miércoles, 2 de enero de 2013

Epifanía del Señor - San Ambrosio

La Epifanía del Señor

San Mateo nos ha enseñado un misterio que no podemos pasar por alto. San Lucas, al encontrarlo ya relatado extensamente, ha creído callar, juzgándose bastante rico si entre los demás reivindica para sí el pesebre de su Señor.
A este Niño pequeño que la falta de fe te hace encontrar despreciable, los Magos de Oriente lo han seguido durante un largo camino, se postran para adorarle, le llaman rey y reco­nocen que El resucitará, al ofrecerle de sus tesoros oro, incienso y mirra. ¿Qué son estos dones de una fe verdadera? El oro por el rey, el incienso por Dios y la mirra por la muerte; uno es, en efecto, el signo de la realeza, otro el sacrificio ofrecido al poder divino, otro el honor de la sepultura que, lejos de descom­poner el cuerpo del difunto, lo conserva. También nosotros, que hemos escuchado y leído estas cosas, saquemos de nuestros tesoros, hermanos míos, dones semejantes; pues nosotros tenemos un te­soro en vasos frágiles (2 Cor 4,7). Si, pues, aun en ti, no debes considerar lo que eres como procedente de ti, sino de Cristo, ¿cuánto más has de considerar en Cristo no lo que es tuyo, sino lo que es de Cristo?
Los Magos ofrecieron sus dones de sus tesoros. ¿Quieres conocer qué recompensa recibieron ellos? La estrella es visible para ellos, pero invisible donde está Herodes; donde está Cristo se hace de nuevo visible y muestra el camino. Luego esta es­trella es camino, y el camino es Cristo (Jn 14,6), porque, según el misterio de la Encarnación, Cristo es la estrella: pues saldrá una estrella de Jacob, y un hombre surgirá de Israel (Num 24,17). En fin, donde está Cristo, está también la estrella, pues él es la estrella brillante de la mañana (Apoc 22,16). El mismo se indica, pues, con su propia luz.
Recibe otra enseñanza. Los Magos han venido por un camino y regresan por otro; pues, después de haber visto a Cristo y de haberle entendido, ellos vuelven mejores de cómo habían venido. Hay, pues, dos caminos: uno que conduce a la muerte y otro que lleva al Reino: aquél es el de los pecadores, que con­duce a Herodes; éste es el de Cristo, y por él se va a la patria; pues aquí abajo no hay más que un destierro pasajero, como está escrito: Mi alma ha sido desterrada mucho tiempo (Ps 119,6). Guardémonos, pues, de Herodes y de los que tienen sólo por un tiempo el poder de este mundo, para que consigamos una morada eterna en la patria celeste.
No se han ofrecido sólo estas recompensas a los elegi­dos, porque Cristo está todo y en todos (Col 3,11). Observa, en efecto, que no en vano, entre los caldeos, que pasan por ser los más peritos en los misterios de los números, Abrahán ha creído en Dios, o que los magos, que se entregan a los artificios de la magia por el deseo de ser favorables a la divinidad, han creído en el nacimiento del Señor sobre la tierra; no en vano, he dicho, sino a fin de que los pueblos enemigos diesen un testimonio de la santa religión y un ejemplo del temor de Dios.
Sin embargo, ¿ quiénes son estos magos, sino, como nos lo enseña una historia, los descendientes de Balaán, que ha pro­fetizado: Una estrella saldrá de Jacob (Num 24,17). Ellos son sus herederos por la fe no menos que por su descendencia. Aquél vio la estrella en espíritu, éstos la han visto con sus ojos y han creído. Ellos vieron una estrella que no se había visto desde la creación del mundo; ellos han visto una nueva criatura y buscaban, no sobre la tierra, sino en el cielo, la gracia del hombre nuevo, según el texto profético de Moisés: Una estrella saldrá de Jacob, y un hombre surgirá de Israel; y ellos han reconocido que esta estrella era la que indica al Hombre-Dios. Ellos han adorado al niño chiquito; y, ciertamente, no le hubieran adorado si hu­bieran creído que sólo era un niño de pecho. El mago compren­dió que sus artificios habían terminado; ¿y no comprendes tú que han venido tus riquezas? El rinde homenaje a un extraño; y ¿tú no reconoces al que había sido prometido? El creyó contra sí, ¿tú no piensas que has de creer en favor tuyo?
Los magos anuncian el nacimiento de un rey: Herodes se turba, reúne a los escribas y príncipes de los sacerdotes y les pregunta dónde ha de aparecer Cristo. Los magos anuncian sim­plemente un rey; Herodes requiere a Cristo; reconoce, pues, que es rey aquel por el cual preguntan. En fin, si preguntan dónde ha de nacer, es señal que había sido anunciado: no se le hubiera po­dido buscar si no hubiera sido anunciado. ¡Oh judíos insensatos!, ¡no creéis en la venida de Aquel que veis, no creéis en la venida de Aquel que vosotros mismos afirmáis que ha de venir!
Informadme, dice, para que yo mismo vaya a adorarle. Herodes tiende una trampa, pero no niega la divinidad del que quiere adorar. Finalmente, manda matar a los niños. ¿A qué otro sino a Dios convenía un tal sacrificio? Aunque privada de sentimien­to, la infancia rinde homenaje a Dios por el cual es inmolada. Hemos presentado algunos pasajes de San Mateo para poner en evidencia que el tiempo de la infancia no ha sido desprovisto de obras de la divinidad. Si la edad de su carne era incapaz de obrar, mas allí estaba Dios, que empleaba en las obras de la divi­nidad la edad de su carne, que hacía velar en aquella región a los pastores, que guardaban la vigilia de la noche sobre su rebaño.

(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1) nº 44-49, BAC, Madrid, 1966, pp. 111-115)

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