miércoles, 6 de junio de 2012

Aclaración sobre el aborto

ACLARACIÓN
DE LA CONGREGACIÓN
PARA LA DOCTRINA DE LA FE
SOBRE EL ABORTO PROCURADO
11 de julio de 2009

          Recientemente han llegado a la Santa Sede varias cartas, incluso de parte de altas personalidades de la vida política y eclesial, que han informado sobre la confusión que se ha creado en varios países, sobre todo en América Latina, tras la manipulación e instrumentalización de un artículo de su excelencia monseñor Rino Fisichella, presidente de la Academia Pontificia para la Vida, sobre el triste caso de la “niña brasileña”. En ese artículo, aparecido en “L’Osservatore Romano” del 15 de marzo de 2009, se presentaba la doctrina de la Iglesia, teniendo en cuenta la situación dramática de esta niña, que —como se pudo constatar posteriormente— había sido acompañada con toda delicadeza pastoral, en particular por el entonces arzobispo de Olinda y Recife, su excelencia monseñor José Cardoso Sobrinho. Al respecto, la Congregación para la Doctrina de la Fe confirma que la doctrina de la Iglesia sobre el aborto provocado no ha cambiado ni puede cambiar. Esta doctrina ha sido expuesta en los números 2270-2273 del Catecismo de la Iglesia Católica en estos términos:
          «La vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el momento de la concepción. Desde el primer momento de su existencia, el ser humano debe ver reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales está el derecho inviolable de todo ser inocente a la vida (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, instrucción “Donum vitae” 1, 1). “Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses te tenía consagrado” (Jeremías 1, 5). “Y mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo hecho en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra” (Salmo 139, 15)».

          «Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha cambiado; permanece invariable. El aborto directo, es decir, querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley moral. “No matarás el embrión mediante el aborto, no darás muerte al recién nacido”. (Didajé, 2, 2; Bernabé, ep. 19, 5; Epístola a Diogneto 5, 5; Tertuliano, apol. 9). “Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la excelsa misión de conservar la vida, misión que deben cumplir de modo digno del hombre. Por consiguiente, se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción; tanto el aborto como el infanticidio son crímenes abominables” (“Gaudium et spes”, 51, 3)».
          «La cooperación formal a un aborto constituye una falta grave. La Iglesia sanciona con pena canónica de excomunión este delito contra la vida humana. “Quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae” (Código de Derecho Canónico, CIC, canon 1398), es decir, “de modo que incurre ipso facto en ella quien comete el delito” (CIC can. 1314), en las condiciones previstas por el Derecho (cf CIC can. 1323-1324). Con esto la Iglesia no pretende restringir el ámbito de la misericordia; lo que hace es manifestar la gravedad del crimen cometido, el daño irreparable causado al inocente a quien se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad».
          «El derecho inalienable de todo individuo humano inocente a la vida constituye un elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación: “Los derechos inalienables de la persona deben ser reconocidos y respetados por parte de la sociedad civil y de la autoridad política. Estos derechos del hombre no están subordinados ni a los individuos ni a los padres, y tampoco son una concesión de la sociedad o del Estado: pertenecen a la naturaleza humana y son inherentes a la persona en virtud del acto creador que la ha originado. Entre esos derechos fundamentales es preciso recordar a este propósito el derecho de todo ser humano a la vida y a la integridad física desde la concepción hasta la muerte” (“Donum vitae” 3). “Cuando una ley positiva priva a una categoría de seres humanos de la protección que el ordenamiento civil les debe, el Estado niega la igualdad de todos ante la ley. Cuando el Estado no pone su poder al servicio de los derechos de todo ciudadano, y particularmente de quien es más débil, se quebrantan los fundamentos mismos del Estado de derecho... El respeto y la protección que se han de garantizar, desde su misma concepción, a quien debe nacer, exige que la ley prevea sanciones penales apropiadas para toda deliberada violación de sus derechos” (“Donum vitae” 3)».
          En la encíclica “Evangelium vitae”, el Papa Juan Pablo II afirmó esta doctrina con su autoridad de Supremo Pastor de la Iglesia: «con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos —que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han concordado unánimemente sobre esta doctrina—, declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal» (n. 62).
          En lo que se refiere al aborto procurado en algunas situaciones difíciles y complejas, es válida la enseñanza clara y precisa del Papa Juan Pablo II: «Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente» (encíclica “Evangelium vitae”, n. 58).
          Por lo que se refiere al problema de determinados tratamientos médicos para preservar la salud de la madre, es necesario distinguir bien entre dos hechos diferentes: por una parte, una intervención que directamente provoca la muerte del feto, llamada en ocasiones de manera inapropiada aborto “terapéutico”, que nunca puede ser lícito, pues constituye el asesinato directo de un ser humano inocente; por otra parte, una intervención no abortiva en sí misma que puede tener, como consecuencia colateral, la muerte del hijo: «Si, por ejemplo, la salvación de la vida de la futura madre, independientemente de su estado de embarazo, requiriera urgentemente una intervención quirúrgica, u otro tratamiento terapéutico, que tendría como consecuencia accesoria, de ningún modo querida ni pretendida, pero inevitable, la muerte del feto, un acto así ya no podría considerarse un atentado directo contra la vida inocente. En estas condiciones, la operación podría ser considerada lícita, al igual que otras intervenciones médicas similares, siempre que se trate de un bien de elevado valor —como es la vida— y que no sea posible postergarla tras el nacimiento del niño, ni recurrir a otro remedio eficaz» (Pío XII, discurso “Frente de la Familia” y a la Asociación de Familias Numerosas, 27 de noviembre de 1951).
          Por lo que se refiere a la responsabilidad de los agentes sanitarios, es necesario recordar las palabras del Papa Juan Pablo II: «Su profesión les exige ser custodios y servidores de la vida humana. En el contexto cultural y social actual, en que la ciencia y la medicina corren el riesgo de perder su dimensión ética original, ellos pueden estar a veces fuertemente tentados de convertirse en manipuladores de la vida o incluso en agentes de muerte. Ante esta tentación, su responsabilidad ha crecido hoy enormemente y encuentra su inspiración más profunda y su apoyo más fuerte precisamente en la intrínseca e imprescindible dimensión ética de la profesión sanitaria, como ya reconocía el antiguo y siempre actual juramento de Hipócrates, según el cual se exige a cada médico el compromiso de respetar absolutamente la vida humana y su carácter sagrado» (encíclica “Evangelium vitae, n. 89).
*«L'Osservatore Romano», Año CXLIX n. 157 (11 de julio de 2009).

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