sábado, 16 de noviembre de 2013

Domingo XXXIII (ciclo c) San Ambrosio

Anuncio de los últimos tiempos
(Lc.21,5ss)
 
No quedará piedra sobre piedra que no sea destruida, Después de lo anterior seguía la cuestión de la viuda, pero sobre este tema ya hemos hablado bastante en el tratado que escribimos acerca de las viudas, ahora lo dejaremos a un lado. Lo dicho en el texto se aplica con verdad plena al templo que construyó Sa­lomón, igual que a su destrucción por el enemigo antes del día del juicio; pues es cierto que ninguna obra de nuestras manos puede existir sin que sea deteriorada por el tiempo, la mine la violencia o la consuma el fuego. Existe, sin embargo, otro tem­plo, construido con piedras preciosas y adornado con ofrendas, que es el que parece el Señor significar que será destruido; en otras palabras, hace referencia a la Sinagoga de los judíos, cuya vieja construcción se disolvió cuando surgió la Iglesia. En verdad, tam­bién en cada hombre existe un templo que se derrumba cuando falla la fe, y, especialmente, cuando uno lleva hipócritamente el nombre de Cristo, sin que su afecto interior corresponda a tal nombre.

Quizás sea ésta la exposición que mayores bienes me re­porte a mí. Porque ¿de qué me sirve saber el día del juicio? Y puesto que tengo conciencia de tantos pecados, ¿de qué me apro­vechará el que Dios venga si no viene a mi alma ni a mi espíritu, si no vive en mí Cristo ni El habla en mí? Por esa razón Cristo debe venir a mí, su venida tiene que llevarse a cabo en mi persona. La segunda venida del Señor tendrá lugar al fin del mundo, cuando podamos decir: El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo (Ga 6, 14).

Pero si el fin de este mundo encuentra a tal hombre en lo alto de su casa (Mt 24, 17), de manera que es ciudadano del cielo por anticipado (Flp 3, 20), entonces será destruido el templo ma­terial y visible, así como también la Ley, la pascua y los ázimos materiales y sensibles; y ahora me atrevo a decir que el Cristo temporal existió para Pablo aun antes de que creyese en El (Ga 4, 14), ya que para quien el mundo ha muerto, Cristo es eterno. Para él tanto el tiempo como la Ley y la pascua son espirituales, puesto que Cristo murió una sola vez (Rm 7, 14); él se alegra con los ázimos (1 Co 5, 8), no elaborados con los frutos terrenos, sino con los de la justicia. El, en realidad, tiene muy presente la sabiduría, la virtud y la justicia, así como la redención; pues Cristo efectivamente murió una sola vez por los pecados del mundo, pero con la intención de perdonar diariamente los pecados del pueblo.

Cuando oyereis hablar de guerras y revueltas. Al ser pre­guntado el Señor sobre cuándo acaecería la futura destrucción del templo y cuál sería el signo de su venida, El condescendió en hablar­les de las señales, pero en cuanto al tiempo no creyó oportuno indicárselo. Sin embargo, Mateo añade una tercera pregunta (24, 1-3), de manera que los apóstoles interrogaron al Señor acer­ca del tiempo de la destrucción del templo, acerca de la señal de su venida y sobre el fin del mundo, pero Lucas creyó que sería suficiente saber cuándo vendría el fin de mundo si se daban las señales de la venida del Señor.

Nadie mejor que nosotros, sobre quienes vendrá ese fin del mundo, podrá testimoniar la verdad de estas palabras celes­tiales. ¡Cuántas guerras y qué de clamores guerreros soportamos constantemente! Los hunos se levantan contra los alanos, éstos con­tra los godos, los godos contra los taifales y los sarmatos, y aun nosotros hemos estado desterrados de nuestra patria en Iliria por los godos, desterrados también a su vez; pero no es esto todo. ¡Qué hambre hay por doquier! Esta es la peste no sólo de los bueyes, sino también de los hombres y de toda clase de anima­les, y esto hasta tal extremo, que aún los mismos que no hemos sufrido la guerra, hemos recibido de esa peste un impacto igual al de los países beligerantes. Y esta aparición de enfermedades está asolando el mundo porque nos encontramos en su ocaso. Esas enfermedades del mundo son: el hambre, la peste y la persecución.

Además hay otras clases de guerra que tiene que librar el hombre que es cristiano, es decir, la lucha contra las distintas pasiones, los combates contra los malos deseos, y es una verdad inconcusa que los enemigos internos son de más peligro que los de fuera. En verdad, la avaricia nos excita, nos inflama la pasión, el miedo nos atormenta, la cólera nos zarandea, la ambición nos desasosiega, los malos espíritus que vagan por los aires (Ef 6, 12) intentan aterrorizarnos. Y por eso, en realidad, se asemejan a combates que nos hacen entablar, y, como si fueran terremotos, dejan su huella en las partes más débiles del alma cuando ésta se halla agitada.

Pero el que es más fuerte dice: Aunque acampe contra mí un ejército, no temerá mi corazón; aunque me acucien a la batalla, en El esperaré (Sal 26, 3). Así, en medio de la lucha, perma­nece en pie, ofreciendo su pecho al enemigo; y aunque surja algún Goliath, feroz y gigante, sin embargo, entre la multitud de los cobardes, se levanta como el humilde David, rechazando las armas del rey terreno (1 S 17) y, tomando los dardos más ligeros de la fe, y lanzando con la honda de las tres cuerdas el pro­yectil de una pura confesión de fe, hiere el descaro del persegui­dor, despreciando sus amenazas, haciendo caso omiso de su poder y aun mereciendo que el mismo Cristo hable en él. Unas veces habla Cristo, otras el Padre y otras el Espíritu del Padre. Y cier­tamente todas estas cosas no se contraponen, sino que concuerdan perfectamente. Lo que uno dice, lo dicen los tres, porque la Tri­nidad no tiene más que una voz. Ante aquel vencedor que golpeó a Goliath con su espada, exponiéndose a la muerte por Cristo y poniendo en fuga a los filisteos, iban los muchachos, que son como los ángeles, diciendo: Saúl mató a mil y David a diez mil (1 S 18, 7). Lo cual es señal de que los que vencen a este mundo son superiores a los príncipes. Y así los mártires sucederán a los reyes muertos en el reino que no acabará en virtud de la gracia celestial, y así los primeros serán los inferiores y los segundos los patronos.

Pero hay otra clase de espada de Goliath y un segundo dardo del enemigo; me refiero a esas palabras de los herejes. El hombre que sabe cantar se prepara para vencer al enemigo; y este tal, aun oyendo que hay guerras, no toma en ello parte, y no le inquieta ni le atormenta ningún viento de doctrina (Ef 4, 14), y, al sentirse saciado por la abundancia de la Escritura divina, des­conoce el hambre de la palabra; y ese tal no teme importunar a quien es capaz de hacer vanos los propósitos de los herejes. Por esto, el que esté enfermo, que sufra su postración para no causar a los otros un perjuicio cargándoles con una obligación más pe­sada. Que venga David, al que abre Cristo la boca, para que revele los misterios; y que venga también aquel Nazareno, cuyos cabellos no se caían porque Él no tenía nada superfluo que pudiera caer ni podría perder lo más mínimo de sus virtudes más esclarecidas, El que era un hombre casto por su sobriedad, valeroso en la paz, maestro en guardar hasta el extremo todos sus sentidos y su lengua.

¡Que se predique el Evangelio para que sea consumido el mundo! Y del mismo modo que la predicación del Evangelio atravesó todo el orbe de la tierra, en el cual creyeron los godos y los armenios, razón por la que creemos que el mundo está tocan­do a su fin, así también el hombre espiritual anuncia el Evangelio cuando lleva a cabo todo el proceso de la sabiduría y practica todas las virtudes, y, mientras canta con el alma y con el espíritu (1 Co 14, 15), va destruyendo la última muerte. Ya que el fin tendrá lugar cuando Cristo entregue en sí mismo el reino a Dios Pa­dre y haya sometido todo a Aquel que le sometió a El todo, con objeto de que sea Dios todo en todas las cosas (ibíd. 15, 24-28). Y será predicado el Evangelio por todas las ciudades, es decir, por todos los lugares de Judea, pues Dios es conocido en Judea (Sal 75, 1). Y, en efecto, sólo cuando se ponen las virtudes como fundamento, es cuando se edifican las ciudades de Judea (Sal 68, 36).

 

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