miércoles, 2 de mayo de 2012

San Atanasio, el campeón de la Divinidad de Cristo

P. Raniero Cantalamessa OFM Cap.
viernes 9 marzo 2012
en la capilla
Redemptoris Mater
en presencia del papa Benedicto XVI

          En preparación al año de la fe proclamado por el Santo Padre Benedicto XVI (12 de octubre 2012-24 noviembre 2013), las cuatro predicas de Cuaresma tienen la intención de dar un impulso y devolverle frescura a nuestro creer, a través de un renovado contacto con los “gigantes de la fe" del pasado. De ahí el título, tomado de la carta a los Hebreos, dado a todo el ciclo: "Acuérdense de sus guías. Imiten su fe" (Hb 13,7).
Iremos cada vez a la escuela de uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia oriental, como son Atanasio, Basilio, Gregorio Nacianceno y Gregorio Niceno, para ver lo que cada uno nos dice hoy acerca del dogma del cual ha sido campeón; es decir, respectivamente, la divinidad de Cristo, el Espíritu Santo, la Trinidad y el conocimiento de Dios. En otro momento, si Dios quiere, haremos lo mismo con los grandes doctores de la Iglesia occidental: Agustín, Ambrosio y León Magno.
          Lo que nos gustaría aprender de los padres no es tanto cómo proclamar la fe al mundo, es decir la evangelización, ni cómo defender la fe contra los errores, es decir la ortodoxia; es más bien la profundización de la propia fe, redescubrir, detrás de ellos, la riqueza, la belleza y la felicidad de creer, de pasar, como dice Pablo, "de fe en fe" (Rm 1,17), de una fe creída a una fe vivida. Será un mayor "volumen" de la fe dentro de la Iglesia, lo que se constituya después en la fuerza mayor del anuncio de esta al mundo, y la mejor defensa de su ortodoxia.

          El padre de Lubac sostuvo que nunca ha habido una renovación en la historia de la Iglesia que no haya sido también un retorno a los padres. No es una excepción el Concilio Vaticano II, del cual nos estamos preparando a conmemorar el 50 aniversario. Este está entrelazado con citas de los Padres, y muchos de sus protagonistas fueron patrólogos. Después de la escritura, los padres son la segunda "capa" del suelo sobre el que descansa y del cual extrae su savia, la teología, la liturgia, la exégesis bíblica y la espiritualidad de toda la Iglesia.
          En algunas catedrales góticas de la edad media vemos algunas estatuas curiosas: personajes de estatura imponente que sostienen, sentados sobre los hombros , a hombres muy pequeños. Se trata de la representación en piedra de una creencia que los teólogos de la época formulaban con estas palabras: "Somos como enanos sentados sobre los hombros de gigantes, de modo que podemos ver más allà y más cosas que ellos, no por la agudeza de nuestra mirada o por la altura del cuerpo, sino porque somos levantados muy en alto y somos elevados a alturas gigantescas" (1). Los gigantes eran, por supuesto, los padres de la Iglesia. Así es hoy también para nosotros.

1. Atanasio, el campeón de la Divinidad de Cristo
          Comenzamos nuestra revisión con san Atanasio, obispo de Alejandría, nacido en el año 295 y muerto en el 373. Pocos padres como él han dejado una huella tan profunda en la historia de la Iglesia. Es recordado por muchas cosas: por la influencia que tuvo en la difusión del monaquismo, gracias a su "Vida de Antonio", por haber sido el primero en reclamar la libertad de la Iglesia incluso en un Estado cristiano(2), por su amistad con los obispos occidentales, favorecida por los contactos realizados durante el exilio, que marca un fortalecimiento de los vínculos entre Alejandría y Roma...
          Pero no es de esto de lo que queremos ocuparnos. Kierkegaard, en su Diario, tiene un curioso pensamiento: "La terminología del dogma de la Iglesia primitiva es como un castillo encantado, donde descansan en un sueño profundo los príncipes y las princesas más hermosos. Basta solamente despertarlos, para que salten en pie con toda su gloria"(3). El dogma que Atanasio nos ayuda a "despertar" y hacer brillar en todo su esplendor, es el de la divinidad de Cristo; por este padeció siete veces el exilio.
          El obispo de Alejandría estaba convencido de no ser el descubridor de esta verdad. Todo su trabajo consistirá, por el contrario, en demostrar que esta ha sido siempre la fe de la Iglesia; que la verdad no es nueva, sino la herejía contraria. Su mérito, en este campo, fue más bien eliminar los obstáculos que hasta entonces habían impedido el pleno reconocimiento --y sin reticencias--, de la divinidad de Cristo en el contexto cultural griego.
          Uno de estos obstáculos, quizás el principal, era la costumbre griega de definir la esencia divina con el término agennetos, no engendrado. ¿Cómo proclamar que el Hijo es el Dios verdadero, desde el momento que él es Hijo, es decir, engendrado del Padre? Era fácil para Arrio establecer la equivalencia: generado= hecho, o sea, pasar gennetos a genetos, y concluir con la famosa frase que desató el caso: "¡Hubo un tiempo en el que él no existía!" Esto equivalía a hacer de Cristo una criatura, aunque no "como las otras criaturas." Atanasio defendió a capa y espada el genitus non factus de Nicea, "engendrado, no creado". Él resuelve la disputa con la simple observación: "El término agenetos fue inventado por los griegos, que no conocían al Hijo".(4)
          Otro obstáculo cultural para el pleno reconocimiento de la divinidad de Cristo, menos advertido en el momento, pero no menos activo, era la doctrina de un dios intermedio, el deuteros theos, ligado a la creación del mundo material. Desde Platón en adelante, esta se había convertido en un lugar común para muchos sistemas religiosos y filosóficos de la antigüedad. La tentación de asimilar al Hijo "por medio del cual todas las cosas fueron creadas", a esta entidad intermedia había ido deslizándose en la especulación teológica cristiana. Resultaba un sistema tripartito del ser: a la cima de todo, el Padre no engendrado ; después de él, el Hijo (y más tarde el Espíritu Santo), y en tercer lugar las criaturas.
          La definición del homoousios, del genitus non factus, elimina para siempre el principal obstáculo del helenismo para el reconocimiento de la plena divinidad de Cristo y funda la catarsis cristiana en el universo metafísico griego. Con tal definición, se demarca una sola línea horizontal en la vertical del ser, y esta línea no divide al Hijo del Padre, sino al Hijo de las criaturas. Queriendo contener en una frase el significado perenne de la definición de Nicea, podemos formularla de la siguiente manera: en cada época y cultura, Cristo debe ser proclamado "Dios", no en un cualquier sentido derivado o secundario, sino en la más fuerte acepción que la palabra "Dios" tenga en esa cultura.
          Atanasio hizo, del mantenimiento de esta conquista, el fin de su vida. Cuando todos, emperadores, obispos y teólogos, oscilaban entre negación y el la deseo de conciliación, él se mantuvo firme. Hubo momentos en que la futura fe común de la Iglesia vivía en el corazón de un solo hombre: del suyo. De la actitud hacia él se decidía de qué lado estaba cada uno.

2. El argumento soteriológico
          Pero más importante que insistir en la fe de Atanasio en la plena divinidad de Cristo --que es algo conocido y sereno--, es el hecho de saber qué lo motiva en la batalla, de donde le viene una certeza tan absoluta. No es de la especulación, sino de la vida; más específicamente, de la reflexión sobre la experiencia que la Iglesia hace de la salvación en Cristo Jesús.
          Atanasio desplaza el interés de la teología del cosmos al hombre, de la cosmología a la soteriología. Enlazándose con la tradición eclesiástica anterior a Orígenes, en especial Ireneo, Atanasio pone en valor los resultados procesados en la larga lucha contra el gnosticismo, que lo había llevado a concentrarse en la historia de la salvación y de la redención humana. Cristo no se ubica más, como en la época de los apologistas, entre Dios y el cosmos, sino más bien entre Dios y el hombre. El hecho de que Cristo sea mediador no quiere decir que está entre Dios y el hombre (mediación ontológica, a menudo entendida en sentido de subordinación), sino que une a Dios con el hombre. En él, Dios se hace hombre y el hombre se hace Dios, es decir, es divinizado.(5)
          En este contexto ideal, se encuentra la aplicación que Atanasio hace del argumento soteriológico en función de la demostración de la divinidad de Cristo. El argumento soteriológico no nace con la controversia arriana; esto está presente en todas las grandes controversias cristológicas antiguas, desde la antignóstica hasta aquella antimonotelita. En su formulación clásica se lee: Quod non est assumptum, non est sanatum, (Lo que no fue asumido tampoco fue salvado).(6) Esto se adapta dependiendo del caso, a fin de refutar el error del momento, que puede ser la negación de la carne humana de Cristo (gnosticismo), o de su alma humana (apolinarismo), o de su libre voluntad (monotelismo).
          Lo que dice Atanasio puede afirmarse así: "Lo que no es asumido por Dios no es salvo", donde toda la fuerza está en el breve añadido "por Dios". La salvación requiere que el hombre no sea asumido por un intermediario cualquiera, sino por Dios mismo: "Si el Hijo es una criatura --escribe Atanasio--, el hombre seguiría siendo mortal, no estando unido a Dios", más aún: "El hombre no sería divinizado, si el Verbo que se hizo carne no fuese de la misma naturaleza que el Padre"(7). Atanasio formuló muchos siglos antes de Heidegger, y con mayor seriedad, la idea de que "sólo un Dios nos puede salvar", nur noch ein Gott kann uns retten (8).
          Las implicaciones soteriológicas que Atanasio toma del homoousios de Nicea son numerosas y profundísimas. Definir al Hijo "consustancial" con el Padre significaba colocarlo a un nivel tal, que absolutamente nada podía permanecer fuera de su alcance. Esto significaba también, enraizar el significado de Cristo sobre la misma base en la que estaba arraigado el ser de Cristo, es decir en el Padre. Jesucristo no es, ni en la historia ni en el universo, una segunda presencia aditiva respecto a la de Dios; por el contrario, él es la presencia y la relevancia misma del Padre. Escribe Atanasio: "Bueno como es, el Padre, con su Palabra, que es también Dios, guía y sostiene al mundo entero, para que la creación, iluminada por su guía, por su providencia y por su orden, pueda persistir en el ser... La todopoderosa y santa Palabra del Padre, que penetra todas las cosas y llega a todas partes con su fuerza, ilumina toda realidad y todo lo contiene y abraza en sí mismo. No hay quien se sustraiga a su dominio. Todas las cosas reciben por entero de él la vida, y por él se conservan: las criaturas individuales en su individualidad y el universo creado en su totalidad"(9)
          Sin embargo, se debe hacer una aclaración importante. La divinidad de Cristo no es un "postulado" práctico, como lo es, para Kant, la existencia misma de Dios.(10) No es un postulado, sino la explicación de un "dato". Sería un postulado, y por lo tanto una deducción teológica humana, si se partiese de una cierta idea de salvación y si se dedujese la divinidad de Cristo como la única capaz de realizar tal salvación; en cambio es la explicación de un hecho si se parte, como hace Atanasio, de una experiencia de salvación y se demuestra cómo esta no podría existir si Cristo no fuera Dios. No es sobre la salvación que se basa la divinidad de Cristo, sino es sobre la divinidad de Cristo que se basa la salvación.

3. Corde creditur
          Pero es hora de volver a nosotros y tratar de ver qué podemos aprender hoy de la batalla épica sostenida en su tiempo por Atanasio. La divinidad de Cristo es hoy el verdadero articulus stantis cadentis et Ecclesiae, la verdad con la que la Iglesia se mantiene o cae. Si en otros tiempos, cuando la divinidad de Cristo era aceptada pacíficamente por todos los cristianos, se podía pensar que tal "artículo" fuese la "justificación gratuita por la fe", hoy ya no es el caso. Podemos decir que el problema vital para el hombre de hoy sea el de establecer ¿de qué modo es justificado el pecador, cuando no se cree ni siquiera en la necesidad de una justificación, o se cree que se encuentra en sí mismo? "Yo mismo me acuso hoy –hace gritar Sartre a uno de sus personajes desde el escenario--- y solo yo puedo absolverme, yo el hombre. Si Dios existe, el hombre no es nada."(11)
          La divinidad de Cristo es la piedra angular que soporta los dos principales misterios de la fe cristiana: la Trinidad y la Encarnación. Son como dos puertas que se abren y se cierran juntas. Descartada esa piedra, todo el edificio de la fe cristiana se derrumba sobre sí misma: si el Hijo no es Dios, ¿por quién está formada la Trinidad? Esto ya lo había denunciado claramente san Atanasio, escribiendo contra los arrianos:
"Si la palabra no existe junto al Padre desde toda la eternidad, entonces no existe una Trinidad eterna, sino que primero fue la unidad y, a continuación, con el paso del tiempo, por adición, empezó a producirse la Trinidad."(12)
(¡La idea --esta de la Trinidad que se forma "por adición"--, volvió a ser propuesta, en años no muy lejanos, por algún teólogo que aplicó a la Trinidad el esquema dialéctico del devenir de Hegel!). Mucho antes de Atanasio, san Juan había establecido esta relación entre los dos misterios: "Todo aquel que niega al Hijo no posee al Padre. Todo el que confiesa al Hijo posee también al Padre" (1Jn. 2,23). Los dos permanecen o caen juntos, pero si caen juntos, entonces lamentablemente debemos decir con Pablo que los cristianos "¡somos los hombres más dignos de compasión!" (1 Cor. 15,19).
          Debemos dejarnos embestir en plena cara por aquella pregunta respetuosa, pero directa de Jesús: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?", y por aquella aún más personal: "¿Crees?" ¿Crees de verdad? ¿Crees con todo tu corazón? San Pablo dice que "con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación" (Rom. 10,10). En el pasado, la profesión de la fe verdadera, es decir, el segundo momento de este proceso, ha tomado a veces tanta relevancia que ha dejado en las sombras aquel primer momento que es el más importante, y que tiene lugar en las profundidades más recónditas del corazón. "Es de la raíz del corazón que crece la fe", exclama San Agustín.(13)
          Se necesita derribar en nosotros los creyentes, y en nosotros, hombres de la Iglesia, la falsa persuasión de que ya se cree, de estar a punto en lo que se refiere a la fe. Necesitamos hacer nacer la duda --no se entiende sobre Jesús, sino sobre nosotros--, para entrar luego a la búsqueda de una fe más auténtica. ¡Quién sabe si no sería bueno, por un poco de tiempo, no querer demostrar nada a nadie, sino interiorizar la fe, redescubrir sus raíces en el corazón!
          Jesús preguntó a Pedro tres veces: "¿Me amas? ". Sabía que la primera y la segunda vez, la respuesta llegó demasiado rápido como para ser verdadera. Por último, a la tercera vez, Pedro entendió. También la pregunta sobre la fe nos debe llegar así; por tres veces, con insistencia, hasta que nos demos cuenta y entremos en la verdad: "¿Tú crees?, ¿Tú crees? ¿Crees realmente? ". Tal vez al final responderemos: "No, Señor, yo realmente no creo con todo el corazón y con toda tu alma. ¡Aumenta mi fe!".
          Atanasio nos recuerda, sin embargo, otra verdad importante: que la fe en la divinidad de Cristo no es posible, a menos que también se experimente la salvación realizada por Cristo. Sin esta, la divinidad de Cristo puede convertirse fácilmente en una idea, una tesis, y se sabe que a una idea siempre se puede oponer otra idea, y a una tesis, otra tesis. Sólo a una vida --decían los Padres del desierto--, no hay nada que pueda oponerse.
La experiencia de la salvación se realiza mediante la lectura de la palabra de Dios (y teniéndola por lo que es, ¡palabra de Dios!), administrando y recibiendo los sacramentos, especialmente la Eucaristía, lugar privilegiado de la presencia del Resucitado, ejercitando los carismas, manteniendo un contacto con la vida de la comunidad creyente, orando. Evagrio el Monje, en el siglo IV, formuló la famosa ecuación: "Si eres un teólogo, rezarás de verdad, y si rezas de verdad serás teólogo."(14)
          Atanasio impidió que la investigación teológica quedase prisionera de la especulación filosófica de las diversas "escuelas", sino que se convirtiese en la profundización del dato revelado en la línea de la Tradición. Un eminente historiador protestante ha reconocido a Atanasio un mérito singular en este campo: "Gracias a él --escribió--, la fe en Cristo ha permanecido como una fe rigurosa en Dios y, de acuerdo a su naturaleza, muy distinta de todas las demás formas --paganas, filosóficas, idealistas--, de la fe... Con él, la Iglesia ha vuelto a ser una institución de salvación, es decir, en el sentido estricto del término "Iglesia", cuyo contenido propio y determinante está constituido por la predicación de Cristo".(15)
          Todo esto nos interpela hoy de una manera particular, después de que la teología se ha definido como una "ciencia" y es profesada en ambientes académicos, mucho más desconectados de la vida de la comunidad creyente de lo que era, en el tiempo de Atanasio, la escuela teológica llamada Didaskaleion, florecida en Alejandría por obra de Clemente y de Orígenes. La ciencia exige al estudioso que "domine" su tema y que sea "neutral" de frente al objeto de la propia ciencia; ¿Pero cómo “dominar” a uno que un poco antes has adorado como tu Dios? ¿Cómo permanecer neutral ante el objeto, cuando este objeto es Cristo? Fue una de las razones que me llevaron, en cierto momento de mi vida, a abandonar la enseñanza académica para dedicarme a tiempo completo al ministerio de la palabra.
          Recuerdo el pensamiento que me afloraba, después de participar en congresos o debates teológicos y bíblicos, sobre todo en el extranjero: "Dado que el mundo universitario le ha dado la espalda a Jesucristo, yo voy a darle la espalda al mundo universitario".
La solución a este problema no es abolir los estudios académicos de la teología. La situación italiana nos hace ver los efectos negativos producidos por la ausencia de facultades de teología en las universidades estatales. La cultura católica y religiosa en general es apartada en un gueto; en las librerías seculares no se encuentra un libro religioso, a menos que sea sobre algún tema esotérico o de moda. El diálogo entre la teología y el conocimiento humano, científico y filosófico, se realiza "a distancia", y no es la misma cosa. Hablando en ambientes universitarios, digo a menudo que no se siga mi ejemplo (que es una opción personal), sino aprovechar al máximo el privilegio del que gozan, buscando más bien apoyar el estudio y la enseñanza, con algunas actividades pastorales que sean compatibles con tales.
          Si no se puede y no se debe eliminar la teología de los ambientes académicos, hay sin embargo una cosa que los teólogos académicos pueden hacer, y es ser lo suficientemente humildes para reconocer sus límites. La suya no es la única, ni la más alta expresión de la fe.
El padre Henri de Lubac escribió: "El ministerio de la predicación no es la vulgarización de una enseñanza doctrinal más abstracta, que sería anterior y superior a ella. Es, por el contrario, la enseñanza doctrinal misma, en su forma más elevada. Esto era real en la primera predicación cristiana, la de los apóstoles, y también lo es en la predicación de los que les sucedieron en la Iglesia: los padres, los doctores y nuestros pastores en el momento presente."(16) H. U. von Balthasar, a su vez, habla de "la misión de la predicación en la Iglesia, a la cual está subordinada la misión teológica misma."(17)

4. "¡Ánimo!, soy yo"
Para concluir volvemos a la divinidad de Cristo. Ella ilumina y enciende toda la vida cristiana.
Sin la fe en la divinidad de Cristo:
Dios está lejos,
Cristo permanece en su tiempo,
el Evangelio es uno de los muchos libros religiosos de la humanidad,
la Iglesia, una simple institución,
la evangelización, una propaganda,
la liturgia, la conmemoración de un pasado que ya no existe,
la moral cristiana, un peso no ligero y un yugo no suave.
Pero con la fe en la divinidad de Cristo:
Dios es el Emmanuel, el Dios con nosotros,
Cristo es el Resucitado, que vive en el Espíritu,
el Evangelio, la palabra definitiva de Dios a toda la humanidad,
la Iglesia, sacramento universal de salvación,
la evangelización, el compartir de un regalo,
la liturgia, encuentro gozoso con el Resucitado,
la vida presente, el principio de la eternidad.
          Está escrito: "El que cree en el Hijo tiene vida eterna" (Jn 3, 36). La fe en la divinidad de Cristo es particularmente indispensable en este momento para mantener viva la esperanza sobre el futuro de la Iglesia y del mundo. Contra los gnósticos que negaban la verdadera humanidad de Cristo, Tertuliano alzó en su tiempo, el grito: "Parce unicae spei totius orbis", ¡No le quiten al mundo su única esperanza!(18) Tenemos que decirlo hoy a quienes se niegan a creer en la divinidad de Cristo.
          A los apóstoles, después de haber calmado la tormenta, Jesús les pronunció una palabra que repite hoy a sus sucesores: "¡Ánimo!, soy yo, no tengan miedo" (Mc 6,50).
Traducido del italiano por José Antonio Varela V.

NOTAS
1 Bernardo di Chartres, in Giovanni di Salisbury, Metalogicon, III, 4 (Corpus Chr. Cont. Med., 98, p.116).
2 Atanasio, Historia Arianorum, 52,3: “Che ha a che fare l’imperatore con la Chiesa?”
3 S. Kierkegaard, Diario, II A 110 (Trad.ital. di C. Fabro, Brescia 1962, nr. 196).
4 Atanasio, De decretis Nicenae synodi, 31.
5 Cfr. Atanasio, De incarnatione 54, cfr. Ireneo, Adv. haer. V, praef.
6 Gregorio Nazianzeno, Lettera Cledonio (PG 37, 181).
7 Atanasio, Contra Arianos II 69 e I 70.
8 Antwort. Martin Heidegger im Gespräch, Pfullingen 1988.
9 Atanasio, Contra gentes 41-42.
10 I. Kant, Critica della ragion pratica, capp. III, VI
11 J.-P. Sartre, Il diavolo e il buon Dio, X, 4, Gallimard, Parigi 1951, p. 267 s.
12 Atanasio, Contra Arianos I, 17-18 (PG 26, 48).
13 Agostino, Commento al Vangelo di Giovanni, 26,2 (PL 35,1607).
14 Evagrio, De oratione 61 (PG 79, 1165).
15 H. von Campenhausen, I Padri greci, Brescia 1967, pp. 103-104.
16 H. de Lubac, Exégèse médièvale, I, 2, Parigi 1959, p. 670.
17 H.U. von Balthasar, La preghiera contemplativa, citato ivi da De Lubac.
18Tertulliano, De carne Christi, 5, 3 (CC 2, p. 881).

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