sábado, 7 de septiembre de 2013

Domingo XXIII (Ciclo c) Juan Pablo II

Homilía del  Santo Padre
Juan Pablo II
7 de septiembre de 1980

 
1- Jesucristo, centro de la existencia

Las lecturas bíblicas, que nos propone la liturgia de este domingo se centran en torno al concepto de la Sabiduría cristiana que cada uno de nosotros está invitado a adquirir y profundizar. Por esto el versículo del salmo 89 dice: “Danos, Señor, la Sabiduría del corazón”. Sin ella, ¿cómo sería posible plantear dignamente nuestra vida, afrontar sus muchas dificultades y, más aún, conservar siempre una actitud profunda de paz y serenidad interior? Pero para hacer eso, como enseña la primera lectura, es necesaria la humildad, es decir, el sentido auténtico de los propios límites, unido al deseo intenso de un don de lo alto, que nos enriquezca desde dentro. El hombre de hoy, en efecto, por una parte encuentra arduo abrazar y entender todas las leyes que regulan el universo material, que también son objeto de observación científica, pero, por otra parte, se atreve a legislar con seguridad sobre las cosas del espíritu, que por definición escapan a los datos físicos: “Si apenas adivinamos lo que hay sobre la tierra y con fatiga hallamos lo que está a nuestro alcance; ¿quién, entonces, ha rastreado lo que está en los cielos?

Y ¿quién habría conocido tu voluntad, si tú no le hubieses dado la Sabiduría y no le hubieses enviado de lo alto tu espíritu santo?” (Sab 9,16-17).

Aquí se configura la importancia de ser verdaderos discípulos de Cristo porque, mediante el bautismo, Él se ha convertido en nuestra sabiduría (cfr. 1 Cor 1,30), y por lo mismo la medida de todo lo que forma el tejido concreto de nuestra vida.

El Evangelio pone en evidencia que Jesucristo es necesariamente el centro de nuestra existencia. Lo refleja con tres frases:

1) Si no lo ponemos a Él por encima de nuestras cosas más queridas…

2) Si no nos disponemos a ver nuestras cruces a la luz de la suya…

3) Si no tenemos el sentido de la realidad de los bienes materiales…

Entonces no podemos ser sus discípulos, esto es, llamarnos cristianos. Se trata de interpelaciones esenciales a nuestra identidad de bautizados; sobre ellos debemos reflexionar siempre mucho.

 

2- Proteger y cuidar a la familia

La familia es el primer ambiente vital que encuentra el hombre al venir al mundo, y su experiencia es decisiva para siempre. Por esto es importante cuidarla y protegerla, para que pueda realizar adecuadamente las tareas específicas que le son reconocidas y confiadas por la naturaleza y por la revelación cristiana. La familia es el lugar del amor y de la vida, más aún, el lugar donde el amor engendra la vida, porque ninguna de estas dos realidades sería auténtica si no estuviese acompañada también por la otra. He aquí por qué el cristiano y la Iglesia las defienden desde siempre y las colocan en mutua correlación. A este respecto sigue siendo verdadero lo que mi predecesor, el gran Papa Pablo VI, proclamaba ya en su primer radiomensaje de Navidad de 1963: se está “a veces tentado a recurrir a remedios que se deben considerar peores que la enfermedad, si consisten en atentar contra la fecundidad misma de la vida con medios que la ética humana y cristiana ha de calificar de ilícitos: en vez de aumentar el pan en la mesa de la humanidad hambrienta, como lo puede hacer hoy el desarrollo productivo, moderno, piensan algunos en disminuir, con procedimientos contrarios a la honradez, el número de los comensales. Esto no es digno de la civilización”. Hago plenamente mías estas palabras.

 

3- Trabajar para el bien común

En segundo lugar… la Iglesia, como sabéis, dedica sus atenciones más solícitas a los problemas del trabajo y de los trabajadores. En mis viajes apostólicos no he dejado de trazar las líneas maestras de esta primera solicitud pastoral; y vosotros recordáis además cómo el Concilio Vaticano II ha afirmado que el trabajo “procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad” (Gaudium et Spes 67). Jamás será lícito, desde un punto de vista cristiano, someter a la persona humana ni a un individuo ni a un sistema, de modo que se la convierta en mero instrumento de producción. En cambio, siempre es considerada superior a todo provecho y a toda ideología; jamás al revés.

 

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