sábado, 10 de agosto de 2013

Domingo XIX (ciclo c) Benedicto XVI


BENEDICTO XVI

ÁNGELUS

Domingo 12 de agosto de 2007

 

Queridos hermanos y hermanas: 

La liturgia de este XIX domingo del tiempo ordinario nos prepara, de algún modo, a la solemnidad de la Asunción de María al cielo, que celebraremos el próximo 15 de agosto. En efecto, está totalmente orientada al futuro, al cielo, donde la Virgen santísima nos ha precedido en la alegría del paraíso. En particular, la página evangélica, prosiguiendo el mensaje del domingo pasado, invita a los cristianos a desapegarse de los bienes materiales, en gran parte ilusorios, y a cumplir fielmente su deber tendiendo siempre hacia lo alto. El creyente permanece despierto y vigilante a fin de estar preparado para acoger a Jesús cuando venga en su gloria. Con ejemplos tomados de la vida diaria, el Señor exhorta a sus discípulos, es decir, a nosotros, a vivir con esta disposición interior, como los criados de la parábola, que esperan la vuelta de su señor. "Dichosos los criados —dice— a quienes el Señor, al llegar, encuentre en vela" (Lc 12, 37). Por tanto, debemos velar, orando y haciendo el bien.

Es verdad, en la tierra todos estamos de paso, como oportunamente nos lo recuerda la segunda lectura de la liturgia de hoy, tomada de la carta a los Hebreos. Nos presenta a Abraham, vestido de peregrino, como un nómada que vive en una tienda y habita en una región extranjera. Lo guía la fe. "Por fe —escribe el autor sagrado— obedeció Abraham a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber a dónde iba" (Hb 11, 8). En efecto, su verdadera meta era "la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor es Dios" (Hb 11, 10). La ciudad a la que se alude no está en este mundo, sino que es la Jerusalén celestial, el paraíso. Era muy consciente de ello la comunidad cristiana primitiva, que se consideraba "forastera" en la tierra y llamaba a sus núcleos residentes en las ciudades "parroquias", que significa precisamente colonias de extranjeros (en griego, pàroikoi) (cf. 1 P 2, 11). De este modo, los primeros cristianos expresaban la característica más importante de la Iglesia, que es precisamente la tensión hacia el cielo.

Por tanto, la liturgia de la Palabra de hoy quiere invitarnos a pensar "en la vida del mundo futuro", como repetimos cada vez que con el Credo hacemos nuestra profesión de fe. Una invitación a gastar nuestra existencia de modo sabio y previdente, a considerar atentamente nuestro destino, es decir, las realidades que llamamos últimas:  la muerte, el juicio final, la eternidad, el infierno y el paraíso. Precisamente así asumimos nuestra responsabilidad ante el mundo y construimos un mundo mejor.

La Virgen María, que desde el cielo vela sobre nosotros, nos ayude a no olvidar que aquí, en la tierra, estamos sólo de paso, y nos enseñe a prepararnos para encontrar a Jesús, que "está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso y desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos".

 

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