domingo, 1 de septiembre de 2013

Domingo XXII (ciclo c) San Ambrosio

Lc 14, 1-24. La comida en casa del fariseo

Y después de todo eso se nos cuenta en primer lugar la curación de un hidrópico, en quien un flujo vehemente del cuerpo dificultaba las operaciones del alma y extinguía el vigor del espíritu. Y a continuación, cuando en aquel convite fue reprimido el deseo de un puesto más elevado, se nos da una lección de humildad; esta reprensión, sin embargo, está hecha con dulzura, para que la fuerza de la persuasión lograra suavizar la aspereza de la corrección y también con el fin de que la razón viera provechoso el deseo de la persuasión y la advertencia corrigiera el mal deseo. Y a ella precisamente se unió como vecino inmediato la bondad, que ha sido distinguida por la misma pa­labra divina al definirla como un ejercicio para con los pobres y débiles; ya que el ser misericordioso con los que nos van a devolver el beneficio, es una actitud propia de la avaricia.

Y al fin, como si se tratara de un veterano que ha ter­minado su servicio, se le pide que desprecie las riquezas. Y es que es absolutamente cierto que el que por estar dominado por bajos instintos, se esfuerza por adquirir bienes terrenos, no podrá conseguir el reino de los cielos, ya que dice el Señor : Vende todos los bienes y sígueme (Mt 19, 21); ni tampoco lo podrá conseguir el que compra los bueyes, puesto que Eliseo mató los que tenía o los distribuyó entre el pueblo (1 R 19, 21); como tampoco el que se casa, puesto que ese tal piensa en las cosas del mundo y no en las de Dios; y no es que con esto se quiera condenar el matrimonio, pero sí que la virginidad es considerada como un estado más glorioso, puesto que la mujer soltera y la viuda se preocupan de las cosas del Señor, es decir, procura ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Más la casada se preocupa de las cosas del mundo, es decir, a ver cómo agradará a su marido (1 Co 7, 34).

Pero con el fin de que podamos tratar ahora con un poco más de delicadeza a los esposos, como ya antes lo hemos hecho con las viudas, nos adheriremos a esa opinión seguida por muchos, según la cual, hay tres clases de hombres que son excluidos de aquel gran banquete, a saber: los gentiles, los judíos y los herejes.
Y por eso el Apóstol afirma que hay que huir de la avaricia (Rm 1, 29), no vaya a ser que, impedidos como los gentiles por la iniquidad, por la maldad, impureza y avaricia, no podamos llegar al reino de Cristo; pues todo el que es avaro, impuro —que equivale a idólatra—, no tiene parte en la heren­cia del reino de Cristo y de Dios (Ef 5, 5).

Los judíos, en verdad, por atender a las observancias materiales, se impusieron las cargas de la Ley, por lo cual, como dice el profeta: Hemos de romper sus lazos y arrojar de nosotros sus coyundas (Sal 2, 3); ya que nosotros hemos recibido a Cristo, que ha puesto sobre nuestros hombros el suave yugo de su gracia. Los cinco yugos representan a los diez mandamientos o a los cinco libros de la Ley antigua, de los cuales parece hablar el Evangelio cuando se lee que dice (el Señor) a la samaritana: has tenido cinco maridos (Jn 4, 18).
En verdad, la herejía, como otra Eva, tienta la orto­doxia de la fe con su femenino sentimentalismo, y, dejándose caer con suma facilidad por la pendiente, se une a una aparien­cia de hermosura, rechazando la belleza sin mancha de la ver­dad. Y ésta es la razón por la que se excusan (los invitados), ya que el reino no está cerrado más que para aquel que, por el testimonio de su propia voz, se quiera excluir; con todo, el Señor invita a todos con dulzura, pero nuestra pereza o error nos aparta.
        En efecto, aquel que compró la granja quedó excluido del reino —ya que en tiempo de Noé, como has leído, el diluvio acabó con los que compraban y vendían (Mt 24, 37-39), como lo quedó asimismo el que prefirió el yugo de la Ley al don de la gracia y el que se excusó por razón de haber contraído matrimonio; porque está escrito: Si alguno quiere venir a Mí y no odia a su padre, a su madre y esposa, no puede ser mi discípulo (Lc 14, 26). Y, si el Señor, por ti, renuncia a su madre, diciendo: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (Mt 12, 48), ¿por qué razón tú los vas a poner delante del Señor en tu afecto? Ahora bien, el Señor no manda ni renunciar a la naturaleza ni tampoco ser su esclavo, sino tratarla de tal manera, que dé su merecido culto al Autor de ella y nunca, por el amor a tus padres, te apartes de Dios.
Y por eso, al ver que el orgullo de los ricos le rechaza, se entrega a los gentiles y ordena que tanto los buenos como los malos entren a tomar parte en el banquete, con el fin de hacer progresar a los primeros y atraer hacia el bien las malas disposiciones de los segundos, para que se cumpla lo que hoy hemos leído: Entonces los lobos y los corderos apacentarán juntos (Is 65, 25). El invita a los pobres, a los enfermos, a los ciegos mostrándonos con ello o que la enfermedad corporal a nadie excluye del reino, o también que el que tiene menos incentivos para pecar, peca más raras veces, o, finalmente, que la misericordia del Señor es la que cura la enfermedad de los pecados, con el fin de que el que se vea rescatado de su falta se dé cuenta que lo ha sido, no por sus obras, sino por la fe, para que, cuando se quiera gloriar, se gloríe en el Señor (Rm 9, 32; 1 Co 1, 31).
Y envía a sus criados a las afueras de los caminos, ya que la prudencia grita en las calles (Pr 1, 20). Les envía a las plazas, porque quiere decir a los pecadores que cambien sus anchos caminos por la vía estrecha que conduce a la vida (Mt 7, 13ss). Y los manda también por los caminos y cercados, porque allí, ciertamente, se hacen aptos para el reino de los cielos todos aquellos que, lejos de las preocupaciones de los placeres de este mundo, se elevan hacia las cosas futuras, como si estuvieran fuer­temente arraigados en el camino de la buena voluntad y, aseme­jándose a un cercado, que es el encargado de separar los terrenos cultivados de los incultos, saben distinguir el bien del mal y oponer a las tentaciones del espíritu malvado la valla de la fe. Así el Señor, para demostrar que su viña había sido defendida, dijo: Yo la he cercado y la he rodeado de una fosa (Mt 21, 33). Y el Apóstol dice que se ha levantado un muro en medio del cercado para romper la monotonía de la cerca (Ef 2, 4). Y es que, en verdad, hay que buscar la fe y la razón y a éstas se las busca en las plazas, es decir, en los lugares más recónditos de los pensamientos íntimos, porque está escrito: Que tus aguas se derramen sobre tus plazas (Pr 5, 16).
Pero no están cumplidos todos los requisitos con en­trar el que es llamado, es necesario que tenga el vestido propio de la boda, es decir, la fe y la caridad. Y por eso todo el que no lleve al altar de Cristo la paz y la caridad, será atado de pies y manos y arrojado a las tinieblas exteriores. Allí habrá llanto y crujir de dientes. ¿Qué representan estas tinieblas exteriores? ¿Acaso será que algunos tendrán que soportar allí también la cárcel y los trabajos forzados? No. Pero todos los que están excluidos de lo que prometen los mandamientos celestiales, se encuentran en las tinieblas exteriores, ya que los mandamientos de Dios son luz (Jn 12, 35), y todo el que vive sin Cristo, yace en las tinieblas, porque Cristo es la luz del alma.
        Por tanto, aquí no se trata de un crujir de dientes
en sentido material, ni de un fuego perpetuo de llamas mate­riales, ni de un gusano como los de este mundo. Pero de la misma manera que, por una abundancia excesiva de alimentos, se originan fiebres y aparecen gusanos, así también, si uno no hace de sus pecados una especie de cocción por medio de la sobriedad y de la abstinencia, y, en lugar de eso, va sumando a los pecados de antes otros nuevos, dando así lugar a una indi­gestión, debida a la unión de las faltas nuevas amontonadas so­bre las viejas, será consumido por su propio fuego y devorado por sus propios gusanos. Por eso dijo Isaías: Caminad a la luz de vuestro fuego y a la luz de la llama que encendisteis (Is 50, 11). El fuego es quien engendra la tristeza de los pecados; el gusano viene a significar que los pecados del alma, que son algo tan irracional, atacan la mente y los sentidos del culpable y roen las entrañas de la conciencia (Sb 12, 5); esos pecados nacen del cuerpo del pecador de un modo análogo a como aparecen los gusanos. Y así lo declaró el Señor por Isaías, diciendo: Y ve­rán los miembros de los hombres que pecaron contra mí; y, en verdad, su gusano no morirá ni se extinguirá su fuego (Is 66, 24).
El crujir de los dientes es también una señal de un estado de indignación, y es que uno se arrepiente, llora y se aíra, aunque ya demasiado tarde, de haber pecado con una mali­cia tan pertinaz.
SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.7, 195-206, BAC Madrid 1966, pág. 443-49


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