miércoles, 27 de junio de 2012

La virtud teologal de la caridad - Juan Pablo I

JUAN PABLO I
AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 27 de septiembre de 1978

          «Dios mío, con todo el corazón y por encima de todo os amo a Vos, bien infinito y felicidad eterna nuestra; por amor vuestro amo al prójimo como a mí mismo y perdono las ofensas recibidas. Señor, haced que os ame cada vez más» Es una oración muy conocida entretejida con frases bíblicas. Me la enseñó mi madre. La rezo varias veces al día también ahora; y trataré de explicárosla palabra por palabra como lo haría un catequista de la parroquia.
          Estamos en la «tercera lámpara de la santificación» de que hablaba el Papa Juan: la caridad.

          Amo. En clase de filosofía, el profesor me decía: ¿Conoces el campanario de San Marcos? ¿Sí? Esto significa que éste ha entrado de alguna manera en tu mente; físicamente sigue estando donde estaba, pero ha impreso en tu interior una especie de retrato suyo intelectual. En cambio, ¿amas el campanario de San Marcos? Esto quiere decir que ese retrato te empuja desde dentro y te mueve, casi como que te lleva, te hace caminar con el alma hacia el campanario que está fuera. Resumiendo: amar significa viajar, correr con el corazón hacia el objeto amado. Dice la Imitación de Cristo: el que ama currit, volat, laetatur, corre, vuela, disfruta ( I. III, cap. V, 4).
          Amar a Dios es, por tanto, viajar con el corazón hacia Dios. Un viaje precioso. De muchacho me entusiasmaban los viajes narrados por Julio Verne («Veinte mil leguas de viaje submarino», «De la tierra a la luna», «La vuelta al mundo en 80 días», etc). Pero los viajes del amor a Dios son mucho más interesantes. Están contados en las vidas de los santos. Por ejemplo, San Vicente de Paúl, cuya fiesta celebramos hoy, es un gigante de la caridad: amó a Dios como se ama a un padre y a una madre; él mismo fue un padre para prisioneros, enfermos, huérfanos y pobres. San Pedro Claver, consagrándose enteramente a Dios, se firmaba “Pedro, esclavo de los negros para siempre”.
          El viaje comporta a veces sacrificios, pero éstos no nos deben detener. Jesús está en la cruz: ¿lo quieres besar? No puedes por menos de inclinarte hacia la cruz y dejar que te puncen algunas espinas de la corona, que tiene la cabeza del Señor (cf. Sales, Oeuvres, Annecy, t. XXI, pág. 153) No puedes hacer lo que el bueno de San Pedro que supo muy bien gritar «Viva Jesús» en el monte Tabor, donde había gozo, pero ni siquiera se dejó ver junto a Jesús en el monte Calvario, donde había peligro y dolor (cf. Sales, Oeuvres, t. XV, pág. 140)
          El amor a Dios es también viaje misterioso: es decir, uno no lo emprende si Dios no toma la iniciativa primero. “Nadie —ha dicho Jesús— puede venir a mí si el Padre no le atrae” (Jn 6, 44). Se preguntaba San Agustín: y entonces ¿dónde queda la libertad humana? Pero Dios que ha querido y construido esta libertad, sabe cómo respetarla aun llevando los corazones al punto que Él se propone: parum est voluntate, etiam voluptate traheris, Dios te atrae no sólo de modo que tú mismo llegues a quererlo, sino hasta de manera que gustes de ser atraído (San Agustín, In Io. Evang. Tr. 26, 4)
          Con todo el corazón. Subrayo aquí el adjetivo «todo». El totalitarismo en política es malo. En cambio, en religión nuestro totalitarismo respecto a Dios cuadra estupendamente.
          Está escrito: «Amarás a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, y llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos que yo hoy te doy. Incúlcaselos a tus hijos, y cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes, cuando te levantes, habla siempre de ellos. Átatelos a tus manos, para que te sirvan de señal; póntelos en la frente entre tus ojos; escríbelos en los postes de tu casa y en tus puertas» (Deut. 6, 5-9)
          Ese «todo» repetido y aplicado a la práctica con toda insistencia es de verdad la bandera del maximalismo cristiano. Y es justo: demasiado grande es Dios, demasiado merece Él ante nosotros, para que se le puedan echar, como a un pobre Lázaro, apenas unas migajas de nuestro tiempo y de nuestro corazón. Es el bien infinito y será nuestra felicidad eterna: el dinero, los placeres y las venturas de este mundo comparados con Él, apenas son fragmentos de bien y momentos fugaces de felicidad.
          No sería prudente dar mucho de nosotros a estas cosas y poco a Jesús.
          Por encima de todo. Ahora se aboca a una confrontación directa entre Dios y el hombre, entre Dios y el mundo.
          No sería exacto decir: «O Dios o el hombre». Se debe amar «a Dios y al hombre»; pero a este último nunca más que a Dios o contra Dios o igual que a Dios. En otras palabras: el amor a Dios es prevaleciente sin duda, pero no exclusivo.
          La Biblia llama santo a Jacob (Dan 3, 35) y amado de Dios (Mal 1, 2; Rom 9, 13), nos lo presenta empeñado en siete años de trabajo a fin de conquistarse a Raquel para mujer suya; « y aquellos años le parecieron sólo unos días por el amor que le tenía » (Gén 29,20).
          Francisco de Sales hace un comentario breve de estas palabras: «Jacob —escribe—ama a Raquel con todas sus fuerzas, y con todas sus fuerzas ama a Dios; pero no por ello ama a Raquel igual que a Dios, ni a Dios igual que a Raquel. Ama a Dios como a su Dios sobre todas las cosas y más que a sí mismo; ama a Raquel como a mujer suya sobre todas las demás mujeres y más que a sí mismo. Ama a Dios con amor absoluto y soberanamente extremo, y a Raquel con sumo amor conyugal; un amor no es contrario al otro, porque el de Raquel no atropella las prerrogativas del amor de Dios» (Oeuvres, t. V, pág. 175)
          Por amor vuestro amo al prójimo. Estamos aquí ante dos amores que son «hermanos gemelos» e inseparables.
          A algunas personas es fácil amarlas; a otras, difícil; no nos resultan simpáticas, nos han ofendido y hecho daño; sólo si amo a Dios en serio, llego a amarlas, en cuanto que son hijos de Dios y porque Dios me lo pide.
          Jesús ha señalado también cómo amar al prójimo, o sea, no sólo con el sentimiento, sino también con las obras. Éste es el modo, dijo. Os preguntaré: tenía hambre en la persona de mis hermanos pequeños; ¿me habéis dado de comer cuando estaba hambriento? ¿Me habéis visitado cuando estaba enfermo? (cf. Mt 25, 34 ss.)
          El catecismo concreta éstas y otras palabras de la Biblia en el doble elenco de las siete obras de misericordia corporales y las siete espirituales.
          El elenco no está completo y haría falta ponerlo al día. Por ejemplo, entre los hambrientos hoy no se trata ya sólo de este o aquel individuo; hay pueblos enteros. Todos recordamos las graves palabras del Papa Pablo VI: «Con lastimera voz los pueblos hambrientos interpelan a los que abundan en riquezas. Y la Iglesia, conmovida ante tales gritos de angustia, llama a todos y cada uno de los hombres para que movidos por amor respondan finalmente al clamor de los hermanos» (Populorum progressio, 3) Aquí a la caridad se añade la justicia, porque —sigue diciendo Pablo VI— «la propiedad privada para nadie constituye un derecho incondicional y absoluto. Nadie puede reservarse para uso exclusivo suyo lo que de la propia necesidad le sobra, en tanto que a los demás falta lo necesario» (Populorum progressio, 22) Por consiguiente «toda carrera aniquiladora de armamentos resulta un escándalo intolerable» (Populorum progressio, 53).
          A la luz de estas expresiones tan fuertes se ve cuán lejanos estamos todavía —individuos y pueblos— de amar a los demás «como a nosotros mismos», según el mandamiento de Jesús.
          Otro mandamiento: perdón de las ofensas recibidas. A este perdón parece que el Señor casi da precedencia sobre el culto: «Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23-24)
          Las últimas palabras de la oración son: Señor, que os ame cada vez más. También aquí hay obediencia a un mandamiento de Dios, que ha puesto en nuestro corazón la sed del progreso.
          De los palafitos, las cavernas y las primeras cabañas, hemos pasado a las casas, los palacios y los rascacielos; de los viajes a pie o a lomos de mulo o de camello, a los coches, los trenes y los aviones. Y se desea progresar todavía más con medios cada vez más rápidos, alcanzando metas cada vez más lejanas. Pero amar a Dios —ya lo hemos visto— es también un viaje: y Dios lo quiere cada vez más intenso y perfecto. Ha dicho a todos los suyos: «Vosotros sois la luz del mundo, la sal de la tierra» (cf. Mt 5, 13-14); «sed, pues, perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48).
          Esto quiere decir amar a Dios no poco, sino muchísimo; no detenerse en el punto a que se ha llegado, sino con su ayuda avanzar en el amor.

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