jueves, 7 de noviembre de 2013

La Mediación de María. Card. Joseph Ratzinger


Ante todo quisiera aclarar brevemente los conceptos con los que el Papa Juan Pablo II delimita teológicamente la idea de la Mediación y previene contra malentendidos; sólo entonces se podrá comprender también convenientemente su intención positiva.

El Santo Padre subraya con mucha insistencia la Mediación de Jesucristo, pero esta unicidad no es exclusiva, sino inclusiva, es decir, posibilita formas de participación. Dicho de otro modo: la unicidad de Cristo no borra el «ser para los demás» y «con los demás de los hombres ante Dios»; en la comunión con Jesucristo, todos ellos pueden ser, de múltiples maneras, mediadores de Dios unos para otros. Éstos son hechos simples de nuestra experiencia cotidiana, pues nadie cree solo, todos vivimos, también en nuestra fe, de mediaciones humanas. Ninguna de ellas bastaría por sí misma para tender el puente hasta Dios, porque ningún ser humano puede asumir por su cuenta una garantía absoluta de la existencia de Dios y de su cercanía. Pero, en la comunión con aquel que es en persona dicha cercanía, los hombres pueden ser mediadores los unos para los otros, y de hecho lo son.

Con ello, primeramente, la posibilidad y frontera de la mediación queda delimitada de forma universal en la coordinación con Cristo. A partir de allí desarrolla el Papa su terminología. La Mediación de María se funda sobre la participación en la función Mediadora de Cristo; comparada con ésta, es un servicio en subordinación (n°. 38). Estos conceptos están tomados del Concilio, lo mismo que la siguiente frase: esta tarea fluye «de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su Mediación, depende completamente de ella y de ella toma toda su eficacia» (n° 22; LG 60). La Mediación de María se realiza, por consiguiente, en forma de intercesión (n° 21).

Todo lo dicho hasta aquí vale para María lo mismo que para toda colaboración humana en la Mediación de Cristo. En todo ello, por tanto, la Mediación de María no se diferencia de la de otros seres humanos. Pero el Papa no se queda allí. Aun cuando la Mediación de María está en la línea de la colaboración creatural con la obra del redentor, es portadora, no obstante, del carácter de lo «extraordinario»; llega de manera singular más allá de la forma de mediación fundamentalmente posible para todo ser humano en la comunión de los santos. La Encíclica desarrolla también esta idea en estrecha conexión con el texto bíblico.

El Papa pone de manifiesto una primera noción de la especial forma de Mediación de María en una detenida meditación del milagro de Caná, en el que la intervención de María hace que Cristo anticipe ya entonces en el signo su hora futura -como sucede continuamente en los signos de la Iglesia, en sus sacramentos-. La verdadera elaboración conceptual de lo especial de la Mediación Mariana tiene lugar después, principalmente en la tercera parte, de nuevo con una vinculación sublime de diferentes pasajes de la Escritura que en apariencia distan mucho entre sí, pero que precisamente juntos -¡la unidad de la Biblia!- generan una sorprendente luminosidad. La tesis fundamental del Papa dice así: el carácter único de la Mediación de María estriba en que es una Mediación Materna, ordenada al nacimiento continuo de Cristo en el mundo. Esa Mediación mantiene presente en el acontecer salvífico la dimensión femenina, que tiene en ella su centro permanente. Desde luego, no queda espacio alguno para eso allí donde la Iglesia sólo se entiende institucionalmente, en forma de actividades y decisiones mayoritarias. Ante esta ostensible sociologización del concepto de Iglesia, el Papa recuerda unas palabras de Pablo demasiado poco meditadas: «por (vosotros) sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Ga 4,19). La vida surge, no por el hacer, sino dando a luz, y exige, por tanto, dolores de parto. La «conciencia materna de la Iglesia primitiva», a la que el Papa Juan Pablo II hace referencia aquí, nos interesa precisamente hoy (n° 43).

Ahora bien, desde luego se puede preguntar: ¿cómo es que debemos ver esta dimensión femenina y materna de la Iglesia concretada para siempre en María? La encíclica desarrolla su respuesta con un pasaje de la Escritura que a primera vista parece decididamente contrario a toda veneración de María. A la mujer desconocida que, entusiasmada por la predicación de Jesús, había prorrumpido en una alabanza del cuerpo del que había nacido aquel hombre, el Señor le opone estas palabras: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,28). Con ellas conecta el Santo Padre una palabra del Señor que va en la misma dirección: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen»(Lc 8,20s.).

Sólo en apariencia nos encontramos aquí ante una declaración anti-mariana. En realidad, estos textos declaran dos nociones muy importantes. La primera es que, además del nacimiento físico único de Cristo, hay otra dimensión de la maternidad que puede y debe continuar. La segunda noción es que esta maternidad, que permite nacer continuamente a Cristo, se basa en la escucha, guarda y cumplimiento de la palabra de Jesús. Pero ahora bien, precisamente Lucas, de cuyo evangelio están tomados estos dos pasajes, caracteriza a María como la oyente arquetípica de la Palabra, la que lleva en sí la Palabra, la guarda y la hace madurar. Esto significa que, al transmitir estas palabras del Señor, Lucas no niega la veneración de María, sino que quiere conducirla precisamente a su verdadero fundamento. Indica que la maternidad de María no es sólo un acontecimiento biológico único; que, por tanto, ella fue, es y seguirá siendo madre con toda su persona. En Pentecostés, en el momento en que la Iglesia nace del Espíritu Santo, esto se hace concreto: María está en medio de la comunidad orante que, mediante la venida del Espíritu, se convierte en Iglesia. La correspondencia entre la encarnación de Jesús en Nazaret por la fuerza del Espíritu y el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés no se puede pasar por alto. «La persona que une ambos momentos es María» (n° 24). En esta escena de Pentecostés, quisiera ver el Papa la imagen de nuestro tiempo, la imagen del año mariano, el signo de esperanza para nuestra hora (nº 33).

Lo que Lucas hace visible con alusiones entretejidas, el Santo Padre lo encuentra plenamente explicado en el evangelio de Juan: en las palabras del Crucificado a su madre y a Juan, el discípulo amado. Las palabras «Ahí tienes a tu Madre» y «Mujer, ahí tienes a tu hijo» han fecundado desde siempre la reflexión de los intérpretes sobre el cometido especial de María en la Iglesia y para la Iglesia; con razón son el centro de toda meditación mariológica. El Santo Padre las entiende como el testamento de Cristo pronunciado desde la Cruz. Allí, en el interior del misterio pascual, María es entregada al ser humano como Madre. Aparece una nueva Maternidad de María que es fruto del nuevo amor madurado a los pies de la Cruz (n°. 23). Queda así visible la «dimensión mariana en la vida de los discípulos de Cristo... no sólo de Juan... sino de todo discípulo de Cristo, de todo cristiano». «La maternidad de María, que se convierte en la herencia del hombre, es un regalo que Cristo hace personalmente a cada ser humano» (n°. 45).

El Santo Padre da aquí una explicación muy sutil de la palabra con la que el evangelio cierra la escena: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,27). Ésta es la traducción a la que estamos habituados; pero la profundidad del acontecimiento -así lo acentúa el Papa- sólo se pone de manifiesto cuando traducimos de forma totalmente literal. Entonces el texto dice, en realidad: él la acogió dentro de lo suyo. Para el Santo Padre, esto significa una relación absolutamente personal entre el discípulo -todo discípulo- y María, un dejar entrar a María hasta lo más íntimo de la propia vida intelectual y espiritual, un entregarse a su existencia femenina y materna, un confiarse recíproco que se convierte continuamente en camino para el nacimiento de Cristo, que realiza en el hombre la configuración con Cristo. Así el cometido mariano arroja luz sobre la figura de la mujer en general, sobre la dimensión de lo femenino y el cometido especial de la mujer en la Iglesia (nº 46).

Con este pasaje se agrupan en adelante todos los textos de la Escritura que se entretejen en la Encíclica hasta formar un tejido unitario. Pues el evangelista Juan, tanto en el episodio de Caná, como en el relato de la Cruz, llama a María, no por su nombre, ni «madre», sino con el título «mujer». La conexión con Gn 3 y Ap 12, con el signo de la «mujer», queda así establecida desde el texto, y, sin duda, en Juan tras esta denominación está la intención de elevar a María, como «la mujer» en general, al plano de lo universalmente válido y de lo simbólico. El relato de la crucifixión se convierte así simultáneamente en interpretación de la Historia, en la referencia al signo de la mujer que, de forma materna, toma parte en la lucha contra los poderes de la negación y en este punto es signo de la esperanza (n° 24 y n° 47). Todo lo que se sigue de estos textos, la Encíclica lo resume en una frase del credo de Pablo VI: «Creemos que la Santísima Madre de Dios, la nueva Eva, Madre de la Iglesia, prolonga en el cielo su tarea materna en favor de los miembros de Cristo, cooperando en el nacimiento y fomento de la vida divina en las almas de los redimidos» (nº 47). 

Texto publicado en el libro de "Ediciones Encuentro" "María, Iglesia naciente"

 

 

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