sábado, 13 de octubre de 2012

Domingo XXVIII (ciclo b) - Juan Pablo II

Cristo habla con los jóvenes
(Carta Apostólica ‘Dilecti amici’
Año Internacional de la Juventud, 1985)

Dios es amor
4. Cristo responde a su joven interlocutor del Evangelio. Él le dice: «Nadie es bueno sino sólo Dios». Hemos oído ya lo que el otro preguntaba. «Maestro bueno ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». ¿Cómo actuar, a fin de que mi vida tenga sentido, pleno sentido y valor? Nosotros podemos traducir así su pregunta en el lenguaje de nuestro tiempo. En este contexto la respuesta de Cristo quiere decir: sólo Dios es el último fundamento de todos los valores; sólo Él da sentido definitivo a nuestra existencia humana.
Sólo Dios es bueno, lo cual significa: en Él y sólo en Él todos los valores tienen su primera fuente y su cumplimiento final; en Él «el alfa y la omega, el principio y el fin». Solamente en Él hallan su autenticidad y confirmación definitiva. Sin Él –sin la referencia a Dios– todo el mundo de los valores creados queda como suspendido en un vacío absoluto, pierde su transparencia y expresividad. El mal se presenta como bien y el bien es descartado. ¿No nos indica esto mismo la experiencia de nuestro tiempo, donde quiera que Dios ha sido eliminado del horizonte de las valoraciones, de los criterios, de los actos?
¿Por qué sólo Dios es bueno? Porque Él es amor. Cristo da esta respuesta con las palabras del Evangelio, y sobre todo con el testimonio de la propia vida y muerte: «Porque tanto amó Dios al mundo, que lo dio su unigénito Hijo». Dios es bueno porque «es amor».
La pregunta sobre el valor, la pregunta sobre el sentido de la vida –lo hemos dicho– forma parte de la riqueza particular de la juventud. Brota de lo más profundo de las riquezas y de las inquietudes, que van unidas al proyecto de vida que se debe asumir y realizar. Más todavía cuando la juventud es probada por el sufrimiento personal o es profundamente consciente del sufrimiento ajeno; cuando experimenta una fuerte sacudida ante las diversas formas del mal que existe en el mundo; y finalmente cuando se pone frente al misterio del pecado, de la iniquidad humana (mysterium iniquitatis). La respuesta de Cristo equivale a: sólo Dios es bueno, sólo Dios es amor. Esta respuesta puede parecer difícil, pero a la vez es firme y verdadera; lleva en sí la solución definitiva. Ruego insistentemente, a fin de que vosotros, jóvenes amigos, escuchéis esta respuesta de Cristo de modo verdaderamente personal, para que encontréis el camino interior que os ayude a comprenderla, para aceptarla y hacerla realidad.
Así es Cristo en la conversación con el joven. Así es en el coloquio con cada uno y cada una de vosotros. Cuando le preguntáis: «Maestro bueno...», Él pregunta, «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios». Como si dijera: el hecho de que yo sea bueno da testimonio de Dios. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre». Así habla Cristo, maestro y amigo, Cristo crucificado y resucitado; el mismo ayer, hoy y por los siglos.
Éste es el núcleo, el punto esencial de la respuesta a las preguntas que vosotros, jóvenes, le hacéis a Él mediante la riqueza que hay en vosotros y que está arraigada en vuestra juventud. Ésta abre ante vosotros diversas perspectivas, os ofrece como tarea el proyecto de una vida entera. De ahí la pregunta sobre los valores; de ahí la pregunta sobre el sentido, sobre la verdad, sobre el bien y el mal. Cuando Cristo al responderos os manda referir todo esto a Dios, os indica a la vez cuál es la fuente de ello y el fundamento que está en vosotros. En efecto, cada uno de vosotros es imagen y semejanza de Dios por el hecho mismo de la creación. Tal imagen y semejanza hace precisamente que os pongáis estas preguntas que os debéis plantear. Ellas demuestran hasta qué punto el hombre sin Dios no puede comprenderse a sí mismo ni puede tampoco realizarse sin Dios. Jesucristo ha venido al mundo ante todo para hacer a cada uno de nosotros conscientes de ello. Sin Él esta dimensión fundamental de la verdad sobre el hombre caería fácilmente en la oscuridad. Sin embargo, «vino la luz al mundo», «pero las tinieblas no la acogieron».

La pregunta sobre la vida eterna
5. ¿Qué he de hacer para que la vida tenga valor, tenga sentido? Esta pregunta apasionante, en boca del joven del Evangelio suena así: «¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». El hombre que pone la pregunta de esta manera ¿habla un leguaje comprensible para los hombres de hoy? ¿No somos nosotros la generación a la que el mundo y el progreso temporal llenan completamente el horizonte de la existencia? Nosotros pensamos ante todo con categorías terrenas. Si superamos los confines de nuestro planeta, lo hacemos para inaugurar los vuelos interplanetarios, para transmitir señales a otros planetas y enviarles sondas cósmicas.
Todo esto se ha convertido en el contenido de nuestra civilización moderna. La ciencia junto con la técnica ha descubierto de modo inigualable las posibilidades del hombre con respecto a la materia, y ha conseguido también dominar el mundo interior de su pensamiento, de sus capacidades, tendencias y pasiones.
Pero a la vez está claro que, cuando nos ponemos ante Cristo, cuando Él se convierte en el confidente de los interrogantes de nuestra juventud, no podemos poner una pregunta diversa de la del joven del Evangelio: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». Cualquier otra pregunta sobre el sentido y valor de nuestra vida sería, ante Cristo, insuficiente y no esencial.
En efecto, Cristo no sólo es el «maestro bueno» que indica los caminos de la vida sobre la tierra. Él es el testigo de aquellos destinos definitivos que el hombre tiene en Dios mismo. Él es el testigo de la inmortalidad del hombre. El Evangelio que Él anunciaba con su voz está sellado definitivamente con la cruz y la resurrección en el misterio pascual. «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere, la muerte no tiene ya dominio sobre Él». En su resurrección Cristo se ha convertido también en un permanente «signo de contradicción» frente a todos los programas incapaces de conducir al hombre más allá de las fronteras de la muerte. Más aún, ellos con este confín eliminan toda pregunta del hombre sobre el valor y el sentido de la vida. Frente a todos estos programas, a los modos de ver el mundo y a las ideologías, Cristo repite constantemente: «Yo soy la resurrección y la vida».
Por tanto, si tú, querido hermano y querida hermana, quieres hablar con Cristo adhiriéndote a toda la verdad de su testimonio, por una parte has de «amar al mundo»; porque Dios «tanto amó al mundo, que le dio su Hijo Unigénito»; y al mismo tiempo, has de conseguir el desprendimiento interior respecto a toda esta realidad rica y apasionante que es «el mundo». Has de decidirte a plantearte la pregunta sobre la vida eterna. En efecto, «pasa la apariencia de este mundo», y cada uno de nosotros estamos sometidos a este pasar. El hombre nace con la perspectiva del día de su muerte en la dimensión del mundo visible; y al mismo tiempo el hombre, para quien la razón interior de ser consiste en superarse a sí mismo, lleva consigo también todo aquello con lo que supera al mundo.
Todo aquello con que el hombre supera en sí mismo al mundo –aun estando radicado en él– se explica por la imagen y semejanza de Dios que está inscrita en el ser humano desde el principio. Y todo esto con lo que el hombre supera al mundo no solamente justifica el interrogante sobre la vida eterna, sino que, incluso, lo hace indispensable. Ésta es la pregunta que los hombres se plantean desde hace tiempo, y no sólo en el ámbito del mundo cristiano, sino también fuera de él. Vosotros debéis tener también el valor de ponerla como el joven del Evangelio. El cristianismo nos enseña a comprender la temporalidad desde la perspectiva del Reino de Dios, desde la perspectiva de la vida eterna. Sin ella, la temporalidad, incluso la más rica o la más formada en todos los aspectos, al final lleva al hombre sólo a la inevitable necesidad de la muerte.
Ahora bien, existe una antinomia entre la juventud y la muerte. La muerte parece estar lejos de la juventud. Y así es. Más aún, dado que la juventud significa el proyecto de toda la vida, construido según el criterio del sentido y del valor, también durante la juventud se hace indispensable la pregunta sobre el final. La experiencia humana dejada a sí misma, da la misma respuesta que la Sagrada Escritura: «Está establecido morir una vez», y el escritor inspirado añade: «Después de esto viene el juicio». Y Cristo dice: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá». Preguntad por tanto a Cristo, como el joven del Evangelio: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?».

Sobre la moral y la conciencia
6. A este interrogante Jesús responde: «Ya sabes los mandamientos», y a continuación enumera dichos mandamientos que forman parte del Decálogo. Moisés los había recibido sobre el monte Sinaí en el momento de la Alianza entre Dios e Israel. Estos fueron escritos sobre tablas de piedra y constituían para todo israelita una diaria indicación del camino. El joven que habla con Cristo conoce naturalmente de memoria los mandamientos del Decálogo; es más, puede decir con alegría: «Todo esto lo he guardado desde mi juventud».
Hemos de suponer que en este diálogo que Cristo sostiene con cada uno de vosotros, jóvenes, se repita la misma pregunta: ¿Sabes los mandamientos? Ésta se repetirá infaliblemente, porque los mandamientos forman parte de la Alianza entre Dios y la humanidad. Los mandamientos determinan las bases esenciales del comportamiento, deciden el valor moral de los actos humanos, permanecen en relación orgánica con la vocación del hombre a la vida eterna, con la instauración del Reino de Dios en los hombres y entre los hombres. En la palabra de la Revelación divina está escrito con claridad el código de la moralidad del cual permanecen como punto clave las tablas del Decálogo del monte Sinaí y cuyo ápice se encuentra en el Evangelio: en el sermón de la montaña y en el mandamiento del amor.
Este código de moralidad encuentra al mismo tiempo otra redacción. Dicho código está inscrito en la conciencia moral de la humanidad, de tal manera que quienes no conocen los mandamientos, esto es, la ley revelada por Dios, «son para sí mismos Ley». Así lo escribe San Pablo en la carta a los Romanos; y añade a continuación: «Con esto muestran que los preceptos de la Ley están inscritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia».
Tocamos aquí problemas de suma importancia para vuestra juventud y para el proyecto de vida que de ella emerge.
Dicho proyecto se conforma con la perspectiva de la vida eterna en primer lugar a través de la verdad de las obras sobre las que será construido. La verdad de las obras halla su fundamento en aquella doble redacción de la ley moral: la que se encuentra escrita en las tablas del Decálogo de Moisés y en el Evangelio, y la que está esculpida en la conciencia moral del hombre. Y la conciencia se presenta como testigo de aquella ley, como escribe San Pablo. Esta conciencia –según las palabras de la carta a los Romanos– son «las sentencias con que entre sí unos y otros se acusan o se excusan». Cada uno sabe hasta qué punto estas palabras corresponden a nuestra realidad interior; cada uno de nosotros desde la juventud experimenta la voz de la conciencia.
Por tanto, cuando Jesús en el coloquio con el joven enumera los mandamientos: «No matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre», la recta conciencia responde a las respectivas obras del hombre con una reacción interior: ella acusa o excusa. Hace falta, sin embargo, que la conciencia no esté desviada; hace falta que la formulación fundamental de los principios de la moral no ceda a la deformación bajo la acción de cualquier tipo de relativismo o utilitarismo.
¡Queridos jóvenes amigos! La respuesta que Jesús da a su interlocutor del Evangelio se dirige a cada uno y a cada una de vosotros. Cristo os interroga sobre el estado de vuestra sensibilidad moral y pregunta al mismo tiempo sobre el estado de vuestras conciencias. Es ésta una pregunta clave para el hombre; es el interrogante fundamental de vuestra juventud, válido para todo el proyecto de vida que, precisamente, ha de construirse durante la juventud. Su valor es el que está más estrechamente unido a la relación que cada uno de vosotros tiene respecto al bien y al mal moral. El valor de este proyecto depende en modo esencial de la autenticidad y de la rectitud de vuestra conciencia. Depende también de su sensibilidad.
De esta manera nos hallamos aquí en un momento crucial, en el que temporalidad y eternidad se encuentran a cada paso a un nivel que es propio del hombre. Es el nivel de la conciencia, el nivel de los valores morales; ésta es la dimensión más importante de la temporalidad y de la historia. En efecto, la historia se escribe no sólo con los acontecimiento que se suceden en cierta manera «desde dentro»: es la historia de la conciencia humana, de las victorias o de las derrotas morales. Aquí encuentra también su fundamento la esencial grandeza del hombre; su dignidad auténticamente humana. Éste es el tesoro interior con el que el hombre se supera constantemente a sí mismo en dirección a la eternidad. Si es verdad que «está establecido que los hombres mueren una sola vez» es también verdad que el tesoro de la conciencia, el depósito del bien y del mal, lo lleva el hombre más allá de la frontera de la muerte para que, en presencia de Aquél que es la santidad misma, encuentre la última y definitiva verdad sobre toda su vida: «Después de esto viene el juicio».
Así sucede precisamente con la conciencia: en la verdad interior de nuestros actos se halla, en un cierto sentido, constantemente presente la dimensión de la vida eterna. Y a la vez la misma conciencia, a través de los valores morales, imprime el sello más expresivo en la vida de las generaciones, en la historia y en la cultura de los ambientes humanos, de la sociedad, de las naciones y de la humanidad entera.
¡Cuánto depende en este campo de cada uno y cada una de vosotros!

«Jesús, poniendo en él los ojos, le amó»
7. (…) Os deseo que experimentéis, tras el discernimiento de los problemas esenciales e importantes para vuestra juventud, para el proyecto de toda la vida que se abre ante vosotros, aquello de que habla el Evangelio: «Jesús, poniendo en él los ojos, le amó». Deseo que experimentéis una mirada así. Deseo que experimentéis la verdad de que Cristo os mire con amor.
Él mira con amor a todo hombre. El Evangelio lo confirma a cada paso. Se puede también decir que en esta «mirada amorosa» de Cristo está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva. Si buscamos el principio de esta mirada, es necesario volver atrás al libro del Génesis, a aquel instante en que, tras la creación del hombre «varón y mujer» Dios vio que «era muy bueno». Esta primera mirada del Creador se refleja en la mirada de Cristo que acompaña la conversación con el joven del Evangelio.
Sabemos que Cristo confirmará y sellará esta mirada con el sacrificio redentor de la Cruz, puesto que precisamente por medio de este sacrificio, aquella «mirada» ha alcanzado una particular profundidad de amor. En ella está contenida una tal afirmación del hombre y de la humanidad de la que sólo Cristo, Redentor y Esposo, es capaz. Solamente Él conoce lo que hay en el hombre: conoce su debilidad pero conoce también y sobre todo su dignidad.
Os deseo a cada uno y cada una de vosotros que descubráis esta mirada de Cristo y que la experimentéis hasta el fondo. No sé en qué momento de la vida. Pienso que el momento llegará cuando más falta haga; acaso en el sufrimiento, acaso también con el testimonio de una conciencia pura como en el caso del joven del Evangelio, o acaso precisamente en la situación opuesta: junto al sentimiento de culpa, con el remordimiento de conciencia. Cristo, de hecho, miró también a Pedro en la hora de su caída, cuando por tres veces había negado a su Maestro.
Al hombre le es necesaria esta mirada amorosa; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad. Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo. Y acaso con mayor fuerza en el momento de la prueba, de la humillación, de la persecución, de la derrota, cuando nuestra humanidad esté casi borrada a los ojos de los hombres, cuando sea ultrajada y pisoteada; entonces la conciencia de que el Padre nos ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a cada uno y siempre, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra existencia humana. Cuando todo hace dudar de sí mismo y del sentido de la propia existencia, entonces, esta mirada de Cristo, esto es, la conciencia del amor que en Él se ha mostrado más fuerte que todo mal y que toda destrucción, dicha conciencia nos permite sobrevivir.
Os deseo, pues, que experimentéis lo que sintió el joven del Evangelio: «Jesús, poniendo en él los ojos, le amó».

«Sígueme»
8. Del examen del texto evangélico resulta que esta mirada fue, por así decirlo, la respuesta de Cristo al testimonio que el joven había dado de su vida hasta aquel momento, o sea, haber actuado según los mandamientos de Dios. «Todo esto lo he guardado desde mi juventud».
A la vez, esta «mirada de amor» fue la introducción a la fase conclusiva de la conversación. Siguiendo la redacción de Mateo, fue el mismo joven quien inició esta fase, dado que no sólo constató su fidelidad respecto a los mandamientos del Decálogo, que caracterizaba su conducta anterior, sino que contemporáneamente formuló una nueva pregunta. De hecho preguntó: «¿Qué me queda aún?».
Esta pregunta es muy importante. Indica que en la conciencia moral del hombre y, concretamente del hombre joven, que forma el proyecto de toda su vida, está escondida la aspiración a «algo más». Este deseo se siente de diversos modos, y podemos advertirlo también entre aquellas personas que den la impresión de estar alejadas de nuestra religión.
(…)
El deseo a la perfección, a «algo más» encuentra su explícito punto de referencia en el Evangelio. Cristo, en el sermón de la montaña, confirma toda la ley moral, en cuyo centro están las tablas mosaicas de los diez mandamientos; pero al mismo tiempo da a estos mandamientos un sentido nuevo, evangélico. Todo esto se concentra –como se ha dicho precedentemente– alrededor de la caridad, no sólo como mandamiento, sino además como don: «... el amor de Dios se ha derramado en vuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado».
En este contexto nuevo se hace comprensible asimismo el programa de las ocho bienaventuranzas, con el que comienza el sermón de la montaña en el Evangelio según San Mateo.
En este mismo contexto el conjunto de los mandamientos, que constituyen el código fundamental de la moral cristiana, es completado por el conjunto de los consejos evangélicos, en los que se expresa y concreta, de modo especial, la llamada de Cristo a la perfección, que es una llamada a la santidad.
Cuando el joven pregunta sobre el «algo más»: «¿Qué me queda aún?», Jesús lo mira con amor y este amor encuentra aquí un nuevo significado. El hombre es conducido interiormente por el Espíritu Santo desde una vida según los mandamientos a otra vida consciente del don, y la mirada plena de amor por parte de Cristo expresa este «paso» interior. Jesús añade: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme».
¡Sí, mis queridos jóvenes! El hombre, el cristiano es capaz de vivir conforme a la dimensión del don. Más aún, esta dimensión no sólo es «superior» a la de las meras obligaciones morales conocidas por los mandamientos, sino que es también «más profunda» y fundamental. Esta dimensión testimonia una expresión más plena de aquel proyecto de vida que construimos ya en la juventud. La dimensión del don crea a la vez el perfil maduro de toda vocación humana y cristiana, como se dirá después.
Sin embargo, en este momento deseo hablaros del significado particular de las palabras que Cristo dijo a aquel joven. Y hago esto convencido de que Cristo las dirige en la Iglesia a algunos jóvenes interlocutores suyos de cada generación. También de la nuestra. Aquellas palabras significan en este caso una vocación particular dentro de la comunidad del Pueblo de Dios. La Iglesia halla el «sígueme» de Cristo al comienzo de toda llamada al servicio en el sacerdocio ministerial, que en la Iglesia católica de rito latino está unida simultáneamente a la responsable y libre elección del celibato. La Iglesia encuentra el mismo «sígueme» de Cristo al comienzo de la vocación religiosa en la que, mediante la profesión de los consejos evangélicos (castidad, pobreza y obediencia), un hombre o una mujer reconocen como suyo el programa de vida que el mismo Cristo realizó en la tierra por el reino de Dios. Al emitir los votos religiosos, estas personas se comprometen a dar un testimonio concreto del amor de Dios por encima de cualquier cosa y, a la vez, de aquella llamada a la unión con Dios en la eternidad que se dirige a todos. No obstante esto, es necesario que algunos den un testimonio excepcional de tal llamada ante los demás.
Me limito a mencionar estos temas en la presente Carta, dado que han sido ya presentados ampliamente en otro lugar y en más de una ocasión. Los recuerdo aquí porque en el contexto del coloquio de Cristo con el joven adquieren una claridad particular, especialmente el tema de la pobreza evangélica. Los recuerdo también, porque el «sígueme» de Cristo, precisamente en este sentido excepcional y carismático, se hace sentir la mayoría de las veces ya en la época de la juventud; y, a veces, se advierte incluso en la niñez.
Ésta es la razón por la que deseo decir a todos vosotros, jóvenes, en esta importante fase del desarrollo de vuestra personalidad masculina o femenina: si tal llamada llega a tu corazón, ¡no la acalles! Deja que se desarrolle hasta la madurez de una vocación. Colabora con esa llamada a través de la oración y la fidelidad a los mandamientos. «La mies es mucha». Hay una gran necesidad de que muchos oigan la llamada de Cristo: «Sígueme». Hay una gran necesidad de que a muchos llegue la llamada de Cristo: «Sígueme». Hay una enorme necesidad de sacerdotes según el corazón de Dios. La Iglesia y el mundo actual tienen urgente necesidad de un testimonio de vida entregada sin reserva a Dios, del testimonio de este amor esponsal de Cristo, que de modo particular haga presente el Reino de Dios entre los hombres y lo acerque al mundo.
Permitidme pues completar aún las palabras de Cristo el Señor sobre la mies que es abundante. Sí, es abundante la mies del Evangelio, la de la salvación... «pero los obreros son pocos». Tal vez hoy se note esto más que en el pasado, especialmente en algunos países, así como también en algunos Institutos de vida consagrada y similares.
«Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies», continúa diciendo Cristo. Estas palabras, especialmente en nuestro tiempo, se convierten en un programa de oración y acción en favor de las vocaciones sacerdotales y religiosas. Con este programa la Iglesia se dirige a vosotros, jóvenes. Rogad también vosotros. Y si el fruto de esta oración de la Iglesia nace en lo íntimo de vuestro corazón, escuchad al Maestro que os dice: «Sígueme».
(BEATO JUAN PABLO II, Carta Apostólica Dilecti Amici, a los jóvenes y a las jóvenes del mundo con ocasión del Año Internacional de la Juventud, 31 de marzo de 1985, nº 4-8)


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