fedeli divorziati risposati, ibid., p. 99-131.
    [3] En este sentido, vale la regla general reiterada por el Papa Juan Pablo II en la Exhortación apostólica post-sinodal “Familiaris consortio”, n. 84: “La reconciliación en el Sacramento de la Penitencia —que les abriría el camino al sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, «asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos»”. Véase también Benedicto XVI, Exhortación apostólica post-sinodal “Sacramentum Caritatis”, n. 29.
    [4] Durante un encuentro con el clero de la Diócesis de Aosta, el 25 de julio de 2005, el Papa Benedicto XVI afirmó, sobre esta difícil cuestión que “es particularmente dolorosa la situación de los que se casaron por la Iglesia, pero no eran realmente creyentes y lo hicieron por tradición, y luego, hallándose en un nuevo matrimonio inválido se convierten, encuentran la fe y se sienten excluidos del Sacramento. Realmente se trata de un gran sufrimiento. Cuando era prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, invité a diversas Conferencias episcopales y a varios especialistas a estudiar este problema: un sacramento celebrado sin fe. No me atrevo a decir si realmente se puede encontrar aquí un momento de invalidez, porque al sacramento le faltaba una dimensión fundamental. Yo personalmente lo pensaba, pero los debates que tuvimos me hicieron comprender que el problema es muy difícil y que se debe profundizar aún más”.

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