sábado, 22 de septiembre de 2012

Domingo XXV (ciclo b) - Mons. Fulton Sheen

La segunda disputa: Cafarnaúm
El segundo anuncio de su muerte, hecho de una manera abierta, tuvo efecto después de la transfiguración y tras haber expulsado a un demonio del cuerpo del muchacho obseso. El Maestro y los apóstoles se dirigían a Cafarnaúm. Los numerosos milagros que el Señor había obrado entre Cesarea de Fillpos y Cafarnaúm habían puesto a los apóstoles en un gran estado do excitación,
Todos estaban atónitos ante la grandeza de Dios
                                                                    (Lc 9, 43)
Los apóstoles empezaron a convertir el poder divino en la esperanza de un reino terrestre y en una soberanía humana, a despecho de las graves lecciones recibidas acerca de la cruz. A nuestro Señor le pareció mal aquella especie de excitación religiosa que quería dejar a la humanidad sin redimir.
Y maravillándose todos de todas las cosas que hacía,
Jesús dijo a sus discípulos: “Poned en estas palabras en vuestros oídos:
Porque el Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres.
(Lc 9, 43-44)
Le matarán, y al tercer día resucitará.”
(Mc 9, 30)
Nuestro Señor repitió claramente la predicción del Calvario a fin de que cuando tuviera efecto sus discípulos no flaquearan en su fe o le abandonaran. Con estas declaraciones repetidas quería también asegurarles que no iba a la cruz por coacción, sino como un sacrificio ofrecido voluntariamente. Ellos miraban con aversión la perspectiva que el Señor ponía antes sus ojos acerca de su muerte;  no sólo rehusaba prestar atención a ello, sino que incluso desdeñaban preguntar nada a nuestro Señor.
Más ellos no entendían esta palabra y les era encubierta,
para que no la entendiese; y sucitóse entre ellos una disputa.
(Lc 9, 45)
El Segundo anuncio de su muerte y gloria provocó la segunda disputa. Mientras regresaban de Cafarnaúm, estaban discutiendo entre ellos a una distancia tal del Maestro, que éste podía oir lo que decían.
Y sucitóse entre ellos una disputa, sobre cuál de ellos sería el mayor.
                                                           (Lc 9, 46)
¡Cuán superficial debía ser la impresión que les causó la alusión que nuestro Señor hizo acerca de su muerte, puesto que todavía discutían acerca de cuál tendría la preeminencia en lo que imaginaban sería una organización política y económica denominada «reino de Dios»! Habían oído al Señor hablarles de sus padecimientos, pero ellos se empeñaban en discutir y disputarse los primeros puestos. Es posible que acentuara esta disputa el hecho de que a Pedro se le hubiera conferido un puesto preeminente entre ellos en Cesarea de Filipos ; tal vez el hecho de que Pedro, Santiago y Juan hubieran sido elegidos como testigos de la transfiguración suscitó también cierto resentimiento entre los apóstoles. El caso es que estaban discutiendo como hacían cada vez que el Señor les revelaba algo concerniente a la cruz.
Conociendo que era inminente la crisis en el momento en que estableciera el reino, se sentían movidos por la ambición. Pero nuestro Señor leía en sus corazones; y cuando llegaron a la casa donde, en Cafarnaúm, solían hospedarse, probablemente la de Pedro,
Les preguntó: ¿Qué estabais disputando en el camino?
Mas ellos callaron; porque en el camino habían disputado entre sí quién era el mayor.
(Mc 9, 32)
Aquellas lenguas tan elocuentes por el camino, mientras estaban disputando, permanecían ahora silenciosas al leer el Señor los pensamientos de estos hombres, en tanto sus conciencias los acusaban. La poca atención que habían prestado a las palabras que el Maestro les había dirigido acerca de la cruz podían ser la razón de que no hubieran comprendido por qué aquel hombre lleno de poder —que ellos habían podido observar en sus milagros y en la resurrección de muertos—había de parecerles tan falto de poder. ¿Por qué había de someterse a una muerte de que podía librarse en cualquier momento? Era un misterio imposible de comprender hasta que se hubiera cumplido siguió siendo un escándalo para los incrédulos, entre los judíos y los griegos. Tal como san Pablo escribió a los corintios:
Porque los judíos piden señales, y los griegos buscan la sabiduría ;
mas nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos,
y locura para los gentiles, mas para los que son llamados de Dios,
así judíos como griegos, Cristo es poder de Dios y sabiduría de Dios.
(1Cor 1, 23 ss)
Evidentemente, el hombre natural o carnal tendía a recibirle como uno que había venido a dar un código de moralidad; pero aceptarle como uno que venía al mundo como «rescate» por la humanidad requería una sabiduría más elevada. Como sugirió san Pablo:
El hombre natural no acoge las cosas del Espíritu de Dios;
porque para él son locura y no las puede conocer,
por cuanto se disciernen espiritualmente.
(1Cor 2, 14)
Esta vez, con objeto de corregir las equivocadas ideas de supe­rioridad de ellos, llamó a sí solamente a un niño.
Y le tomó en sus brazos.
(Mc 9, 33)
Puesto que los apóstoles habían estado disputando sobre quién era el mayor en el reino, nuestro Señor les daba ahora una res­puesta a sus ambiciosos pensamientos:
En verdad os digo que, si no os volviereis
Y fuereis como niños,
No entraréis en el reino de los cielos.
Cualquiera, pues, que se humillare como este niño,
Ése es el Mayor en el reino de los cielos.
(Mt 8, 3 ss.)
Los mayores de todos sus discípulos serían aquellos que se hi­cieran como niños pequeños; puesto que un niño es como un repre­sentante de Dios y de su divino Hijo sobre la tierra. En su reino existía una nobleza, pero opuesta a la del mundo. En su reino uno ascendía cuanto más se abajaba, crecía al disminuirse. Él dijo que no había venido para que le sirvieran, sino para servir. En su pro­pia persona ponía un ejemplo de humillación, consistente en as­cender hasta las honduras de la derrota de la cruz. Y como no com­prendían la cruz, les invitaba a que aprendieran de un niño a quien Él estrechaba contra su pecho. Los más grandes son los más pequeños, y los más pequeños son los más grandes. El honor y el prestigio no son de aquel se sienta en el lugar principal de la mesa, sino del que se ciñe con una toalla y se poner a lavar los pies de los que son siervos suyos. El es Dios se hizo hombre: el que es Señor de los cielos y  la tierra se humilló hasta la cruz; tal era el acto incomparable de humildad que ellos tenían que aprender. Si de momento no podían aprender de Él esta lección, tendrían que aprenderla de un niño.
(MONS. FULTON SHEEN, Vida de Cristo, Herder, Barcelona, 1996, pp. 180- 183)

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