sábado, 2 de febrero de 2013

IV domingo durante el año (Ciclo c) - San Ambrosio


Jesús es rechazado en Nazaret

Jesús, impulsado por el Espíritu, se volvió a Galilea.
En este pasaje se cumple la profecía de Isaías que dice:La tierra de Zabulón y la tierra de Neftalí, a lo último, llenará de gloria el camino del mar y la otra ribera del Jordán, la Galilea de las gentes; el pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz (Is 9,1-2). ¿Cuál es esta gran luz, sino Cristo, "que viniendo a este mundo ilumina a todo hombre"? (Jn 1,9).
Después tomó el libro, para mostrar que Él es el que ha hablado en los profetas y atajar las blasfemias de los pérfidos que dicen que hay un Dios del Antiguo Testamento y otro del Nuevo, o bien que Cristo comenzó a partir de la Virgen: ¿cómo pudo tomar origen de la Virgen si antes de la Virgen hablaba El?

El Espíritu Santo está sobre mí.
Ve aquí la Trinidad perfecta y coeterna. La Escritura nos afirma que Jesús es Dios y hombre, perfecto en lo uno y en lo otro; también nos habla del Padre y del Espíritu Santo. Pues el Espíritu Santo nos ha sido mostrado cooperando, cuando en la apariencia corporal de una paloma descendió sobre Cristo en el momento en que el Hijo de Dios era bautizado en el río y el Padre habló desde el cielo. ¿Qué testimonio podemos encon­trar más grande que el de El mismo, que afirma haber hablado en los profetas? Él fue ungido con un óleo espiritual y una fuer­za celestial, a fin de inundar la pobreza de la naturaleza humana con el tesoro eterno de la resurrección, de eliminar la cautividad del alma, iluminar la ceguera espiritual, proclamar el año del Señor, que se extiende sobre los tiempos sin fin y no conoce las jornadas de trabajo, sino que concede a los hombres frutos y descanso continuos. Él se ha entregado a todas las tareas, incluso no ha desdeñado el oficio de lector, mientras que nosotros, impíos, contemplamos su cuerpo y rehusamos creer en su divini­dad, que se deduce de sus milagros.
En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria.
La envidia no se traiciona medianamente: olvidada del amor entre sus compatriotas, convierte en odios crueles las causas del amor. Al mismo tiempo, ese dardo, como estas palabras, muestra que esperas en vano el bien de la misericordia celestial si no quieres los frutos de la virtud en los demás; pues Dios despre­cia a los envidiosos y aparta las maravillas de su poder a los que fustigan en los otros los beneficios divinos. Los actos del Señor en su carne son la expresión de su divinidad, y lo que es invi­sible en Él nos lo muestra por las cosas visibles (Rom 1,20).
No sin motivo se disculpa el Señor de no haber hecho milagros en su patria, a fin de que nadie pensase que el amor a la patria ha de ser en nosotros poco estimado: amando a todos los hombres, no podía dejar de amar a sus compatriotas; mas fueron ellos los que por su envidia renunciaron al amor de su patria. Pues el amor no es envidioso, no se infla (1 Cor 13,4). Y, sin embargo, esta patria no ha sido excluida de los beneficios divinos. ¡Qué mayor milagro que el nacimiento de Cristo en ella? Observa qué males acarrea el odio; a causa de su odio, esta patria es considerada indigna de que El, como ciudadano suyo, obrase en ella, después de haber tenido la dignidad de que el Hijo de Dios naciese en ella.
En verdad os digo: muchas viudas había en Israel en los días de Elías.
No se quiere decir que estos días perteneciesen a Elías, sino que en ellos Elías realizó sus obras; o mejor, que era día para aquellos que, gracias a sus obras, veían la luz de la gracia espiri­tual y se convertían al Señor. Por lo cual el cielo se abría cuando ellos veían los misterios divinos y eternos; y se cerraba cuando había hambre, porque faltaba la fertilidad del conocimiento de las cosas divinas.
Y muchos leprosos había en Israel en tiempo del pro­feta Eliseo, y ninguno de ellos fue limpiado sino el sirio Namán.
Está claro que estas palabras del Señor Salvador nos enseñan y nos exhortan a tener celo por el culto de Dios; que nadie es curado ni librado de la enfermedad que mancha su carne si no busca la salud con una actitud religiosa: pues los beneficios divinos no se otorgan a los soñolientos, sino a los que vigilan. Y con un ejemplo y una comparación bien elegida, la arrogancia de los compatriotas envidiosos queda confundida, y muestra que la conducta del Señor está de acuerdo con las antiguas Escri­turas.
Efectivamente, leemos en los libros de los Reyes que un gen­til, Namán, ha sido, según la palabra del profeta, librado de las manchas de la lepra (2 Reg 5,14); sin embargo, muchos judíos estaban corroídos por la lepra del cuerpo y del alma: pues los cuatro hombres que, acosados por el hambre, marcharon los pri­meros al campamento del rey de Siria, nos dice la historia que eran leprosos (2 Reg 7,3ss). ¿Por qué, pues, el profeta no tuvo cuidado de sus hermanos, de sus compatriotas, ni curaba a los suyos, cuando curaba a los extranjeros, a los que no practicaban la ley ni observaban su religión? ¿No es, acaso, porque el remedio depende de la voluntad, no de la nación, y que el beneficio divino se consigue por los deseos del mismo y no por el derecho de nacimiento? Aprende a implorar lo que deseas obte­ner; el fruto de los beneficios divinos no sigue a las gentes indiferentes.
Mas, aunque esta simple exposición pueda formar dispo­siciones morales, sin embargo, el atractivo del misterio no está oculto. Del mismo modo que lo posterior se deriva de lo que precede, así también lo que precede está confirmado por lo que sigue. Hemos dicho en otro libro que esta viuda a la que Elías fue enviado prefiguraba la Iglesia. Conviene que el pueblo venga detrás de la Iglesia. Este pueblo congregado entre los extranje­ros, este pueblo antes leproso, este pueblo manchado antes de ser bautizado en el río místico, este mismo pueblo, lavado de las manchas del cuerpo y del alma, después del sacramento del bautismo, comienza a ser no más lepra, sino virgen inmaculada y sin arruga (Eph 5,25). Con razón, pues, se describe a Namán grande a los ojos de su señor y de aspecto admirable porque en él nos mostraba la figura de la salvación que había de venir para los gentiles. Los consejos de una santa esclava que, después de la derrota de su país, había caído en poder del enemigo, le han movido a esperar de un profeta su salud; no fue curado por la orden de un rey de la tierra, sino por una liberalidad de la mise­ricordia de Dios.
¿Por qué se le ha prescrito un número misterioso de inmersiones? ¿Por qué ha sido escogido el río Jordán? ¿Es que no son mejores que el Jordán los ríos de Damasco; el Abana y el Parpar?Herido en su amor propio prefirió esos ríos; mas reflexionando, escogió el Jordán; ignora la ira el misterio; lo conoce, sin embargo, la fe. Aprende el beneficio del bautismo salvador: el que se bañó leproso, salió fiel. Reconoce la figura de los misterios espirituales: se pide la curación del cuerpo y se obtiene la del alma. Al lavarse el cuerpo, se lava el corazón. Pues veo que la lepra del cuerpo no ha sido purificada más que la del alma, ya que después de este bautismo, purificado de la mancha de su antiguo error, se niega a ofrecer a los dioses extranjeros las víctimas que había ofrecido al Señor.
Aprende también las normas de la virtud correspondien­te: ha mostrado su fe el que ha rehusado la recompensa. Aprende en el magisterio de las palabras y de los hechos lo que has de imitar. Tienes el precepto del Señor y el ejemplo del profeta: recibir gratuitamente, dar gratuitamente (Mt 10,8), no vender tu ministerio, sino ofrecerlo; la gracia de Dios no debe ser tasada con precio ni, en los sacramentos, ha de enriquecerse el sacerdote, sino servir.
Sin embargo, no basta que no busques el lucro: has de atar aun las manos de tus familiares. No sólo se pide que te conserves casto y sin tacha; pues el Apóstol no dice: "Tú sólo'', sino que tú mismo te conserves casto (1 Tim 5,22). Luego se pide que no sólo tú seas íntegro con respecto a estos tráficos, sino también toda tu casa; pues es preciso que el sacerdote sea irre­prensible, que sepa gobernar bien su propia casa, que tenga los hijos en sujeción, con toda honestidad; pues quien no sabe go­bernar su casa, ¿cómo tendrá cuidado de la Iglesia? (1 Tim 3, 2.5) Instruye a tu familia, exhórtala, cuida de ella, y, si algún servidor te engaña —no excluyo que esto sea posible al hombre—y es sorprendido, despídelo a ejemplo del profeta. La lepra sigue rápidamente al salario afrentoso, y el dinero mal adquirido man­cha el cuerpo y el alma: Has recibido, dice, dinero y poseerás campos, viñas, olivares y ganados; y la lepra de Namán te afec­tará a ti y a tu posteridad para siempre. Ve cómo el acto del padre hace condenar en seguida a sus herederos; pues se trata de una culpa inexpiable vender los misterios, y la gracia celes­tial hace pasar su venganza a sus descendientes. De este modo los mohabitas y demás no entrarán hasta la tercera y cuarta gene­ración (Deut 23,3), es decir, por limitarme a una simple inter­pretación, hasta que la falta de los antepasados no sea expiada por sucesivas generaciones.
Más los que han pecado para con Dios con el error de la idolatría son castigados, como lo vemos, hasta la cuarta generación; bien dura parece seguramente la sentencia que la autoridad del profeta ha fulminado para siempre contra la posteridad de Giezi a causa de su codicia, sobre todo cuando nues­tro Señor Jesucristo ha otorgado a todos, por la regeneración bautismal, el perdón de los pecados; a no ser que se piense, más que en la descendencia de la raza, en la de los vicios: del mismo modo que los que son hijos de la promesa son contados como de buena raza, así también habría de considerarse de mala raza los que son hijos del error. Pues los judíos tienen por padre al diablo (Jn 8,44), del cual son ellos descendientes, no por la carne, sino por sus pecados. Luego todos los codiciosos, todos los avaros, poseen la lepra de Giezi con sus riquezas y, por el bien mal adquirido, han acumulado menos un patrimonio de riquezas que un tesoro de pecados para un suplicio eterno y un corto bien­estar. Pues, mientras las riquezas son perecederas, el castigo es sin fin, ya que ni los avaros, ni los borrachos, ni los idólatras poseerán el reino de Dios (1 Cor 6,9-10).
Al oír esto se llenaron de cólera cuantos estaban en la sinagoga, y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad.
Los sacrilegios de los judíos, que mucho antes había predicho el Señor por los profetas —y lo que en un verso del salmo in­dica que había de sufrir cuando estuviese en su cuerpo, al decir: Me devolvían mal por el bien (Ps 34,12)—, en el Evangelio nos muestra su cumplimiento. Efectivamente, cuando distribuía sus beneficios entre los pueblos, ellos lo llenaban de injurias. No es sorprendente que, habiendo perdido ellos la salvación, quisieran desterrar de su territorio al Salvador. El Señor se modera sobre su conducta: Él ha enseñado con su ejemplo a los apóstoles cómo hacerse todo a todos: no desecha a los de buena voluntad ni coacciona a los recalcitrantes; no resiste cuando se le expulsa ni está ausente de quien le invoca. Así en otro lugar, a los gera­senos, no pudiendo soportar sus milagros, los deja como enfer­mos e ingratos.
Entiende al mismo tiempo que su pasión en su cuerpo no ha sido obligada, sino voluntaria; no ha sido apresado por los judíos, sino que Él se ha ofrecido. Cuando quiere, es arrestado; cuando quiere, cae; cuando quiere, es crucificado; cuando quie­re, nadie le retiene. En esta ocasión subió a la cima de la mon­taña para ser precipitado; pero descendió en medio de ellos, cambiando repentinamente y quedando estupefactos aquellos espíritus furiosos, pues no había llegado aún la hora de su pasión. Él quería mejor salvar a los judíos que perderlos, a fin de que el resultado ineficaz de su furor los hiciese renunciar a querer lo que no podían realizar. Observa, pues, que aquí obra por su divinidad y allí se entrega voluntariamente; ¿cómo, en efecto, pudo ser arrestado por un puñado de hombres si antes no pudo hacerlo una multitud? Pero no quiso que el sacrilegio fuese obra de muchos, para que el odio de la cruz recayese sobre algunos: fue crucificado por unos cuantos, pero murió por todo el mundo.
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1) nn. 43-56, BAC, Madrid, 1966, pp. 210-218)

 

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